Julián Herrera
Voy conduciendo mi taxi sin rumbo, con la mirada en las luces de la ciudad y el corazón deshecho en miles de pedazos. No puedo dejar de pensar en Mariela. ¿Dónde estará? ¿Con quién estará? ¿Pensará siquiera en que hoy es nuestro aniversario? Todo lo que preparé, todo lo que soñé… se quedó solo en mis manos.
Mientras conduzco, veo una figura femenina en la acera. Levanta el brazo con desgano, como si ni siquiera tuviera fuerzas para pedir un taxi. Me adelanto y me estaciono justo frente a ella. Se abre la puerta trasera y entra con paso lento y elegante.
—Buenas noches —saludo, pero ella no responde. Solo me dice con voz quebrada:
—Conduzca, por favor… solo conduzca.
Su tono me deja helado. Hay algo en esa voz… tristeza, rabia, vacío. Asiento y comienzo a manejar sin rumbo, sin preguntas.
Durante unos minutos solo se escucha el leve zumbido del motor y la ciudad que respira en la distancia. Por el retrovisor, la veo sacar un cigarrillo fino, de esos caros que solo los ricos llevan en su bolso. Tiene un vestido elegante, negro, ajustado al cuerpo, con un escote que deja ver parte de su busto. Es hermosa, sí, pero no es su belleza lo que llama la atención… es su dolor.
Tragué grueso y me forcé a mirar al frente.
—¿Qué te pasa, Julián? Deja de mirar —me reproché en silencio.
De pronto, escucho un leve sollozo. La vuelvo a mirar por el retrovisor. Lágrimas negras corren por sus mejillas, arrastrando su maquillaje. El cigarrillo se consume entre sus dedos mientras cruza las piernas lentamente. Su respiración es pesada, como si cada suspiro la rompiera un poco más.
No pude evitar hablar:
—¿Por quién llora, señora?
Ella me miró por el espejo con los ojos llenos de lágrimas.
—Por un hombre que cree que, por ser rico, puede engañarme y tratarme como si no valiera nada —dijo con la voz quebrada.
Le sonreí, aunque por dentro yo también me estaba muriendo. Pensaba en Mariela, en cómo se aleja más y más cada día, en cómo todo lo que intento no basta. Amo a esa mujer… y no sé si alguna vez ella me amó de verdad.
Miré el reloj: 12:30 de la madrugada. La ciudad estaba casi vacía. Suspiré y la volví a mirar discretamente.
—No caiga usted por amores, debe levantarse… nadie merece nuestras lágrimas si no es capaz de valorar lo que tiene —le dije con la mejor voz de consuelo que pude.
Ella me miró con sorpresa… y sonrió.
—Gracias… me llamo Verónica —dijo.
La miré por el retrovisor y le devolví una sonrisa suave.
—Julián. Julián Herrera… para servirle, señora Verónica.
—No me digas "señora", por favor —añadió con una sonrisa triste—. Solo dime, Verónica.
Asentí. Por un momento, el aire dentro del taxi se llenó de una calma extraña… como si dos almas rotas se reconocieran en medio del ruido de la ciudad.
Entonces, con una mezcla de rabia y sarcasmo en la voz, Verónica dijo:
—Lo vi abrazando y besando a una humilde muchacha. Es de clase muy sencilla, lo sé por su facha. ¿Sabes? Ni siquiera lo ocultó… Parecía orgulloso de reemplazarme por ella.
Yo seguía conduciendo en silencio, pero por dentro, algo se removía en mí. Dos extraños compartiendo la misma herida… traicionados, olvidados, perdidos.
La noche aún no terminaba, y el destino apenas comenzaba a tejer su nuevo camino.
—¿Eres casado, Julián? —preguntó de pronto, rompiendo el silencio.
La miré por el retrovisor y asentí lentamente.
—Sí… soy casado —respondí con voz baja.
Ella suspiró y miró por la ventana. Entonces, sin saber por qué, sentí la necesidad de hablar.
—Le diré algo, Verónica… No se sienta como si usted fuera la única que sufre. Yo también sufro, aunque lo nuestro no sea igual. Mi mujer y mi horario han abierto un abismo.
