El cielo comenzó a aclarar, pero no con el dorado habitual del amanecer. El horizonte estaba teñido de un gris metálico, como si alguien hubiera borrado los colores. Elian abrió los ojos de inmediato, alerta. Ariadna seguía junto a él, todavía aferrada a su mano, con el rostro húmedo de lágrimas secas.
—Es hora —dijo él, con voz baja.
Ariadna se incorporó despacio. El libro estaba sobre la mesa, y antes de que pudiera tocarlo, las páginas comenzaron a girar solas. Una frase apareció con tinta oscura, como grabada con ceniza:
"El juicio humano no inicia hasta que el vigía anuncia su precio."
Ariadna tragó saliva.
—El vigía… ¿el contador?
Elian asintió, apretando la cadena en su puño.
—Si aparece antes del veredicto, significa que no habrá escape.
Salieron de la posada. La plaza estaba casi llena, el pueblo expectante, algunos rezando en voz baja, otros con los ojos fijos en el templete. Los ancianos aguardaban de pie, solemnes, como jueces que nunca habían querido serlo.
Las campanas a