Capitulo 3 La verdad en una foto

Verónica Salcedo

Estoy en mi habitación, de pie frente a la ventana. El viento se cuela por la rendija entre las cortinas, acariciando mi piel con un frío que eriza cada parte de mi cuerpo. Me abrazo a mí misma, intentando contener las lágrimas. No quiero llorar, no otra vez, no por él. Pero estoy aquí… esperando a que mi esposo llegue, aunque en el fondo sé que no lo hará.

El teléfono vibra sobre la mesita de noche. Lo tomó con manos temblorosas. En la pantalla, el número del investigador privado que contraté hace semanas. Siento que el corazón me va a estallar. Abro el mensaje. Hay varias fotos adjuntas. Una a una, las abro con lentitud, como si pudiera retrasar lo inevitable.

Allí está. Gabriel Márquez. Mi esposo. El hombre con el que he compartido los últimos 17 años de mi vida. En las imágenes aparece abrazando a otra mujer, besándola, entrando con ella a un hotel. No hay duda, no hay error, no hay escape.

Caigo sentada sobre la cama, sin aire, sin palabras. Me cubro la boca con una mano y dejo que el llanto que tanto intenté reprimir me inunde. No es fácil aceptar que todo fue una mentira. Que durante años he intentado amar a un hombre que nunca me amó.

Mis pensamientos vuelan 17 años atrás, al día de nuestra boda. Un día que debería haber sido el más feliz de mi vida… pero que, en el fondo, siempre supe que era el inicio de una prisión disfrazada de compromiso.

---

FLASHBACK: La boda

La iglesia estaba decorada con cientos de flores blancas y velas encendidas. Los invitados acomodados, sonrientes, ajenos a la tensión que se escondía detrás de cada sonrisa forzada.

Mi vestido blanco era perfecto, hecho a medida, con bordados delicados y una cola que arrastraba suavemente mientras caminaba del brazo de mi padre. Él, orgulloso, me llevaba hacia el altar.

Ahí estaba Gabriel Márquez. Mi futuro esposo. De traje oscuro, perfectamente peinado, con su expresión seria y altiva. No me miraba. Observaba al sacerdote con la misma frialdad con la que uno mira un trámite inevitable.

Al llegar, mi padre me entregó su mano. Gabriel la tomó con firmeza, pero sin calidez. Su mirada finalmente se cruzó con la mía: fría, calculadora, como si estuviera cerrando un trato de negocios.

Nos colocamos frente al altar. El padre sonrió con afecto y comenzó la ceremonia con voz solemne:

—Queridos hermanos, estamos hoy aquí reunidos en presencia de Dios para unir en sagrado matrimonio a Verónica Salcedo y Gabriel Márquez. Que el amor, la fidelidad y la comprensión guíen su camino juntos.

Gabriel se mantuvo inmóvil, casi impaciente. Yo lo observaba de reojo, deseando ver algún gesto de ternura, una sonrisa, algo que me dijera que no estaba cometiendo un error. Pero no. Su rostro era una máscara de indiferencia.

—Verónica Salcedo —continuó el sacerdote—, ¿aceptas tú a Gabriel Márquez como tu legítimo esposo, para amarlo, respetarlo y serle fiel en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte los separe?

Miré de reojo a Gabriel. Él seguía mirando al padre, ni siquiera me dirigía la mirada. Tragué saliva. Mi corazón latía con fuerza, no por amor, sino por miedo.

—Sí… acepto —dije con voz suave, casi temblorosa.

El padre sonrió y se volvió hacia Gabriel.

—Gabriel Márquez, ¿aceptas tú a Verónica Salcedo como tu legítima esposa, para amarla, respetarla y serle fiel hasta que la muerte los separe?

Gabriel asintió con un gesto breve.

—Sí, acepto —dijo con tono mecánico, sin emoción alguna.

Sellamos los votos, intercambiamos anillos y el padre pronunció las palabras finales.

—Por el poder que me confiere Dios y la Iglesia, los declaro marido y mujer. Que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.

Los invitados aplaudieron. Sonaban campanas, los flashes de las cámaras iluminaban la escena… y, sin embargo, yo me sentía como una pieza más dentro de un acuerdo empresarial. Sabía, desde ese momento, que el amor no formaba parte de ese contrato. Que Gabriel nunca me amó. Que solo estábamos ahí por nuestros padres, por los intereses de ambas familias, por mantener intacto el apellido y la empresa.

La celebración terminó sin alegría. Nos llevaron a uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Todos brindaban y sonreían como si hubieran presenciado el nacimiento de una historia de amor... cuando en realidad, solo habían sellado un contrato más entre familias poderosas.

