Eran las siete de la noche cuando el reloj de mi mesita de noche marcó la hora exacta. Estaba en mi habitación, sentada en el borde de la cama, mirando sin mirar el armario abierto. Tenía varios vestidos frente a mí, pero no sentía ánimo de cambiarme. Mis pensamientos estaban enredados, confusos, llenos de preguntas sin respuesta.
El sonido de la puerta al abrirse interrumpió mis pensamientos. Alcé la vista, y allí estaba Gabriel, apoyado en el marco con su chaqueta oscura perfectamente ajustada y esa expresión de seguridad que siempre mostraba.
—¿Aún no estás lista? —preguntó, con un tono que intentaba sonar tranquilo, pero que escondía cierta impaciencia.
Lo miré en silencio. No respondí de inmediato. Me limité a observarlo, intentando descifrar si en ese rostro podía encontrar el arrepentimiento sincero que tanto había esperado.
Antes de que pudiera decir algo, escuché pasos rápidos. La puerta se abrió un poco más y nuestro hijo entró a la habitación, sonriendo con esa frescura juv