Me reacomodé en el asiento y añadí:
—Cómo se sufre a ambos lados de las clases sociales… Usted sufre en su mansión, yo sufro en los arrabales.
Ella volvió su mirada hacia mí, esta vez con un poco más de atención. Yo continué:
—Hoy es nuestro aniversario. Dieciséis años de casados. Le compré flores, champaña, mi hija decoró nuestra habitación… y ella nunca llegó a casa. Prefirió irse con sus amigas. O eso creo…
Lo dije con una mezcla de tristeza y resignación. El volante entre mis manos comenzó a sentirse más pesado. Por primera vez en la noche, Verónica dejó de llorar. Tenía el maquillaje regado, el rostro cansado… pero aun así, era una mujer hermosa.
Suspiré, sintiéndome más vulnerable que nunca, y dije con sinceridad:
—Por eso le digo… no caiga usted por amores. Debe levantarse. Es usted una mujer hermosa. Si en algo puedo servirle, cuente con un servidor. Si lo que quiere es vengarse…
Ella me miró fijamente, y una sonrisa ligera se dibujó en sus labios, como si mis palabras le devolvieran un poco de aire al pecho.
—¿Y tú serías capaz de prestarte para eso? ¿Para un juego como ese? —preguntó en voz baja.
—No soy hombre de juegos, Verónica —respondí—. Pero si algo aprendí esta noche, es que a veces las mentiras son necesarias para despertar verdades dormidas.
Ella asintió lentamente. El silencio volvió, pero ya no era incómodo. Era un silencio que hablaba, que sanaba, que unía.
Y así, bajo la luz tenue de los faroles, con dos corazones rotos compartiendo un mismo espacio, el destino comenzó a escribir una historia que ninguno de los dos imaginó.
Más adelante, me detuve frente a una licorería. Bajé a comprar dos cervezas. Cuando regresé, la vi sentada sobre la capota del taxi. Sonreía. No podía negarlo: esa mujer era hermosa. Su piel blanca contrastaba con el negro de su vestido. Ese escote dejaba ver demasiado… y mi mirada se esforzaba por respetarla.
—No sé si sea de tu gusto, pero es lo único que puedo ofrecerte —le dije, ofreciéndole una botella.
—No te preocupes. Solo por hoy me permito beber lo que sea.
—Brindemos… por los amores no correspondidos.
—Salud.
Hicimos el brindis y ambos nos miramos y sonreímos; de pronto ella me pregunta.
—¿Y tu esposa? —¿Cómo es ella? —preguntó.
—La verdad… es hermosa. Cabello negro, ojos color miel, piel trigueña. Desde el primer día que la vi, me enloqueció. Y le dije estas palabras cuando la tuve al frente: “Te voy a conquistar, y te casarás conmigo”.
—Qué hermoso… y en la forma en la que lo dices… se nota que la amas.
—La amo con todo mi corazón.
De pronto veo que Verónica empieza a llorar.
—¿Dije algo malo?
—No… Es solo que… yo no sé lo que es el amor verdadero.
—¿Qué quieres decir? No te entiendo nada —dije mirándola desconcertado.
—Me casé con Gabriel porque nuestros padres nos obligaron. Para conservar la empresa… Sabes, yo… creo que lo amaba. Pero… Sé que él nunca me amó; yo me ilusioné pensando que con el tiempo él me amaría.
Quedé sorprendido con lo que decía, pero no quise interrumpirla; dejé que ella siguera hablando.
—El día de nuestra boda… me violó. Me ultrajó. Me desgarró por dentro y por fuera. Solo tenía diecisiete años. Nadie me preparó para lo que sería mi primera vez.
(No pude más. Me acerqué y la abracé.)
—¿Le contaste a alguien?
—No. Nadie sabe… y nadie debe saberlo.
—Yo ya lo sé —le dije con una sonrisa—. Y lo guardaré, si así lo quieres. Pero no estás segura, Verónica, no debo meterme en esto, apenas te conozco y tú a mí, pero ninguna mujer merece esto.
(Ella cerró los ojos, como si mis palabras fueran lo único cálido que había escuchado en mucho tiempo.)
Y así, bajo la luz tenue de los faroles, con dos corazones rotos compartiendo un mismo espacio, el destino comenzó a escribir una historia que ninguno de los dos imaginó.