Mi nombre es Julián Herrera. Mido 1.80, mis ojos son color miel. Me casé a los 18 años con Mariela Torres, una mujer que en su momento fue mi mundo. Hoy llevamos 16 años de casados y tenemos una hija hermosa llamada Andrea. Ella es mi motor, mi fuerza, mi razón para seguir adelante. Pero mi matrimonio con Mariela ha cambiado mucho desde que empezó a trabajar; su mirada ya no es la misma Mariela de la que yo me enamoré.
Desde los 15 años manejo taxi. No tengo una vida lujosa, ni un carro de último modelo, ni mucho menos un apartamento en el norte de la ciudad. Pero tengo algo que muchos darían todo por tener: una familia. O al menos eso creía.
Estoy en mi cuarto, terminando de vestirme para salir a trabajar. Me pongo la camisa, me ajusto el cinturón y, al salir de la habitación, suspiro al percibir ese olor familiar a desayuno recién hecho.
—Qué rico huele —digo en voz baja, sonriendo.
Allí está ella. Mariela, mi esposa, de espaldas en la cocina, preparando el desayuno. Su cabello recogido, su bata de dormir ligeramente suelta. Por un instante me olvido de las discusiones y solo pienso en cuánto la amo.
—Buenos días —le digo con una sonrisa sincera.
—Buenos días, Julián —responde sin mirarme, con un tono neutro.
—¡Papá, buenos días! —dice Andrea mientras corre hacia mí.
—¡Buenos días, mi princesa! —respondo, agachándome para darle un beso en la frente.
Me acerco a Mariela para darle un beso en la mejilla, pero ella solo me ofrece la cara de lado. Acepto el gesto sin decir nada.
—Te preparé unos huevos revueltos con pan tostado —dice.
—Está bien, gracias.
Nos sentamos los tres a la mesa. Andrea me observa, como si pudiera ver más allá de mi sonrisa fingida.
—¿Estás bien, papá? —pregunta con preocupación.
—Claro que sí, hija. —Estoy bien —respondo, evitando su mirada.
Mariela deja el tenedor y me mira.
—No vas a empezar con tu drama, Julián.
—No es drama, Mariela. —Suspiro para no perder el control de la situación. —Solo digo que no me gusta que estés trabajando de noche.
—¡Vamos, Julián! Sabes muy bien que lo que tú ganas no alcanza para los gastos de la casa.
—No tienes que gritar, Mariela. Sabes muy bien que estoy pagando mi carrera. Te juro que nuestras vidas van a cambiar cuando la termine.
—Siempre lo mismo, Julián. Tengo 16 años contigo y siempre lo mismo. ¡Estoy harta de esta vida que llevamos! Una vida de miseria.
—¡Mamá, no le hables así a papá! —Él ha dado todo por nosotras —interviene Andrea, con lágrimas en los ojos.
Mariela se vuelve hacia ella, con expresión dura.
—¿En serio lo ha dado todo? Pues no parece, porque aún sigo en esta misma casa con las paredes agrietadas. Aún me da pena traer a mis amigas. Me siento atrapada.
—¡Mamá, basta ya! —grita Andrea, al borde del llanto—. No te das cuenta del daño que nos haces al hablar así.
Yo bajo la mirada, sintiendo un nudo en la garganta. Me pongo de pie y le hablo con calma.
—Andrea, ve a buscar tu bolso. Te llevaré al colegio.
—Está bien, papá —dice bajando la cabeza y saliendo de la cocina.
Me vuelvo hacia Mariela y la miro con seriedad.
—Espero que recapacites y te des cuenta de que estás equivocada. Trata de calmarte, por nuestra hija. Ella no merece vernos discutir así.
Me acerco y la abrazo con ternura. Ella se queda quieta, rígida.
—Sabes que te amo, ¿verdad?
Mariela me mira por fin y sonríe con desgano.
—Discúlpame… está bien. Solo estoy estresada.
—Lo entiendo. —Le digo, mirándola a los ojos—. Trata de calmarte un poco. Quiero que esta noche no vayas a trabajar; solo por hoy te lo pido. Espérame. Ahora sí me voy. Nos vemos en la madrugada.
—Claro que sí. —Adiós... —Adiós, Julián. —Lo miro y mi corazón se oprime; Julián es un buen hombre. Miro a mi hija que sale de su habitación.
—Andrea… hija… quiero que me perdones. No quise hablar así delante de ti.
—Lo sé, mamá. No te preocupes, pero piensa bien las cosas antes de hablar. Papá es un buen hombre y ha dado lo mejor de sí. Para mantener esta familia. Adiós, mamá.
—Adiós, hija.
Andrea sube al auto y me mira con ternura.
—¿Estás bien, papá?
—Sí, hija. No te preocupes.
No te preocupes. Sé que no quieres ver a tu madre trabajar, pero ya sabes cómo es ella. Solo… déjala.
—Está bien, hija, creo que tienes razón. A veces quisiera entenderla, pero sé que se aleja cada día más.
—Lo sé, papá. Yo también lo noto.
Llegamos a su colegio. Ella baja y, antes de cerrar la puerta, me sonríe.
—Adiós, papá.
—Adiós, hija. En la noche nos vemos, ¿sí?
—Sí. Hoy llegarás temprano para darle la sorpresa a mamá, ¿cierto?
—Así es. Hoy cumplimos 16 años de casados y quiero regalarle un ramo de flores. Ya sabes...
—No te preocupes, papá. Yo me encargo de decorar su habitación. Y cuando termine, me iré con los abuelos, para que ustedes puedan estar solos.
—Gracias, mi amor. Eres la mejor hija del mundo.
—Te amo, papá.
—Y yo a ti.
La veo entrar al colegio y respiro hondo. Hoy es nuestro aniversario. Tengo la esperanza de que las cosas cambien. Que el amor renazca. Pero aún no sabía que esa misma noche… mi vida iba a cambiar para siempre.