Verónica Salcedo
Me desperté temprano, con el cuerpo algo cansado, pero el alma en guardia. Salí de la habitación de huéspedes y, al abrir la puerta, ahí estaba él.
Gabriel.
Salía justo de nuestra habitación. Me miró con esa sonrisa que antes solía confundirme. Esta vez solo me inquietó. Se acercó con seguridad y, sin previo aviso, me plantó un beso en la mejilla. Me quedé inmóvil, confundida.
—¿Qué haces? —pregunté, mirándolo con el ceño fruncido—. ¿Desde cuándo te despides de mí con un beso?
Sonrió y me tomó del brazo suavemente, como si quisiera parecer tierno.
—Es que he estado pensando bien las cosas, Verónica… —dijo con voz templada—. Y creo que tienes razón. Fui un imbécil por no darme cuenta de la gran mujer que tengo a mi lado. Pero voy a cambiar. Voy a luchar por ti, por nosotros… Ya lo verás.
Mientras hablaba, me acariciaba los brazos con una ternura tan ensayada que me daban náuseas. Me envolvió en un abrazo que no le pedí.
—Ve a cambiarte —dijo con calma—, antes de que Al