Verónica Salcedo
Llegué a casa con el corazón en un puño. Estacioné el auto con brusquedad, sin siquiera apagar la radio. Me bajé rápido, cerré la puerta de un golpe y subí las escaleras casi a ciegas. No lloré. No grité. Ya no. Ya no más.
Entré en mi habitación y me senté al borde de la cama. El maquillaje estaba corrido, el vestido arrugado y los pies adoloridos… pero yo estaba más firme que nunca.
Estoy lista, me dije. Lo que venga, que venga. Pero hoy me libero de este infierno.
Entonces, alguien tocó la puerta. Me quedé unos segundos en silencio, respirando hondo.
—Adelante —dije al fin, con la voz calmada.
La puerta se abrió con suavidad y mi corazón dio un pequeño vuelco. Era mi hijo.
—Mamá —dijo, sonriendo al verme—. ¿Dónde estabas?
Mi expresión se suavizó. Abrí los brazos y le tendí la mano.
—Ven, siéntate conmigo —le dije.
Él se acercó y se sentó a mi lado. Le acaricié el cabello y le di un beso en la frente.
—Solo salí un rato, hijo. Pero dime, ¿por qué estás despierto a e