El repique de las campanas seguía resonando en la mente de Ariadna mucho después de que la multitud se dispersara. La plaza había quedado vacía, pero la sensación de mil ojos aún pesaba sobre su piel. Elian la llevó de regreso a la posada en silencio, la mano firme en su espalda, como si con ese gesto pudiera mantenerla de pie.
En la habitación, Clara dejó una bandeja con pan y sopa, pero ninguno de los dos probó bocado. La tensión era demasiado densa para tragar. Cuando la mujer se marchó, Ariadna se dejó caer sobre la silla, abrazando el libro contra su pecho.
—El juicio será esta noche —susurró—. Y lo que ellos decidan… lo replicará el contador.
Elian se mantuvo de pie, con los brazos cruzados, mirando por la ventana hacia la torre de la iglesia.
—Entonces ya no es un juicio tuyo —dijo—. Es un juicio de todos. Y lo saben.
Ariadna lo observó, con lágrimas contenidas.
—No lo parece. Para ellos soy la culpable. Soy la señal de todo lo que se ha roto.
Elian se giró, acercándose a ella