Una mentira que reveló la verdad que nunca imaginé. Julián Herrera ha entregado su vida a su familia. Maneja un taxi desde los quince años, luchando cada día por ofrecerle lo mejor a su esposa Mariela y a su hija Andrea. Pero todo se viene abajo la noche en que descubre la traición de su esposa, justo el día de su aniversario. Lo que parecía una noche de celebración se convierte en el inicio del fin… o quizá, en el principio de algo nuevo. Esa misma noche, una mujer aborda su taxi. Es Verónica Salcedo, hermosa, elegante… y rota por dentro. Su esposo, Gabriel Márquez —el mismo hombre que ahora abraza a Mariela— la ha engañado con otra. Entre la desesperación y la rabia, Verónica le propone a Julián un juego: fingir ser su pareja para despertar los celos de su esposo. Lo que comienza como una mentira para vengarse, pronto se convierte en una revelación para ambos. En medio de lágrimas, silencios compartidos y verdades no dichas, Julián y Verónica descubren que dos corazones rotos pueden encontrarse incluso en la noche más oscura. Porque hay errores que solo se admiten cuando ya es demasiado tarde… Porque la gente solo aprende a valorar lo que tiene cuando lo ha perdido… Ahora, Mariela intentará recuperar a Julián… Gabriel suplicará el perdón de Verónica… Pero, ¿será suficiente? A veces, el amor verdadero llega disfrazado de caos, y el destino… simplemente se sube a tu taxi.
Leer másEl restaurante estaba iluminado con una calidez tenue, lámparas colgantes que dejaban un resplandor dorado sobre cada mesa. Nos sentamos junto a la ventana, y desde allí las luces de la ciudad parecían estrellas fugaces atrapadas en el asfalto. Tomé la carta en mis manos, aunque apenas me detuve a leerla; mi mente estaba demasiado inquieta como para pensar en comida.—Langosta… y una ensalada César, por favor —dije con voz firme.Gabriel, sin dudar, pidió lo mismo. El mesero se marchó y el silencio se apoderó de nosotros. Yo desvié mi mirada hacia el ventanal. Ver pasar los autos me resultaba más fácil que enfrentar sus ojos. Sentía su mirada fija en mí, como si intentara descifrar lo que estaba pensando, como si buscara la menor señal de rendición en mi rostro.El silencio se alargó demasiado, hasta que él lo rompió:—Me enteré que el taxista fue a la empresa a buscarte.Volteé lentamente hacia él, arqueando una ceja.—No, Gabriel. No fue a buscarme.—¿Ah, no? —replicó con una sonris
Eran las siete de la noche cuando el reloj de mi mesita de noche marcó la hora exacta. Estaba en mi habitación, sentada en el borde de la cama, mirando sin mirar el armario abierto. Tenía varios vestidos frente a mí, pero no sentía ánimo de cambiarme. Mis pensamientos estaban enredados, confusos, llenos de preguntas sin respuesta.El sonido de la puerta al abrirse interrumpió mis pensamientos. Alcé la vista, y allí estaba Gabriel, apoyado en el marco con su chaqueta oscura perfectamente ajustada y esa expresión de seguridad que siempre mostraba.—¿Aún no estás lista? —preguntó, con un tono que intentaba sonar tranquilo, pero que escondía cierta impaciencia.Lo miré en silencio. No respondí de inmediato. Me limité a observarlo, intentando descifrar si en ese rostro podía encontrar el arrepentimiento sincero que tanto había esperado.Antes de que pudiera decir algo, escuché pasos rápidos. La puerta se abrió un poco más y nuestro hijo entró a la habitación, sonriendo con esa frescura juv
