5. Lo que no debía pasar

Dormí poco. No por trabajo. Por mi hermana. Por los mensajes que no terminan de decir lo que deberían. Fui al amanecer a la casa vieja: olor a humedad, fotos torcidas, una radio que no agarra bien la señal. Él estaba allí, en el sofá, durmiendo un sueño sin descanso. No lo toqué. No lo despierto cuando vuelve así. Lo cubrí con una manta que no merecía y salí en silencio.

En la oficina, encendí mi computadora y fingí que todo era controlable. La ciudad te premia cuando lo parece. Me hundí en pendientes, devolví correos, edité presupuestos. A las once, el director me pidió que revisara la propuesta creativa de Mile. No se lo dije, pero ya lo había hecho. Había subrayado lo que valía. Y había sentido algo que no debería sentir en el trabajo: orgullo ajeno.

Al mediodía llovió como si el cielo se arrepintiera de existir. La ciudad se atascó. A las seis, cuando logré salir, el teléfono vibró con insistencia: mensajes superpuestos de mi hermana. “No quiere ir al médico.” “Dice que está bien.” “Puedes venir.” Siempre puedo. Siempre voy. El precio es que me convierto en un puente: la gente pasa, yo sostengo.

Manejé hacia el sur con el limpiaparabrisas en guerra. En una esquina, la vi. Mojada, sin paraguas, apretando el bolso. No estaba en la ruta hacia mi casa, pero la vi. Toqué bocina. Se volteó. Paré a mitad de cuadra. Bajé el vidrio.

—Sube.

—Fran, no…

—Sube —repetí.

Subió. El asiento olía a su perfume y a lluvia.

—Te iba a escribir —dijo.

—Lo sé. —No lo sabía.

—¿Vas a algún lugar? —preguntó, mirando mis manos en el volante.

—A ayudar a alguien.

No preguntó quién. Lo agradecí en silencio.

Dos calles más adelante, el auto tosió. La luz de check engine prendió con mala leche. Paré cerca de una bodega cerrada. Lluvia en crescendo. Por dentro maldije al proveedor, al taller, al destino. Por fuera, fui una roca.

—¿Está todo bien? —preguntó.

—No, pero puedo arreglarlo.

—¿Puedo ayudar?

—Puedes sostener la linterna.

Bajamos. El agua nos pegó de lleno. Ella, con mi chaqueta sobre los hombros; yo, con las manos negras de aceite en un motor que conozco mejor que a mí mismo. Me pasó la luz. Su pulso era firme. No temblaba. Me gustó. A media reparación, mi teléfono sonó otra vez. Lo ignoré. Segundos después, otro. Y otro. Apagué la linterna, respiré, volví a encenderla.

—Puedes contestar —dijo.

—Si contesto, me voy.

—Entonces no contestes.

La miré. La lluvia le caía en la frente y se deslizaba por la mejilla como un camino perfecto. Todo era una imprudencia: la hora, la calle, mi auto, nosotros. Cerré el capó. El auto rugió con un alivio que necesitaba sentir en otra parte.

Corrimos hacia la bodega. El toldo angosto era refugio. Nuestros hombros rozaron apenas. Ninguno se apartó. Mi mano encontró su antebrazo para acomodarle la chaqueta. Sus dedos buscaron mi muñeca para asegurar la linterna. Entre el ruido de la lluvia y nuestro silencio, hubo una verdad que no dije: me haces bien.

El teléfono insistió. Lo miré, al fin. Dos palabras de mi hermana: “Se fue.” Mi estómago se contrajo. Fui hacia el auto. Ella me siguió sin preguntar. Subió. Encendí. Manejar me centra. A veces también me rompe.

—¿Quieres que te deje primero? —pregunté.

—No —dijo—. Quiero que vayas donde tienes que ir.

Fui. En el camino, me contó una historia mínima de su pueblo, de un muelle que cruje cuando baja la marea. No lo dijo, pero lo oí: era su forma de acompañarme sin invadir. No sabía que lo necesitaba hasta que la escuché.

Llegamos a la casa. No le pedí que subiera. Subió. En el pasillo, la humedad parecía un animal acostado. Mi hermana nos abrió con ojos rojos.

—Por fin —dijo—. Se llevó la billetera. Dijo que iba a volver temprano.

No volví a mirar a Mile. Fui a la cocina. Hice café. Preparé un sándwich como si el pan pudiera sostener a alguien. Ella se sentó en la mesa sin hablar, con el pequeño lobito en el regazo. Había algo en la forma en que miraba la cocina vieja: no con lástima, con respeto.

—Gracias por venir —dijo mi hermana.

—No te disculpes por pedirlo —contesté.

—No me disculpo. Me enojo —y sonrió cansada—. ¿Quién es ella?

—Trabajo.

—No parece trabajo.

—Es buena escribiendo.

—Eso veo —dijo, leyendo un post-it mío pegado en la heladera con una lista imposible de pendientes.

A las nueve, apareció. La puerta se abrió sin violencia. Lo olimos antes de verlo: alcohol, lluvia, noche. Se apoyó en el marco como si el mundo le pesara hace años.

—Muchacho —dijo—. ¿Hiciste café?

No discutí. Serví una taza. Me acerqué despacio, como uno se acerca a un animal herido que quiere morder. La tomó. No me miró. Bebió. Cerró los ojos. Yo respiré.

—Tienes que ir al médico —dije.

—Estoy bien.

—No, no lo estás.

—No me hables así en mi casa.

—Esta casa la sostengo yo.

Silencio. La lluvia contra la ventana. La taza volviendo al plato.

—¿Quién es ella? —preguntó al fin, como si fuese lo relevante.

—Trabajo —respondí.

—No parece trabajo —repitió, con una sonrisa torcida.

—Es buena escribiendo —dijo mi hermana, y por un segundo fuimos un equipo.

Duró poco. Se levantó. La silla chirrió. Su mirada se oscureció con un cansancio antiguo. Quise sujetarlo al suelo con un gesto. Mile se puso de pie sin ruido. Mi pequeño lobito no ladró. Aprendió rápido el silencio.

—Voy a ducharme —dijo él, y se fue al baño.

Nos quedamos quietos, temiendo el próximo ruido. La ducha no sonó. El golpe llegó primero: vidrio, cosas, insultos contra el espejo. Corrí. Él estaba frente al lavamanos, sangrando del puño y de la memoria. Nunca pude con esa imagen. La sostuve del hombro. Me soltó de un manotazo que no iba hacia mí.

—Salí —gruñó.

—No —dije—. No esta vez.

Mile se acercó a la puerta del baño, sin invadir. Su voz fue un hilo firme.

—Fran, estoy acá. Decime qué hago.

—Nada —dije—. Lo hago yo.

—No —dijo ella—. Lo hacemos.

Lavé la herida, lo llevamos al sofá, le puse hielo. Él murmuró cosas sin dueño. Yo conté respiraciones. Ella contó segundos. Mi hermana lloró en silencio.

A medianoche, se durmió. Cubrí su cuerpo con una manta. Mi hermana se acostó en el cuarto de al lado. Mile y yo nos quedamos en la cocina, con tazas frías y manos que querían encontrar algo que no lastime.

—Esto no debería ser parte de una primera… lo que sea —dijo ella, mirando su vaso.

—Lo sé —contesté.

—No me arrepiento de haber venido.

—Yo sí de haberte pedido que te quedaras.

—No me pediste. Elegí.

Nos miramos. Si la lluvia no hubiera seguido hablando por nosotros, creo que habría dicho más. En cambio, le ofrecí llevarla a casa. Negó con la cabeza.

—Me quedo hasta que amanezca.

No discutí. A veces, la rendición es la única forma de ser fuerte. Apoyé la cabeza contra la pared. Cerré los ojos. Sentí —por primera vez en mucho tiempo— que no estaba solo en el incendio.

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