El día había sido largo. Había conducido mi taxi desde la mañana, recorriendo calles abarrotadas, recogiendo pasajeros que iban y venían con sus prisas, sus problemas y sus sonrisas ajenas a mi mundo. Cada rostro pasajero era un espejo de lo que yo ya no tenía: normalidad, estabilidad, paz.
Y sin embargo, mientras giraba por la avenida principal, el semáforo en rojo frente a mí, mi mente no dejaba de regresar a ella: Mariela.
Mi esposa.
O, al menos, la mujer que una vez lo fue todo para mí.
La imagen seguía fresca, como una herida abierta que no cerraba: verla entre los brazos de otro hombre. El recuerdo me atravesaba el pecho como una puñalada cada vez que lo evocaba, y lo peor era que no necesitaba esforzarme; mi memoria lo proyectaba sola, como si disfrutara torturándome.
El claxon de un auto detrás de mí me hizo reaccionar. El semáforo había cambiado a verde. Apreté el acelerador, sacudí la cabeza e intenté enfocarme en el camino.
Entonces sonó mi teléfono.
El ruido me sobresaltó,