Mundo ficciónIniciar sesión
La capital huele a lluvia incluso cuando el cielo está limpio. Es un olor a asfalto tibio y café quemado que se pega a la ropa, recordándome que ya no estoy en mi pueblo.
—Vamos, mi pequeño lobito —le dije a mi Yorkshire mientras empujaba la puerta del edificio—, tú y yo contra el mundo. Mis tacones resbalan un poco. El guardia de seguridad me mira con la mezcla de curiosidad y burocracia típica de la ciudad. —¿Nombre? —pregunta. —Mile Laurent. Agencia de publicidad, piso quince. El ascensor tarda una eternidad. Mi reflejo me devuelve una versión de mí misma que aún intento reconocer, pero dispuesta a fingir que no. “Solo respira”, me repito, fingiendo que el miedo se evapora si lo miro de frente. Cuando las puertas se abren, el edificio me traga en un mar de trajes, perfumes caros y miradas que pesan.Camino apretando mi bolso, mi pequeño lobito asoma el hocico curioso. El lugar es brillante, ruidoso y perfecto… demasiado perfecto.
En la recepción, una chica sonríe sin mirarme demasiado. —¿Primera vez, Mile? No solemos aceptar mascotas. —Él es tranquilo, no molesta —miento con una sonrisa. Me entrega una tarjeta magnética con la rapidez de quien ya tomó esa decisión muchas veces. Avanzo entre escritorios. En la pared hay una frase enorme: “La creatividad ama las ciudades grandes.” Y pienso: las ciudades grandes aman tragarse a las chicas pequeñas. Me asignan una mesa junto a una ventana. Desde allí, puedo ver cómo el tráfico late. Miro a mi perro. —Sobreviviremos, ¿verdad? —Él me mira como si dudara. Un hombre pasa detrás de mí y mi pequeño lobito, traidor, salta del bolso directo a sus pies. El tipo se detiene. Se inclina, lo toma en brazos y el perrito lo lame como si lo conociera de antes. Gracias lobito, nos enviaran al pueblo cuanto antes. Rubio, ojos verdes, traje gris, mirada que corta el aire. Lo perfecto en persona. —¿Tuyo? —pregunta. —Sí. Perdón. No suele hacer eso —digo, nerviosa. —No parece arrepentido —responde. Su voz es baja, controlada, como si midiera cada palabra. —¿Fran Devereux? —pregunta una compañera desde lejos. Él asiente apenas y me devuelve al perro con delicadeza. —Ten más cuidado. Los ascensores son territorio hostil —dice antes de alejarse. Su nombre se me queda en la cabeza: Fran Devereux. Y el resto del día se vuelve una sombra con su voz al fondo. Al final de la jornada, la agencia convoca una reunión general. A las 6:25 estoy en una sala llena de rostros desconocidos. La ciudad brilla tras el vidrio. Llega él. No me mira, o quizá sí. Me cuesta respirar. El director habla, la luz parpadea… y se apaga. Oscuridad total. Mi pequeño lobito gime en mi bolso. Siento una mano en mi hombro. Me giro. Es Él. Con la luz del celular iluminando su rostro. —No te muevas —susurra—. El ascensor se bloqueó entre pisos. Y alguien está adentro. Un golpe seco. Un grito lejano. Y por primera vez, la ciudad me parece demasiado viva.






