La celebración continuó hasta entrada la noche, pero Ariadna apenas podía concentrarse en los colores y las risas que la rodeaban. El baile con Elian la había dejado con un torbellino de emociones imposible de ordenar: miedo, atracción, curiosidad y una certeza que no podía negar. Él sabía algo que estaba directamente ligado a ella.
Cuando la música cambió a un ritmo más alegre, se escabulló entre la multitud en busca de aire fresco. Caminó hacia una calle lateral, más oscura, donde las luces de la plaza apenas llegaban. Allí apoyó la espalda contra una pared, cerró los ojos y trató de recuperar el aliento.
—No deberías bailar con él.
Ariadna se sobresaltó. Una figura menuda surgió de entre las sombras. Era la señora Milagros, la anciana del consejo, la misma que había hablado con dureza en la reunión. Su rostro estaba iluminado por la tenue luz de un farol cercano, y sus ojos brillaban con una mezcla de compasión y desconfianza.
—Señora… —balbuceó Ariadna—. Yo… no fue nada, solo…
—No me mientas, niña —interrumpió la anciana, avanzando con pasos lentos—. Hay cosas que no deben ignorarse. Lo que anida en ese hombre no es algo que puedas comprender todavía.
Ariadna sintió un nudo en la garganta.
—¿Lo conoce? —preguntó, con voz temblorosa.
La anciana la observó en silencio unos segundos, como si evaluara cuánto podía decirle. Luego extendió la mano arrugada y depositó en la palma de Ariadna un pequeño objeto metálico: un colgante con forma de círculo roto en dos, grabado con símbolos que no reconocía.
—Guárdalo contigo —dijo Milagros—. Es un amuleto antiguo, usado cuando las promesas empezaron a quebrarse. Protege de las sombras… al menos por un tiempo.
Ariadna lo sostuvo, confundida. El metal estaba frío, pero al mismo tiempo irradiaba una extraña energía que le erizó la piel.
—¿Por qué me lo da a mí?
La anciana la miró con una seriedad que hizo que Ariadna sintiera un escalofrío.
—Porque eres hija de una sangre marcada. Porque en tus venas corre la herencia de un pacto que nunca debió hacerse. Y porque, lo quieras o no, las sombras ya te han reclamado.
Ariadna negó con la cabeza, retrocediendo un paso.
—No entiendo…
—Lo harás —replicó Milagros, con un tono que recordaba al de Elian—. Lo harás cuando sea demasiado tarde para huir.
Antes de que Ariadna pudiera preguntar más, la anciana se dio media vuelta y desapareció en la oscuridad de la calle, dejándola sola con el amuleto en la mano y un miedo creciente en el pecho.
Guardó el colgante bajo su vestido, sintiendo cómo el metal frío tocaba su piel. Volvió a la plaza, intentando mezclarse de nuevo con la multitud, pero ya nada se sentía igual. Cada sonrisa a su alrededor parecía forzada, cada risa lejana, como si el pueblo entero supiera algo que ella desconocía.
Buscó a Elian con la mirada, pero no lo encontró entre la gente. Por un momento, creyó haber imaginado el baile, como si todo hubiera sido un sueño. Sin embargo, la calidez en sus manos aún permanecía, y eso bastaba para recordarle que no lo había inventado.
La noche terminó con un cielo estrellado y el murmullo de las familias regresando a sus casas. Ariadna caminó en silencio, con el libro oculto bajo el chal y el amuleto colgado de su cuello. Cada paso hacia su hogar la llenaba de preguntas.
Cuando entró a su habitación, se dejó caer en la cama y cerró los ojos, agotada. Quería creer que el amuleto le daría paz, que Milagros había exagerado, que todo esto no era más que superstición. Pero al girar sobre el colchón, sintió algo extraño.
El amuleto ardía contra su piel.
Lo tomó entre sus dedos y lo levantó para observarlo. La superficie metálica brillaba con un resplandor tenue, como si respirara. Y entonces, justo antes de que pudiera soltarlo, escuchó un susurro en la habitación.
—Ningún amuleto podrá protegerte de lo que ya eres.
El corazón de Ariadna se detuvo. La voz no era la de Milagros. Tampoco era un sueño. Era la voz de Elian, resonando en la oscuridad de su mente, aunque él no estaba allí.
Apretó los ojos con fuerza, temblando.
El silencio volvió, pero el mensaje había quedado grabado: la advertencia de la anciana y la certeza de que Elian podía alcanzarla incluso en la soledad de su habitación.
Esa noche, Ariadna comprendió que el peligro no estaba solo en el pueblo o en el bosque. Estaba en ella.