Inicio / Romance / Ella subió al taxi... y mi vida cambió / Capitulo 5 Un beso en medio del dolor
Capitulo 5 Un beso en medio del dolor

Ella cerró los ojos, como si mis palabras fueran lo único cálido que había escuchado en mucho tiempo. No quiso seguir hablando, así que preferí dejarla tranquila. Compré dos cervezas más, y allí, en medio de la noche, compartía un par de cervezas con una desconocida. Era la primera vez que hacía algo así. Pensé en lo extraña que era esa escena, y sin querer, sonreí.

—¿Qué piensa? —preguntó Verónica, mirándome con curiosidad.

—Nada —respondí con una leve sonrisa.

Ella sonrió también, y su sonrisa era hermosa. Sus labios… suaves, delineados por la tenue luz del farol. No pude evitarlo. Mi corazón, mi mente, mis heridas… todo me empujó. La tomé suavemente por el cuello, la atraje hacia mí y besé sus labios.

Fue un beso lleno de pasión, de deseo, pero también de vacío. Como si dos almas heridas intentaran encontrar algo de alivio, un respiro, un consuelo. Ella correspondió. Era un beso ardiente, desesperado. Una mujer que solo deseaba ser amada de verdad… y yo, un hombre que solo quería dejar de sentirse invisible.

Por un instante me dejé llevar. Pero enseguida, como un golpe de realidad, el rostro de Mariela apareció en mi mente. Me separé lentamente del beso, bajé la mirada y murmuré:

—Discúlpame… No debí besarte. No está bien.

Ella sonrió, sin rastro de reproche, y dijo:

—¿Te arrepientes tan rápido de tus errores?

Esa pregunta, dicha con una mezcla de picardía y dolor, me desarmó. La miré, volví a besarla, esta vez más suave, más consciente. Un beso lento, sincero… breve.

—No estoy arrepentido —susurré—. Pero estoy casado.

Verónica me miró fijamente, como si mis palabras la hubieran golpeado por dentro. Y entonces dijo:

—Tu esposa es una mujer muy afortunada… Cuánto la envidio. Tener un hombre guapo y fiel a su lado… Tu hija debe ser muy feliz de tener a sus padres juntos.

—Sí… —dije sonriendo con tristeza—. Mi hija es feliz. Por ella sigo luchando cada día. Por ella me levanto cuando ya no tengo fuerzas. Por ella me niego a rendirme.

Verónica suspiró. Bajó la mirada. Tomó un trago largo de cerveza y se quedó en silencio. Yo también lo hice. Allí estábamos, dos desconocidos, bebiendo en el capó de un taxi, como si el mundo se hubiera detenido por un instante para dejarnos respirar. Para dejar que el dolor no doliera tanto.

No hablamos más. Solo bebimos. Compartimos ese silencio como un pacto tácito de respeto y compasión. Y en ese momento entendí que a veces las almas heridas no necesitan promesas… solo compañía.

Después de unas cuantas cervezas, ya Verónica estaba un poco ebria. Me miró con los ojos brillosos y una sonrisa traviesa, y dijo:

—Entonces… ¿Me vas a acompañar?

La miré, algo confundido.

—¿A dónde?

—¿A dónde está mi esposo… con su amante?

Sonreí, entendiendo sus intenciones.

—Cuente usted con este servidor… si lo que quiere es vengarse.

Me bajé del capó del taxi y le tendí la mano para ayudarla a bajarse. Ella aceptó con gracia, y una risita se le escapó mientras tomaba el último trago de su cerveza.

Nos miramos.

—Entonces, vamos —dijo con firmeza—. Quiero demostrarle a ese imbécil que no estoy sola.

Y así, comenzamos a caminar hacia un destino que ni ella ni yo imaginábamos… pero sabíamos que esa noche cambiaría todo.

Entramos al auto y comencé a conducir. Ella iba sonriendo, mirando por la ventana como si el viento le despejara los pensamientos. La miraba de vez en cuando, y de pronto dijo:

—Te pagaré muy bien por este favor.

