Apenas Gabriel volteó a verme, su expresión cambió. Su sonrisa se desvaneció y sus ojos se oscurecieron como si el peso de mi presencia fuera una amenaza directa. En silencio, se acercó con pasos firmes y me tomó del brazo con fuerza.
—¿Qué haces aquí? —espetó entre dientes mientras me arrastraba fuera del hotel.
—¡Gabriel, me estás haciendo daño! —reclamé, intentando zafarme sin éxito.
Seguimos caminando hasta alejarnos lo suficiente del bullicio y las miradas. Bajo unos árboles, en un rincón semioscuro del jardín exterior, me soltó con brusquedad.
—¡Respóndeme! —¿Qué haces aquí? —volvió a decir con rabia contenida.
Lo miré con firmeza, conteniendo las lágrimas que amenazaban con salir.
—Vine porque estoy harta de esta farsa, Gabriel. Vine a decirte que quiero el divorcio. Ya no soporto esta mentira, quiero ser libre.
Él me observó en silencio por unos segundos antes de soltar una carcajada fría.
—¿Divorcio? —Nunca te lo daré —dijo con una sonrisa cruel mientras volvía a tomarme del