Mundo ficciónIniciar sesiónValeria nunca pensó que una simple noche pudiera marcarla para siempre. Lo que comenzó con un vestido rojo, unas copas de más y una atracción imposible de contener, terminó con un secreto que podría destruir su futuro: está embarazada del hombre más prohibido de todos. Daniel Morgan no es un ejecutivo cualquiera. Es el CEO de la compañía en la que ella apenas empieza sus prácticas. Él sabe que no puede involucrarse con una empleada, mucho menos con una joven que ahora lleva en su vientre la consecuencia de aquella noche de pasión. Entre miradas prohibidas en la oficina, la presión de las reglas corporativas y el peso del secreto que los une, ambos tendrán que decidir si lo suyo fue solo un error que debe olvidarse… o el inicio de un amor capaz de desafiarlo todo. Una pasión prohibida. Un secreto imposible de ocultar. Un amor que tendrá que pagar… el precio de una noche.
Leer másCapítulo 1: El Temblor del Positivo
Mi corazón latía con violencia, como si quisiera escapar de mi pecho. El temblor de mis manos era tan intenso que apenas podía sostener el pomo de la puerta. Cada respiración me quemaba los pulmones, cortada, irregular. Podía dar media vuelta, huir y fingir que nada de esto existía. Todavía estaba a tiempo de desaparecer, de ser libre. Pero no. Tenía que enfrentar la realidad, por más cruel que fuera. Por eso pedí esta cita. No confiaba en esas dos líneas rosas que me habían quitado el sueño; las pruebas caseras podían fallar… ¿cierto? Esa mínima esperanza era lo único que me mantenía en pie. Inspiré hondo, intentando controlar el mareo. El simple recuerdo de que podía estar embarazada avivaba las náuseas, un asco que subía por mi garganta como una ola imparable. Era ahora o nunca. Abrí la puerta y avancé hacia la recepción. Cada paso me pesaba como si caminara con cadenas atadas a los tobillos. —Buenos días —me saludó la recepcionista con una sonrisa. —B-buenos días —contesté, mi voz apenas un murmullo. —¿En qué puedo ayudarte? —Tengo una cita… para hoy. —¿Nombre? Ella tecleó unos segundos antes de indicarme que tomara asiento en la sala de espera. Me dejé caer en la silla, rígida, con las manos apretadas en el regazo. Intenté distraerme con las revistas apiladas sobre la mesa, pero las letras bailaban frente a mis ojos. Mi mirada terminó vagando por la sala: madres jóvenes acariciándose el vientre, adolescentes acompañadas de sus padres, mujeres sonrientes que parecían seguras de su destino. El miedo me mordió el pecho con fuerza. ¿Qué pasará si realmente estoy embarazada? ¿Dejaré de ser yo, la becaria profesional, la hija perfecta, para convertirme en una sombra detrás de un vientre abultado? ¿Cómo voy a enfrentar a mis padres? ¿Cómo sigo estudiando? No. No podía estar embarazada. No a los veinte. No ahora. Tenía sueños, un futuro, una vida apenas comenzando. Sí, quería hijos algún día… pero no con él, no así, no de esta forma tan miserable. Un sudor frío me recorrió la frente. El recuerdo de aquella noche se coló sin permiso: la música fuerte, el alcohol adormeciendo mi juicio, las risas, el calor. Yo, queriendo encajar, queriendo sentirme parte de algo... queriendo ser libre por una noche. Y luego él. Apenas imágenes sueltas, una sombra borrosa. Ni siquiera estaba segura de los detalles. La culpa me envolvió como una serpiente apretándome el cuello. ¿Cómo pude ser tan ingenua? ¿Cómo me dejé arrastrar? —Señorita Klein —me llamó la recepcionista. Me levanté de golpe, el corazón desbocado. —Consultorio tres. La doctora la atenderá enseguida. Asentí y caminé como si flotara, sin sentir del todo mis piernas. Al entrar, noté que el consultorio era sobrio, pero las fotos de bebés en las paredes me atravesaron como cuchillos. Estaban en todas partes. ¿O era mi mente que los multiplicaba? La puerta se abrió y entró una mujer de porte tranquilo, cabello castaño recogido en un moño bajo. —Buenos días, señorita Klein. Soy la doctora Elisa Morgan —se presentó con voz suave mientras me estrechaba la mano. —Buen día —logré murmurar. Se sentó frente al computador, revisó unos datos y me miró. —¿Qué la trae por aquí? Mi boca se cerró de golpe. Tragué saliva. El miedo me paralizaba. —¿Está todo bien? —preguntó con paciencia, inclinándose un poco hacia mí. —Creo que… estoy embarazada —susurré, con la mirada clavada en mis zapatos. Sentí las lágrimas presionando mis ojos. Decirlo en voz alta lo hacía más real, como si hubiera invocado un destino que ya no podía cambiar. La doctora asintió con calma. —Vamos a confirmarlo. Acuéstese en el diván, haremos una ecografía. Me levanté como en un trance. Me recosté en el diván, levanté la blusa y un escalofrío me recorrió cuando el gel frío tocó mi piel. El zumbido de la máquina me hizo estremecer. Mi corazón golpeaba con tanta fuerza que pensé que la doctora podría escucharlo. No quise mirar la pantalla. Tenía miedo de que ese vacío negro se llenara con la forma de una vida creciendo dentro de mí. Minutos eternos pasaron en silencio, hasta que noté cómo la expresión de la doctora cambiaba. La sonrisa inicial se desvaneció, reemplazada por una seriedad que me heló la sangre. En ese instante lo supe. Mi peor miedo se había hecho realidad. Caminé por la calle bajo la lluvia torrencial. Estaba empapada, pero no me importaba. Mis pensamientos giraban sin cesar alrededor de aquella frase que había destrozado todas mis esperanzas: —Señorita Klein, lo siento. No sé cómo decírselo, pero está embarazada. Mi vida, mi futuro, mis sueños… todo se desvanecía. Lo había arruinado. ¿Cómo se lo explicaría a mis padres? Ellos nunca lo entenderían. Siempre fueron demasiado estrictos conmigo. Para protegerme, me prohibieron demasiadas cosas, tratando de evitar que fuera como las demás chicas. Pero en su afán de cuidarme, lo único que lograron fue encerrarme. Ese encierro fue lo que me llevó a rebelarme. Por eso, aquella noche decidí ir a la fiesta. Necesitaba escapar, aunque fuera por un momento. No quería seguir viviendo como un pájaro enjaulado, con las alas atadas, sin la posibilidad de volar. El anhelo de libertad me había consumido. —No puedo, Sofía. ¿No lo entiendes? Si mis padres se enteran de que voy a una fiesta con mis compañeros, me matarán —dije, molesta, mientras picoteaba mi almuerzo en el comedor universitario. —Anda ya, Valeria. No puedes vivir encerrada toda la vida. Tienes veinte años, ¡y apenas empezaste tus prácticas! Solo es una fiesta de bienvenida en la empresa, no un burdel —replicó con fastidio, rodando los ojos. —No es posible, Sofía. Mis padres confían en mí. Ve y diviértete —contesté bajando la mirada. La decepción se reflejó en su rostro como un vidrio que se agrieta lentamente. —Está bien, me rindo. Pero algún día vendrás conmigo a celebrar, ¿me oíste? —Entendido, señorita —bromeé, saludándola con exagerada formalidad. Ella alzó la cabeza con gesto altivo y no pudo evitar reírse. Yo terminé contagiándome. Esa tarde, ya en las oficinas de Morgan Industries, trataba de organizar mis documentos mientras caminaba hacia la sala de reuniones. Revolví mi bolso desesperada, buscando mi celular. —¡Ay, ¡dónde estás! —murmuré, frustrada. No vi venir el golpe. Choqué de frente con alguien y perdí el equilibrio. Mis papeles volaron y ambos terminamos en el suelo. —¡Dios mío, lo siento mucho! —me disculpé sin atreverme a mirarlo, poniéndome de pie de inmediato, completamente avergonzada. —No, fue mi culpa. Perdona —respondió una voz masculina, grave y segura, con un tono que no admitía réplicas. Levanté la vista y me quedé paralizada. Ojalá no lo hubiera hecho, porque su imagen me golpeó como un rayo. Frente a mí estaba Daniel. El hombre más guapo que había visto jamás. Sus ojos claros resaltaban bajo el cabello oscuro perfectamente arreglado. Su porte era impecable, elegante, con esa seguridad que imponía respeto y jerarquía. No parecía un simple empleado, parecía el dueño del edificio. Un ejecutivo de alto nivel, pensé con un escalofrío. El tipo de hombre para el que un error no es un desliz, sino una falla en el sistema. —N-no hay problema —balbuceé, agachándome a recoger mis papeles. Él se inclinó antes que yo y los recogió con calma. Los acomodó en una carpeta y me los entregó con una sonrisa educada. Por un instante, sentí que estaba dentro de una de esas películas románticas de oficina: el tropiezo, las miradas, el nerviosismo. ¿Así empezaban las historias que cambiaban una vida? —Gracias —dije otra vez, intentando sonar tranquila aunque mis manos temblaban. —De nada —respondió él, sonriendo de una manera que lo hacía aún más atractivo. Me quedé mirándolo unos segundos, hasta que el reloj de la pared me recordó que debía llegar a la reunión. —Yo… eh… debo irme —murmuré torpemente, pasando junto a él. Genial, Valeria, pensé. Probablemente ahora cree que eres la becaria más torpe del planeta. Y que no tienes el pulso fino que exige este mundo. —Por cierto… me llamo Daniel —me dijo de repente, alzando la voz con un dejo de interés. Sorprendida, me giré. Su sonrisa aún brillaba, tranquila y segura. —Valeria —respondí con timidez antes de escapar hacia la sala. Llegué justo a tiempo y me senté en silencio, pero durante toda la reunión mis pensamientos giraron únicamente en torno a él.Capítulo 23El aire frío y urgente de la respuesta de Daniel fue la única confirmación que necesité: 7:00 p.m. en la cafetería del Hotel Ritz. Discreción total. El escenario, como siempre, era un reflejo de su mundo: un lugar donde el dinero compraba el silencio y las emociones eran un riesgo a mitigar.Volví a mi pequeña pieza para prepararme. Me vestí con el mismo traje sastre que había usado el día de la negociación de Moore, mi uniforme de combate. Era un conjunto de paño gris oscuro, austero, que proyectaba una fuerza inmutable y fría. Quería que me viera no como la ex-amante, ni como la madre soltera, sino como una ejecutiva de crisis. Cada costura era una armadura contra el miedo que se carcomía mi pecho.El viaje en metro me recordó la dualidad brutal de mi vida. Abajo, el mundo real
Capítulo 22Los seis meses de aislamiento autoimpuesto, de inmersión total en la maternidad, terminaron con la despiadada ley de la escasez. Mi fondo de emergencia, ganado con el sudor de la estrategia y el cansancio, se agotó. Era el momento de volver a la guerra profesional, esta vez, con un contrato de por medio: Leo.Mi vida se bifurcó en dos realidades extremas. Por la mañana, en la guardería de medio tiempo que me dolía en el alma pagar, Leo era un explorador feliz, un huracán de energía de ojos inquisitivos. Por la tarde, yo era una asesora de gestión de proyectos remota para una consultora pequeña, sentada en mi mesita plegable, con el pulso firme que me había enseñado Daniel. El contraste era un combustible constante: millones en mi cerebro, fideos instantáneos en mi estómago.El tiempo se escurrió de mis manos, no en meses, sino en pausas ent
Capítulo 21El silencio de la pequeña pieza se rompió justo antes del amanecer. La ruptura no fue un estruendo, sino una fisura en el aire, una punzada profunda y rítmica que me arrancó del sueño. Era la verdad biológica, la que no atendía a deadlines ni a cláusulas de exclusividad. El mundo que yo había ordenado con mi intelecto se había rendido a la fuerza bruta de la naturaleza. Mi contrato de maternidad comenzaba ahora, y era un contrato sin término de negociación.Las primeras contracciones eran olas frías y cortantes que me obligaban a concentrarme en la respiración. Mi mente, esa máquina eficiente que había dominado contratos de millones, ahora luchaba por controlar la reacción más primitiva de mi cuerpo. Me levanté, temblando, y recorrí a tientas los pocos metros cuadrados de mi habitación, a
Capítulo 20Mi nueva casa era una sola pieza, pero era un universo completo. Estaba ubicada en el tercer piso de un edificio viejo y amable, en un barrio tranquilo que olía a cilantro y a café de las mañanas. La ventana, mi única conexión con el mundo exterior, daba a un pequeño parque donde los niños gritaban y las abuelas alimentaban palomas. Era humilde, apenas si cabían el colchón, una pequeña nevera y la mesita plegable que hacía de escritorio, pero la renta era justa y estaba lejos de la vergüenza silente de la casa de mis padres y del caos adorable del estudio de Sofía. Era mía, un territorio ganado con el sudor frío de la ansiedad y el pulso firme de mi intelecto.La primera noche en mi propio espacio fue extraña. El silencio no era el de la indiferencia de mis padres, sino un silencio pleno de posibilidades. No tuve que susurrar
Capítulo 19El domingo por la noche, el estudio de Sofía no se sentía como un hogar, sino como un refugio de emergencia. La única fuente de luz era una lámpara de pie con una pantalla de papel arroz, que proyectaba sombras alargadas sobre la pila de cajas en un rincón y sobre el colchón doble tirado en el suelo. El olor a vainilla de Sofía, a incienso de sándalo y a pan recién horneado se mezclaban con el penetrante olor a cartón nuevo y la humedad de mis pocas pertenencias.Sofía estaba sentada en el suelo, revisando el plan de la semana en su agenda. Yo estaba recostada contra la pared, sintiendo el leve pero persistente latido de mi vientre, que ya no era una posibilidad, sino una realidad que crecía silenciosamente en el espacio.—Tu mesa de trabajo improvisada está lista —dijo Sofía, señalando la mesita plegable que hab&i
Capítulo 18La noche del martes se convirtió en una espiral de cartón y silencio. Mis padres mantuvieron la distancia, una pared fría y palpable que me dolía más que los gritos. Entendí que la puerta no se cerraba por mi embarazo, sino por mi decisión de no seguir el guion que habían escrito para mí. No me despedí de mi madre; solo escuché el goteo de la llave del lavaplatos que ella no cerraba, un sonido nervioso que resonaba en el vacío de la cocina. Empaqué mi vida en cuatro cajas de cartón de oficina: una para libros de texto, otra para ropa, una tercera con mis archivos de Morgan y la última, la más delicada, con el portafolio de mi tesis y la primera ecografía doblada.El miércoles amaneció sin ninguna novedad, salvo la pesadez que sentía en el cuerpo. Fui a Morgan con la chaqueta que usaba para las reuniones important
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