Mundo ficciónIniciar sesiónLa notificación en su teléfono le borró la sonrisa, y supe —sin conocerlo— que había cosas de Fran que no pertenecían a la oficina ni a mí. Me dejo el paraguas y dijo que tenía que irse, y desapareció con ese paso decidido de quienes han aprendido a correr con la lluvia a favor.
Me quedé en la esquina, con mi pequeño lobito respirando tibio dentro del bolso. Caminé a casa despacio, escuchando mi propio roce con la ciudad. La noche se quebraba en charcos; cada farol era una isla. Me repetí que yo también sabía estar sola. Que había venido a probarlo. Al día siguiente, llegué temprano a la agencia. No por ansiedad —eso me dije— sino porque quería ganar minutos a mi favor. Preparé café, abrí archivos, ordené pendientes. La ciudad aún bostezaba cuando apareció un correo del director: reunión corta a las 9, status de cuentas, tono de urgencia sin dramatismo. Traduzco: más trabajo, menos margen de error. Rocío se sentó a mi lado en la terraza de la cafetería, con dos panes dulces que juró que no iba a comer. —Dormiste poco —observó. —Dormí lo necesario. —Mentirosa profesional —rió, y me empujó el pan como si fuera una disculpa. No pregunté por Fran. No hacía falta: su ausencia pesaba como una silla vacía en una sala silenciosa. Revisé mis notas y escribí un borrador de concepto para la nueva campaña. No era genial, pero tenía dirección, y a veces eso salva vidas creativas. En la reunión, el director iba rápido. Demandas, fechas, palabras que no se discuten. Alguien preguntó por el incidente del ascensor; Relaciones Públicas respondió con el comunicado que yo había escrito. Me miraron. Asentí como si no me importara. Sí que me importaba. Fran entró tarde. Sin excusas. Traje oscuro, camisa clara, el pelo un poco más desordenado que de costumbre. Sus ojos verdes parecían haber dormido en otro lugar. —Continúen —dijo el director. Yo fingí anotar algo para no mirarlo demasiado. A media mañana me llegó un mensaje suyo: “Terraza, 10:40. Si podés.” Leí y releí la frase sencilla. Si podés. No exigía, no invitaba. Dejaba la puerta abierta. Subí con mi pequeño lobito porque no confío en mis decisiones cuando estoy sola. Él me equilibra, me arranca sonrisas cuando me olvido. Fran estaba de espaldas, mirando la ciudad como si necesitara que el horizonte le dijera algo que no logra recordar. —Hola —dije, con ese esfuerzo pequeño que a veces cuesta tanto. —Hola —respondió. Tomó aire—. Ayer… tuve que atender un asunto familiar. No quería irme así. —No tenías que explicarlo —contesté, y me sorprendió que mi voz sonara más suave de lo planeado. Mi pequeño lobito fue directo a sus zapatos, y Fran lo levantó con destreza. Lo observó en silencio, como si necesitara algo de esa calma simple. —Me gusta que confíe en mí —murmuró. —Es buen juez —bromeé, sin saber si eso era una confesión. Nos quedamos así, con el ruido de la ciudad abajo, respirando el mismo aire. Quise preguntarle qué lo había borrado anoche, por qué su control se había quebrado un segundo. En cambio, hablé de trabajo. —Tengo un concepto para la campaña —dije—. No es brillante, pero es honesto. —Muéstralo. —¿Así, sin preámbulos? —Los preámbulos sirven para las excusas. —Y para las buenas citas. Una sombra de sonrisa se le escapó. —Muéstralo. Le expliqué la idea: la ciudad como un organismo vivo, y la marca como aquello que te recuerda que perteneces, que no te desdibuja, que te nombra donde nadie sabe tu nombre. Él escuchó de verdad. Hizo preguntas concretas, cortó zonas flojas, empujó lo que valía. Trabajar con alguien que entiende el pulso y la pausa es una forma rara de intimidad. —Funciona —dijo al final—. Falta un gesto visual. Algo que lo vuelva inevitable. —¿Inevitable? —Que no puedas mirar a otro lado. Me miró cuando dijo eso. Bajé los ojos, acaricié a mi perro para que hiciera de bisagra entre su mirada y mi vértigo. Él comprendió. Se recostó en mi regazo, mediador de pequeñas tormentas. Por la tarde, el edificio se volvió más ruidoso.Alguien trajo un pastel por el cumpleaños de un creativo. Brindamos con vasos de cartón. Los chistes fáciles ayudaron a despejar. Cuando casi eran las seis, el cielo se ensombreció con rapidez de amenaza. Bajé con Rocío hasta el lobby. Fran hablaba por teléfono cerca de la salida. Su voz era baja, tensa. La piel se me erizó con una alarma que no supe nombrar.
El viento entró con olor a tierra. La primera gota de lluvia golpeó el vidrio con la solemnidad de quien avisa que trae compañía. —No te vayas en bus —dijo Rocío, mirándome como si fuera su hermana menor—. Hoy no. —No tengo otra opción —respondí. —Siempre hay otra opción —masculló, y se fue a discutirlo con su billetera y su conciencia. Fran terminó la llamada y se acercó. —Te llevo —dijo. —Puedo ir sola. —Lo sé. Pero te llevo. —¿Por qué? —Porque llueve —respondió, simple. Acepté. Fue un sí que no quise discutir con mi orgullo. Afuera, el agua ya caía en diagonales gruesas. Corrimos los primeros metros sin hablar. Entre el edificio y el auto, el mundo parecía solo lluvia. Adentro, el parabrisas se volvió un lienzo danzante. Él encendió la calefacción y el silencio nos envolvió con un calor extraño. Mis dedos se descongelaron lentos. Mi pequeño lobito suspiró, rendido. —¿Todo bien con… lo de ayer? —pregunté, al fin. Se tomó un segundo. —No, pero va a estar. —¿Puedo hacer algo? —Ahora mismo, no. —Entonces callo —dije, y me quedé a su lado, sin exprimir respuestas. Cuando llegamos a mi pensión, el viento quería arrastrarnos la puerta. Él miró hacia arriba, al edificio oscuro, al pasillo que a veces da miedo. —Subo —dijo. —No hace falta. —Insisto. —Fran… —Solo hasta la puerta. Subimos. En el descanso del segundo piso, la luz titiló como si el edificio recordara anoche. Mi pequeño lobito ladró bajito y me rozó la pierna. Él lo calló con un gesto suave. Frente a mi puerta, nos detuvimos. Escuché mi corazón y la lluvia; nada más. —Gracias —dije—. Por todo. —De nada. Hubo un instante suspendido: su mano en el marco de la puerta, la mía en la llave, su mirada en mi boca, la mía en sus ojos. No era un beso. Era la posibilidad. Me aparté un paso, consciente de que una línea iba a dibujarse si la cruzábamos. No hoy. —¿Mañana? —pregunté, y sonó a promesa sin contrato. —Mañana —repitió. Cerré. Apoyé la frente contra la madera. La lluvia golpeó más fuerte. Respiré hondo. No vine a la ciudad a romperme, me dije. Vine a aprender a nombrar lo que quiero. Y cada vez se parece más a sus ojos.






