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Capitulo 5: La reunión del pueblo

La mañana siguiente, Ariadna apenas podía sostenerse en pie. Había dormido poco y mal, atormentada por las imágenes de fuego y cadenas, por el peso del libro entre sus brazos y por aquella última frase escrita en su interior: Él ya volvió.

Cada vez que la repetía en su mente, sentía un nudo en el estómago.

El pueblo entero parecía ignorar su angustia. Ese día se celebraba la reunión mensual en la plaza central, un evento donde los ancianos discutían temas de importancia y todos los habitantes acudían a escuchar. Ariadna nunca había prestado demasiada atención a esas asambleas; las consideraba rutinarias y aburridas. Pero esa mañana algo era distinto. Había un murmullo extraño entre la gente, un nerviosismo apenas contenido que se extendía como corriente invisible.

Se abrió paso entre los vecinos hasta situarse cerca del templete de madera donde los ancianos se disponían a hablar. Reconoció a don Efraín, el más viejo del consejo, con su bastón de roble; a la señora Milagros, de rostro severo y mirada penetrante; y a Tomás, el más joven de los tres, aunque con arrugas prematuras que revelaban demasiada carga sobre sus hombros.

La multitud guardó silencio cuando don Efraín golpeó el suelo con su bastón.

—Hijos del pueblo —comenzó, su voz grave resonando con autoridad—. Hemos sido testigos de algo que no podemos ignorar.

Ariadna sintió un cosquilleo recorrerle los brazos.

—Un forastero ha llegado —continuó el anciano—. Y con él, señales que no hemos visto en décadas.

La gente comenzó a murmurar, inquieta. Ariadna buscó con la mirada a Elian y lo encontró, a unos metros de distancia, recargado contra un muro de piedra. Su porte era tranquilo, como si nada de aquello lo sorprendiera.

—Dicen que se hospeda en la posada de Clara —intervino la señora Milagros, con el ceño fruncido—. Y que su sola presencia altera los sueños de algunos.

Ariadna tragó saliva. ¿Soñaban también los demás?

El murmullo de la multitud aumentó hasta que Tomás levantó la mano.

—No debemos apresurarnos a juzgar. Los viajeros siempre han pasado por aquí. Quizá no sea más que eso: un hombre de paso.

Don Efraín golpeó de nuevo el suelo con su bastón, obligando al silencio.

—No seas ingenuo, Tomás. Tú sabes tan bien como nosotros que hay señales que no se confunden. El aire es más pesado, las noches más largas. Y lo peor… —miró hacia el bosque— …el silencio de los pájaros.

Un escalofrío recorrió a la multitud. En efecto, Ariadna recordó que la noche anterior no había escuchado un solo canto. El bosque, que siempre vibraba con insectos y aves, se había quedado mudo.

La señora Milagros estrechó los ojos.

—Este pueblo fue marcado por promesas que nunca debieron hacerse. Y cuando alguien regresa con la sombra en la mirada, significa que la deuda está por cobrarse.

Ariadna sintió un vuelco en el pecho. Promesas. La misma palabra que la atormentaba desde aquella noche.

Elian permanecía en silencio, pero sus ojos grises se encontraron con los de ella en medio de la multitud. Era como si, con solo una mirada, confirmara lo que los ancianos decían.

Don Efraín levantó la voz.

—Debemos estar atentos. No permitir que viejos errores se repitan. Si es necesario, protegeremos al pueblo como lo hicimos antes.

Las últimas palabras resonaron con un peso oscuro. ¿Proteger al pueblo? ¿De quién? ¿De Elian? ¿De ella misma? Ariadna se abrazó a sí misma, tratando de contener el temblor en sus manos.

La reunión se disolvió lentamente, con la gente discutiendo entre susurros. Algunos lanzaban miradas de desconfianza hacia el forastero, otros fingían no verlo. Pero Ariadna percibió algo más: miedo. Un miedo antiguo, enraizado en cada gesto.

Cuando creyó que todo había terminado, la señora Milagros se acercó a ella. Ariadna intentó retroceder, pero la anciana la sujetó suavemente del brazo. Su tacto era frío, firme.

—Tú —murmuró, casi en secreto—. Eres hija de la sangre que juró y traicionó.

Ariadna abrió la boca, sin saber qué responder.

—Ten cuidado, niña. No todo lo que se viste de hombre pertenece a este mundo. —Los ojos de Milagros brillaron con una mezcla de compasión y dureza—. Y no todas las promesas traen salvación.

La soltó y se alejó, dejándola paralizada.

Ariadna sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Las palabras de la anciana se clavaron como cuchillos: hija de la sangre que juró y traicionó. ¿Acaso su familia estaba ligada a todo esto? ¿Era por eso que el libro había aparecido en sus manos?

Cuando levantó la vista, Elian ya no estaba apoyado contra el muro. Había desaparecido entre la multitud sin dejar rastro.

Un viento helado sopló desde el bosque, haciendo crujir las ramas. Ariadna se estremeció. No sabía cuánto tiempo podría seguir ignorando la verdad, pero lo comprendió con claridad: los ancianos sabían más de lo que decían, y Elian… Elian era la pieza que encajaba en un rompecabezas que recién comenzaba a revelarse.

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