El día había sido largo. Había conducido mi taxi desde la mañana, recorriendo calles abarrotadas, recogiendo pasajeros que iban y venían con sus prisas, sus problemas y sus sonrisas ajenas a mi mundo. Cada rostro pasajero era un espejo de lo que yo ya no tenía: normalidad, estabilidad, paz.Y sin embargo, mientras giraba por la avenida principal, el semáforo en rojo frente a mí, mi mente no dejaba de regresar a ella: Mariela.Mi esposa.O, al menos, la mujer que una vez lo fue todo para mí.La imagen seguía fresca, como una herida abierta que no cerraba: verla entre los brazos de otro hombre. El recuerdo me atravesaba el pecho como una puñalada cada vez que lo evocaba, y lo peor era que no necesitaba esforzarme; mi memoria lo proyectaba sola, como si disfrutara torturándome.El claxon de un auto detrás de mí me hizo reaccionar. El semáforo había cambiado a verde. Apreté el acelerador, sacudí la cabeza e intenté enfocarme en el camino.Entonces sonó mi teléfono.El ruido me sobresaltó,
La puerta de mi oficina se abrió de golpe, sin previo aviso. Levanté la vista de los papeles que intentaba revisar y, al verlo, fruncí el ceño con fastidio.—¿Por qué entras así, Gabriel? —pregunté, mi voz fría como el acero.Él se acercó despacio, con esa sonrisa arrogante que tantas veces usó para salirse con la suya, como si creyera que con solo mostrarla pudiera borrar cualquier error, cualquier traición.—¿Acaso no tengo derecho a entrar en la oficina de mi esposa? —replicó con calma, como si esas palabras todavía tuvieran algún peso en mi vida.Lo observé en silencio, con una mezcla de cansancio y repulsión. Mi corazón, sin embargo, palpitaba con fuerza. No por amor, ya no… sino por la rabia contenida, por el recuerdo de lo que había hecho, por lo que nos había arrebatado como familia.Me limité a sentarme, evitando perder la compostura frente a él.—Dime qué quieres, Gabriel —espeté con dureza.Antes de que lograra acomodarme en la silla, él se inclinó y me tomó del brazo con f
– Julián HerreraLlegué al colegio de Andrea minutos antes del mediodía. Estacioné el taxi justo frente a la entrada principal. Era un colegio imponente, elegante… uno de esos lugares que te recuerdan que tus hijos crecen más rápido de lo que puedes asimilar.Apagué el motor y me quedé allí, con las manos en el volante, observando a los estudiantes salir. Entre ellos, la vi. Venía sonriendo, caminando junto a un chico alto. Reían como si el mundo fuera ligero y perfecto. La vi despedirse de él con un beso en la mejilla, y luego alzó la mano para saludarme. Mi hija… ya no era una niña. ¿En qué momento creció tanto?Me bajé del taxi justo cuando llegó a mi lado.—Hola, papá —dijo con su voz dulce, aunque noté un brillo diferente en sus ojos.—Hola, hija —respondí, rodeándola con un abrazo largo, de esos que no quieres soltar.—¿Cómo estás? —preguntó mientras subíamos al auto.—Estoy bien… o intento estarlo —dije con una sonrisa cansada. Luego encendí el motor—. ¿Quieres ir a almorzar?—
– JuliánMe despedí de mis padres temprano, luego de haber desayunado y despejado un poco mi mente. La noche anterior había sido un infierno, pero hoy el sol había salido y, con él, una mínima esperanza de seguir adelante.—Tengo que irme a trabajar —les dije mientras me ponía la chaqueta.Mi madre me miró con ternura, dejando el delantal a un lado. Se acercó y me dio un abrazo.—Está bien, hijo. Que Dios te bendiga y te guarde donde vayas —susurró con esa voz suave que siempre me hacía sentir como un niño protegido.—Amén, mamá —respondí con sinceridad, y le di un beso en la frente.Me giré hacia mi padre, que estaba sentado en su sillón, leyendo el periódico. Me miró por encima de los lentes y sonrió con esa expresión que pocas veces mostraba, pero que valía más que mil palabras.—¿Vendrás a almorzar? —me preguntó.Negué con suavidad.—No, papá. Hoy pasaré a recoger a Andrea al colegio. Quiero llevarla a almorzar, hablar con ella con calma. Se merece una explicación… y todo mi amor.
Último capítulo