La miré sorprendido y respondí:

—No es necesario. No lo hago por dinero.

Ella me miró con dulzura.

—Lo sé, Julián. Pero igual quiero recompensarte por tu tiempo. Dejaste de trabajar por estar conmigo, y eso merece una gran recompensa. Así que no me digas que no.

Suspiré.

—Está bien, como tú quieras.

Después de unos minutos llegamos a un gran hotel cinco estrellas. Había mucha gente elegante entrando y saliendo del lugar. Estacioné el auto, apagué el motor y salí. Me acomodé la camisa blanca, respiré profundo y di la vuelta al taxi.

Abrí la puerta para Verónica. Ella bajó con elegancia, y le ofrecí mi brazo. Ella lo tomó sin dudar, y caminamos juntos hacia la entrada del hotel, bajo la mirada curiosa de algunos asistentes. Esa noche apenas comenzaba…

Al entrar al hotel, me sentí deslumbrado. Luces doradas, decoraciones de lujo, mármol pulido, candelabros brillantes y personas vestidas como si asistieran a una gala de película. Todo parecía sacado de otro mundo, muy distinto al mío.

Verónica me miró y sonrió. Yo le devolví la sonrisa, intentando mantener la compostura. Caminamos hasta un enorme salón donde se celebraba una elegante recepción. La música suave flotaba en el aire, y el murmullo de conversaciones llenaba el espacio. Un camarero se acercó y nos ofreció champán. Verónica tomó dos copas, me dio una y se bebió la suya de un solo trago.

La observé mientras su mirada recorría el lugar, buscando entre los grupos de personas. Sabía que en algún rincón de ese salón estaría el hombre que había destrozado su corazón.

De pronto, se detuvo junto a un grupo de personas. Con paso firme y la barbilla en alto, se acercó y dijo:

—Buenas noches.

Todos se voltearon a verla. Y allí, entre ese grupo, estaba él… Gabriel Márquez, abrazando a una joven con un vestido provocador. Y junto a él… una mujer de vestido rojo intenso, ajustado al cuerpo, con una copa en la mano y una sonrisa encantadora.

Pero al verme, su rostro cambió. Su sonrisa desapareció. Sentí cómo mi pecho se apretaba al reconocerla.

Era Mariela. Mi esposa.

La noche acababa de cambiar para los tres.

Apenas Gabriel vio a su esposa Verónica, soltó a Mariela inmediatamente y se acercó, tomándola del brazo con apuro, y se alejaron del grupo. Los demás se dispersaron y murmuraban. Yo me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Mi esposa… me era infiel con ese hombre.

Una lágrima rodó por mi mejilla. Rápidamente la limpié, tragando el nudo en mi garganta. Mariela, nerviosa, se acercó a mí.

—Julián… yo…

Levanté la mano.

—¡No te acerques a mí! —dije, con la voz temblando de dolor.

Sonreí, pero era una sonrisa vacía.

—¿Así que este era el lugar donde venías a encontrarte con tu amante? —grité.

Ella miró a su alrededor, avergonzada, notando cómo todas las miradas del salón ahora estaban puestas en nosotros.

—No tienes que gritar, Julián…

—¿Que no tengo que gritar? ¿Estás segura? —dije con sarcasmo—. ¡Me das asco, Mariela!

Sin esperar respuesta, salí del salón hecho pedazos. Me dolía el pecho. Todo. No sabía qué hacer. Mi mundo se derrumbaba.

—¡Julián… espera! —gritó Mariela desde atrás.

Me detuve por un segundo, sin voltear a verla.

—No me sigas. Quédate con tu farsa. Si esto es lo que buscabas, bien… te dejo el camino libre. Sigue disfrutando de todo esto.

Me di media vuelta y salí del hotel. Cada paso que daba se sentía como si dejara atrás una vida entera.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP