El restaurante estaba iluminado con una calidez tenue, lámparas colgantes que dejaban un resplandor dorado sobre cada mesa. Nos sentamos junto a la ventana, y desde allí las luces de la ciudad parecían estrellas fugaces atrapadas en el asfalto. Tomé la carta en mis manos, aunque apenas me detuve a leerla; mi mente estaba demasiado inquieta como para pensar en comida.
—Langosta… y una ensalada César, por favor —dije con voz firme.
Gabriel, sin dudar, pidió lo mismo. El mesero se marchó y el silencio se apoderó de nosotros. Yo desvié mi mirada hacia el ventanal. Ver pasar los autos me resultaba más fácil que enfrentar sus ojos. Sentía su mirada fija en mí, como si intentara descifrar lo que estaba pensando, como si buscara la menor señal de rendición en mi rostro.
El silencio se alargó demasiado, hasta que él lo rompió:
—Me enteré que el taxista fue a la empresa a buscarte.
Volteé lentamente hacia él, arqueando una ceja.
—No, Gabriel. No fue a buscarme.
—¿Ah, no? —replicó con una sonris