Al llegar a la suite nupcial, Gabriel caminó delante de mí, como si no existiera. Cerró la puerta con fuerza y se deshizo del saco con fastidio. Yo me quedé quieta, de pie, aún en mi vestido de novia, temblando no solo por el frío… sino por el vacío en su mirada.

Se giró y me miró por primera vez esa noche. Su expresión era dura, cortante, sin una sola pizca de dulzura.

—Quítate el vestido —ordenó.

Sus palabras me paralizaron. No eran dulces, no eran tímidas, no eran lo que una joven de 17 años sueña en su noche de bodas. Eran frías, casi crueles.

Mi mente se aferraba a las novelas románticas que solía leer a escondidas. Siempre soñé con casarme por amor. Con que esa noche sería mágica, delicada… mía. Pero esa ilusión se rompió de golpe.

—¿Qué esperas? ¿O quieres que te lo arranque? —gruñó, dando un paso hacia mí.

Mis manos temblaban mientras intentaba desatar el lazo del vestido. Pero no podía. Los nervios, el miedo, el desconcierto… todo me bloqueaba. Él no esperó. Se acercó y comenzó a arrancarlo con brusquedad, rompiendo las costuras como si estuviera rasgando un envoltorio cualquiera.

Yo trataba de no llorar. No quería mostrarme débil. No frente a él. No esa noche.

Me lanzó sobre la cama sin delicadeza. Su corbata cayó al suelo; bajó el cierre de su pantalón sin dejar de mirarme, sin decir palabra. Yo me cubrí con la sábana por instinto, intentando proteger algo que ya sentía que no era mío.

Él solo sonrió. No fue una sonrisa de afecto… fue de poder.

Y entonces me quitó la sábana con violencia. Quedé completamente expuesta, vulnerable.

Quise hablar, decirle algo, pero no me salieron las palabras. Solo sollozos ahogados. Lágrimas que no podían detenerse.

—¿Por qué lloras? —me preguntó con desprecio.

Me incorporé un poco, con la esperanza de alejarlo, pero fue inútil. Su reacción fue aún más dura. Me empujó de nuevo sobre la cama.

Y allí, sin ternura, sin consentimiento… sin amor, me tomó como si fuera un objeto más que le pertenecía.

Regreso al presente.

Verónica, en su habitación, se abraza las rodillas mientras el recuerdo la destroza por dentro.

Nunca le conté a nadie. Nadie supo que esa noche no fue mágica, fue una pesadilla. Me dijeron que con el tiempo él aprendería a quererme. Que yo debía entenderlo, ser paciente, ser una buena esposa.

Pero lo único que aprendí… fue a fingir que estaba bien.

No más. Me levanté, tomé el abrigo, limpié mis lágrimas frente al espejo y salí. Sin rumbo fijo, sin destino claro. Solo quería alejarme, respirar… y entender cómo es que, después de tantos años de soledad, aún me dolía su traición.

Fui víctima de su abuso durante muchos años. Años de silencios obligados, de noches sin consuelo, de un amor que nunca existió. Pero ya era suficiente. Ya no más.

Tenía que enfrentarlo. O al menos dejarle claro que lo sabía.

Tomé mi auto y salí sin pensar. Conducía casi en automático, con el corazón hecho trizas. Después de un recorrido largo, llegué al hotel donde sabía que estaría. Tenía una reunión de empresarios. Una más de sus muchas apariciones públicas donde fingía ser un esposo ejemplar y un hombre honorable.

Estacioné el auto en el parqueadero subterráneo. Mi pulso era una tormenta. Entré al edificio y tomé el ascensor. Mientras subía, me miré en el reflejo de las puertas metálicas. Mi rostro estaba pálido, pero mi mirada… ardía. Quizá de rabia. Quizá de dolor.

Cuando las puertas se abrieron, lo vi. A lo lejos, en el salón iluminado, Gabriel estaba con una mujer hermosa, elegante, riéndose de algo que ella le decía al oído.

Me pregunté si con ella también sería así de salvaje como lo era conmigo. Sí, también ocultaba su frialdad con sonrisas encantadoras. Una lágrima rodó por mi mejilla, silenciosa, como tantas veces antes.

No pude enfrentarlo. Mis piernas temblaban. Mis fuerzas me abandonaron. Salí corriendo del hotel, con la respiración agitada y el corazón en ruinas.

Llegué a la avenida y caminé sin rumbo. Ni siquiera noté cuánto tiempo había pasado. Me había alejado demasiado, y ya no podía más. Entonces, levanté la mano y pedí un taxi. Uno se detuvo frente a mí. Sin pensarlo, subí.

—Conduzca, por favor… solo conduzca —le dije al taxista, con la voz quebrada y la mirada perdida en la noche de la ciudad.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP