Capitulo 2 La ausencia

Después de un largo día de trabajo, regresé a casa con un ramo de flores en una mano y una botella de champaña envuelta en papel dorado en la otra. Había pasado horas imaginando este momento: mi esposa sorprendida, emocionada, agradecida. Hoy no era cualquier día. Hoy se cumplían 16 años desde que le juré amor eterno a Mariela. Y aunque últimamente las cosas entre nosotros no eran perfectas, aún creía que podíamos reconstruir lo que un día fue nuestro hogar.

Entré a la casa y solté un suspiro. Todo estaba en orden, justo como me había dicho Andrea. Las luces tenues, la sala impecable, y un silencio acogedor que contrastaba con el bullicio de mis pensamientos. Cerré la puerta con cuidado, dejando el ramo sobre la mesa del comedor. Me dirigí a nuestra habitación con una mezcla de ilusión y nerviosismo.

Al entrar, una sonrisa se dibujó en mi rostro sin que pudiera evitarlo. Andrea había hecho un trabajo increíble. Había pétalos de rosas esparcidos por todo el suelo, formando un sendero hasta la cama. Velas aromáticas encendidas llenaban el ambiente con un suave aroma a vainilla y jazmín. Sobre la cama, un corazón inmenso hecho con pétalos rojos ocupaba el centro del cobertor blanco. En la mesita de noche, dos copas esperaban junto a un pequeño cartel escrito a mano: "Feliz aniversario, mamá y papá".

Casi se me salen las lágrimas.

Me senté al borde de la cama, observando cada detalle con el corazón lleno. Andrea, mi hija, había puesto el alma en esta sorpresa. Ella creía en el amor. Creía en nosotros. Y yo también quería seguir creyendo. Me quité los zapatos, acomodé la champaña en el balde con hielo que ella había preparado y me recosté unos minutos, mirando el techo, dejando que ese ambiente cálido me envolviera.

—Debe estar por llegar —me dije en voz baja—. Andrea me dijo que salió y que se había arreglado mucho. Seguro sospecha que tengo algo planeado.

Me levanté, caminé de un lado a otro. Salí de la habitación, fui a la cocina y abrí la nevera. Tomé un poco de agua para calmar la ansiedad. El reloj marcaba las 9:40 p.m.

—¿Dónde estás, Mariela? —murmuré.

Volví al cuarto. El ambiente romántico, las luces suaves, el aroma de las velas… todo parecía tan perfecto. Pero ella no llegaba.

Diez minutos más. Luego otros veinte. El entusiasmo se transformó en inquietud. Empecé a pensar lo peor. ¿Le habrá pasado algo? ¿Se le habrá dañado el auto? ¿Estará bien?

—Mejor la llamo —dije, tomando mi teléfono.

Marqué su número. Uno… dos… tres tonos… y nada. No contestó.

Volví a marcar. Esta vez fueron cuatro tonos antes de que finalmente respondiera.

—¿Mariela? ¿Dónde estás? —pregunté con alivio, aunque mi voz sonaba más preocupada que otra cosa.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.

—Lo siento, Julián… vine a una fiesta de una amiga —dijo con tono frío.

Sentí que algo se rompía dentro de mí. Apreté el teléfono con fuerza.

—Mariela, yo… —empecé a decir, pero me interrumpió.

—Nos vemos más tarde en la casa, ¿sí? —y colgó.

Me quedé con el teléfono en la mano, en completo silencio. Me llevé la otra mano al rostro, sintiendo una mezcla de rabia, tristeza y decepción. Había olvidado nuestro aniversario. O peor aún… lo había ignorado a propósito.

—Soy un imbécil —murmuré—. Un iluso creyendo que aún le importo.

Caminé de nuevo hacia la habitación. Miré todo lo que Andrea había hecho con tanto cariño: los pétalos, las velas, las copas, el cartelito. Cada detalle era como un puñal en el pecho. Ella lo había hecho para que su madre y yo celebráramos, para que reviviéramos lo que alguna vez fuimos.

Pero Mariela no vino. Prefirió irse de fiesta. Prefirió estar con otras personas.

Apagué las velas una a una, con cuidado, aunque por dentro sentía ganas de tirarlas al suelo. Cerré la puerta de la habitación con más fuerza de la necesaria. No podía quedarme ahí. Necesitaba aire. Necesitaba hacer algo, cualquier cosa que me alejara de esa sensación de vacío.

Tomé las llaves del taxi, bajé las escaleras y salí a la calle. Subí al auto, lo encendí y comencé a conducir sin rumbo fijo. Solo quería encontrar un pasajero que hablara mucho, uno de esos que llenan el silencio con anécdotas inútiles, para no escuchar más mis propios pensamientos.

—Con tal de no pensar en ella… —murmuré mientras avanzaba por la avenida principal.

Pero el rostro de Mariela seguía apareciendo. Sus palabras duras, su mirada distante, su risa fingida… y el contraste de todo eso con la dulzura de Andrea. ¿Cómo podía una madre ser tan cruel? ¿Cómo podía olvidar lo que teníamos? ¿Lo que fuimos?

No sabía a dónde iba. Solo manejaba. El volante entre mis manos era lo único firme en ese momento. El resto… todo se tambaleaba.

La ciudad seguía viva, llena de luces, risas ajenas y motores rugiendo. Pero dentro del taxi, solo había un hombre que esa noche… se sintió más solo que nunca.

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