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Capitulo 6: Promesas en la oscuridad

La plaza del pueblo se iluminaba con faroles colgantes y guirnaldas de flores. La festividad anual siempre había sido un motivo de alegría: música de violines, risas de niños, puestos con dulces y panes especiados. Pero esa noche, Ariadna no lograba sentir la ligereza que todos aparentaban. El murmullo de los ancianos aún pesaba sobre su mente: “Un forastero ha llegado. Y con él, señales que no hemos visto en décadas.”

Caminaba entre la multitud con paso inseguro, abrazando el libro oculto bajo su chal. Quería convencerse de que era una más entre todos, pero algo dentro de ella sabía que ya no pertenecía del todo a ese mundo de sonrisas y canciones.

La música cambió a un compás más lento y las parejas comenzaron a danzar en el centro de la plaza. Ariadna observó desde un rincón, intentando pasar desapercibida. Entonces lo sintió: esa presencia imposible de ignorar.

Giró la cabeza y lo vio. Elian estaba allí, entre las sombras que proyectaba la fogata principal. Vestía de negro, sobrio, pero aun así parecía destacar más que cualquiera de los hombres del pueblo. Sus ojos grises la encontraron de inmediato, y Ariadna sintió cómo el corazón se le detenía por un instante.

Él avanzó despacio, como si la música marcara su paso. La multitud seguía celebrando, inconsciente de lo que ocurría entre ellos. Cuando llegó frente a ella, no dijo palabra. Solo extendió la mano.

Ariadna dudó. Tenía la certeza de que aceptarla sería cruzar una frontera invisible, pero sus dedos, temblorosos, terminaron rozando los de él. El contacto fue breve, pero un calor extraño recorrió su brazo hasta llegarle al pecho.

—No deberías mirarme así —murmuró Elian, apenas audible por encima de la música.

Ariadna apartó la mirada, ruborizada.

—No sé cómo mirarte —confesó, con un hilo de voz.

Él sonrió, no con burla, sino con algo más cercano a la melancolía. La guió hasta la pista improvisada y la rodeó con un brazo firme mientras comenzaban a moverse al compás lento de la música.

Elian no era como los demás hombres del pueblo. Había en su forma de sostenerla una seguridad que no intimidaba, pero sí envolvía. Ariadna sintió que, por primera vez en días, podía respirar sin miedo, aunque sabía que esa sensación era una ilusión peligrosa.

—Los ancianos te observan —susurró, inclinándose lo suficiente para que solo ella pudiera escucharlo.

Ariadna alzó la vista con sobresalto.

—¿Lo sabes?

—Lo siento. —Su tono era grave, pero sereno—. Han pasado demasiados años, pero la desconfianza sigue viva.

—¿Años? —Ariadna frunció el ceño—. Hablas como si hubieras estado aquí antes.

Elian no respondió de inmediato. La giró suavemente en la danza, y durante ese movimiento, Ariadna juró ver un destello en su anillo ennegrecido, como si las llamas de la fogata quisieran revelar un secreto oculto.

—Estuve —dijo al fin, cuando volvieron a encontrarse cara a cara—. Y volver era inevitable.

Ariadna sintió que las piernas le flaqueaban.

—¿Por qué yo? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?

Elian la sostuvo con más fuerza, evitando que tropezara.

—Porque tú llevas en la sangre la promesa que aún no ha sido cumplida.

El mundo pareció detenerse alrededor de ella. Las voces, la música, las risas, todo se volvió un rumor lejano.

—No entiendo… —susurró.

—Lo harás —contestó él—. Pero cuando lo hagas, tendrás que elegir.

El corazón de Ariadna golpeaba con fuerza, no solo por el miedo, sino por la cercanía de Elian. El calor de su mano en la espalda, el roce de su aliento en la mejilla, la intensidad de esa mirada gris que parecía desnudarla más allá de lo físico.

Por un instante, olvidó todo lo demás. Olvidó a los ancianos, al pueblo, al bosque. Solo existían ellos dos, girando lentamente bajo las luces de la plaza. Y en ese instante sintió algo que la asustó más que cualquier voz o visión: el deseo de creer en él.

Un aplauso repentino rompió el hechizo. La música terminó y las parejas se separaron. Ariadna dio un paso atrás, intentando recuperar el aliento. Elian, sin embargo, no intentó retenerla. Solo inclinó la cabeza, como quien reconoce que la partida apenas comienza.

—Nos veremos en la oscuridad —dijo, y desapareció entre la multitud antes de que ella pudiera responder.

Ariadna permaneció quieta, con el corazón latiendo desbocado. No sabía si había bailado con un hombre, con una sombra, o con el destino mismo.

Lo único seguro era que, desde esa noche, ya no había vuelta atrás.

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