El murmullo de la multitud retumbaba como un enjambre. Las antorchas iluminaban la plaza, y las sombras bailaban sobre los rostros tensos. Ariadna estaba en el centro, con Elian a su lado, la mano de él sosteniéndola como un ancla.
Don Efraín levantó la mano, y el ruido se apagó poco a poco.
—El contador ha mostrado su señal —dijo con voz solemne—. Ahora el pueblo debe decidir.
Un silencio pesado cayó. Todos sabían lo que significaba: cada palabra, cada grito, cada silencio sería registrado por el vigía en lo alto del campanario.
Milagros dio un paso al frente.
—Que hablen. Que elijan con voz firme.
El primero fue Tomás, golpeando su bastón contra la madera.
—¡Encerrarla! —rugió—. Si es la llave de la deuda, que no camine libre entre nosotros.
El grito fue seguido por aplausos y voces de aprobación. Otros corearon lo mismo. ¡Encerrarla! ¡Encerrarla!
Pero desde el fondo, una mujer llorando gritó:
—¡No es ella, son las sombras! ¡No podemos culparla por lo que heredó!
El murmullo cambió,