Mundo ficciónIniciar sesiónAmaneció a golpes. No de sol: de cansancio. La cocina olía a café viejo y a promesas que nadie se atrevió a hacer. Fran estaba de pie junto a la ventana, con la misma camisa de anoche y el gesto de quien repasa una lista de daños. Su hermana dormía, exhausta. Él me miró una vez y bajó los ojos rápido, como si tuviera miedo de que yo viera demasiado.
—Tengo que llevarlo a la clínica —dijo, señalando el cuarto donde roncaba el pasado—. Si despierta de mal humor, va a negarse. —Voy con ustedes —respondí. —No es necesario. —No pregunté si lo era. En el auto, mi pequeño lobito dormía en mi regazo. Acaricié su lomo para recordar dónde estaba mi centro. Fran conducía con esa sobriedad que a veces parece frialdad. No lo es. Es la forma de seguir andando cuando todo se mueve. —Perdón por… todo —dijo al fin. —No me debes disculpas —contesté—. No me trajiste a un espectáculo. Me invitaste a tu vida. —Eso es peor. —Para mí, no. La clínica era pequeña, con paredes verdes y posters que prometen calma. Lo sentamos, lo revisaron, lo suturaron. Fran firmó papeles. Yo busqué cafés. La mañana avanzó como quien cruza un charco muy hondo fingiendo que es poca agua. Cuando al fin salimos, el cielo estaba limpio como si no hubiera llovido nunca. Lo dejamos en casa de su hermana con comida en la mesa y la promesa gris de “nos vemos en la tarde”. En el pasillo, me detuve. —No me gusta irme cuando todavía arde —dije. —Gracias por quedarte mientras ardió —respondió. Volvimos a la agencia en silencio. Afuera, la ciudad ya había retomado su coreografía. Adentro, las pantallas nos recibieron con tareas y el director con prisa. —Necesito la ruta de la campaña hoy —ordenó—. Y la presentación para el cliente mañana a las nueve. Respiré hondo. Puedo con esto. Puedo con esto. Me repetí como un mantra mientras abría documentos, organizaba slides, pulía frases. Fran se sentó a mi lado sin preguntar. Cuando él se enfoca, el resto del mundo se ordena. Me mostró un gesto visual para “lo inevitable”: una secuencia donde luces de la ciudad se transformaban en latidos. Era perfecto. Me dio una mirada rápida, buscando mi veredicto. —Es inevitable —dije, y sonreí. Trabajamos así, en la franja exacta donde la atención se vuelve compañía. Nos interrumpieron tres veces: logística, presupuestos, un abogado con preguntas inútiles. A la cuarta interrupción, él me escribió por chat: “Salgamos cinco minutos”. Bajamos a la terraza. El cielo se había olvidado de la tormenta. —Anoche no supe qué decir —empezó. —No hacía falta. —Quise que te fueras. —Y me quedé. —No estoy acostumbrado a que alguien se quede. Lo miré de frente, sin suavizar. —Yo tampoco estoy acostumbrada a que alguien necesite que me quede. Debe ser por eso que anoche no me moví. Se quedó callado, como si esa frase tuviera demasiado filo. Luego habló lento. —No puedo prometerte cosas que no sé si voy a cumplir. Hay días en que soy el tipo de hombre que conviene conocer. Y hay otros días… —buscó la palabra—, en que solo conviene alejarse. Sentí el golpe en el estómago. No por miedo. Por honestidad. Acaricié a mi perro con los dedos para estabilizar la voz. —No te pedí promesas —dije—. Te estoy pidiendo… presente. Nos miramos como quien aprende un idioma sin diccionario. No sé cuánto tiempo pasó hasta que sonó mi teléfono con un mensaje del director: “Sala A. Ahora.” Nos reímos sin humor. Volvimos al ruedo. La ciudad no espera mientras uno decide si vale la pena saltar. En la sala había un cliente al que le gustan los eufemismos caros. Presentamos. Salió bien. Él habló poco, yo ocupé más espacio del que me había permitido en semanas. Al final, los ojos del cliente hicieron ese gesto que conozco: aceptación con condiciones. Me gustó que las condiciones fueran de trabajo y no de dignidad. Cuando salimos, Rocío se acercó con un “bravo” y dos cafés. Me guiñó un ojo como quien ya sabe que voy a necesitar azúcar. Volvimos a nuestras mesas con la sensación rara de haber sobrevivido a una ola. A media tarde, la puerta del ascensor se abrió y alguien que no esperaba entró a la agencia. Lo supe por la tensión que se dibujó en la mandíbula de Fran. La persona lo miró directo, ignorando protocolo, recepciones y cordiales. Era alto, con el pasado en los hombros y una urgencia impaciente en la voz. —Necesito hablar con vos —dijo desde la mitad de la oficina. La sala se congeló. Las conversaciones bajaron de volumen. Fran caminó hacia él con un aplomo recién pulido. Yo me levanté un centímetro de la silla, lista para… nada. O para lo que fuera. —No acá —respondió él. —Acá —insistió el otro—. O no hablo. No sé por qué me miró, pero lo hizo. Como si supiera que yo era parte de la ecuación, aunque aún no tuviera nombre. Su mirada fue un cálculo que no pude resolver. —Sala de reuniones —dijo Fran, y lo condujo hasta allí. Cerraron la puerta con un golpe suave. El vidrio translúcido dibujó sombras, gestos, la coreografía muda de una discusión que no me pertenecía. Quise trabajar. No pude. Rocío me acercó un vaso de agua que no pedí. La ciudad siguió sonando, pero lejos, como si alguien hubiese bajado el volumen. Creí que iba a exagerar el miedo. Lo que sentí fue otra cosa: la certeza de que, si iba a estar cerca de él, iba a tener que aprender a respirar debajo del agua. La puerta se abrió veinte minutos después. Fran salió con el rostro serio y una fatiga que no intentó esconder. El otro se fue sin despedirse. Él no vino a mí. No podía. Yo no fui a él. No debía. Ambos hicimos lo correcto. Y dolió como si hubiéramos hecho lo contrario. A la hora de salida, apagué la computadora con movimientos lentos. Me colgué el bolso. Mi pequeño lobito se estiró con un bostezo que hizo sonreír a media oficina. Caminé hacia el ascensor con la determinación de no detenerme. La puerta se abrió. Una mano la sostuvo desde adentro. —Subí conmigo —dijo Fran. Entré. El ascensor bajó con esa lentitud que a veces agradezco. Él se apoyó contra la pared y cerró los ojos un segundo. —No te voy a preguntar qué pasó —dije. —Gracias. —Pero sí te voy a decir algo. —Decime. —No estoy acá para cambiarte la vida. Estoy acá para que la mía no me quede grande. Abrió los ojos. No supe si iba a reírse o a decir algo que me partiera en dos. Hizo otra cosa. Fue hacia mí un paso. Supe que no me iba a besar. Yo tampoco quería que lo hiciera. Quería otra cosa: sentir que estaba en un lugar donde el futuro no gritara más que el presente. —¿Mañana? —preguntó. —Mañana —respondí. Cuando la puerta se abrió en el lobby, el mundo volvió a moverse. Afuera, la ciudad no olía a tormenta. Olía a metal tibio y a pan. Caminamos hasta la salida. No dijo “te llevo”. No dije “puedo sola”. Ambos dejamos la frase en el aire, como una moneda que nadie recoge para que siga brillando. Me alejé hacia mi barrio con mi pequeño lobito marcando el ritmo de mis pasos. En la esquina me di vuelta. Él seguía ahí, de pie, mirándome como si el ruido de la ciudad, por una vez, no fuera suficiente para tapar lo que no decimos. No era un final. Era un comienzo que sabía esperar.






