Capítulo 10

Capítulo 10

A las diez y cuarto Andrés se asomó en mi cubículo con la regla metálica en el bolsillo y la guía Pantone colgándole del cuello como si fuera credencial de superhéroe de imprenta. Le alcancé el folleto de usuarios impreso, lleno de flechas a lápiz y notas al margen.

—Necesito bajarle el tono a hospital —le dije, tocando con el dedo la sección de “procedimientos, riesgos y consentimiento”—. Aquí se nos puso frío.

—Listo —respondió, sacando la regla como quien desenfunda un argumento—. Primero títulos que se entiendan; después frases que respiren; al final, un ejemplo que cualquiera pueda imaginar.

Nos inclinamos sobre la mesa. Mientras él medía márgenes, yo leía en voz alta.

—“El profesional a cargo…” —me detuve—. ¿Y si decimos “tu doctora o tu médico”?

—Mejor —asintió—. Así no dejamos a nadie afuera. Y donde diga “procedimiento”, aclaremos “procedimiento médico”. Hay gente que no está en código; hay que llevarla de la mano sin infantilizar.

Tomó mi esfero azul y barrió una frase que nos pinchaba el ojo: “En caso de evento adverso se procederá…”. Arriba escribió: “Si algo se complica, te explicamos qué sigue y qué opciones tienes”. El texto cambió de temperatura de inmediato, como cuando abres la ventana y entra aire.

—¿Y este párrafo de diez líneas? —preguntó, señalando una pared de palabras.

—Eso es puro miedo —admití—. Partámoslo en tres y dejemos una idea por renglón.

Partimos en tres. Cambiamos “el/la paciente manifiesta” por “tú decides y lo dejas por escrito”. Sumamos un cuadrito de preguntas frecuentes —“¿tengo que ir en ayunas?”, “¿puedo ir acompañada?”— con respuestas cortas. Al final pusimos una línea sencilla, sin moños: “No estás sola. Si algo te preocupa, llámanos”.

—Ahí está —dijo Andrés, guardando la regla—. Ahora suena a personas y no a nevera.

—Te debo agua y galleta —le choqué el puño.

—Acepto agua. La galleta la cobro en especie de tranquilidad —sonrió—. El tono hace la mitad del trabajo.

Se fue con su regla y me quedé mirando el folleto como quien se escucha en una grabación y, por primera vez, no se incomoda. Le saqué una foto a la portada y se la mandé a Sofía.

—Logramos bajarle el hielo —escribí.

—Se siente —respondió al segundo—. Ese “si algo te preocupa, llámanos” es oro.

A las once, Carolina me soltó un mensaje en seco: “Daniel quiere ver una versión hoy”. Me puse a limpiar marcas, a ajustar sangrías; exporté un P*F con nombre decente (sin 8_final_finalísimo). Al mismo tiempo entró un correo del laboratorio: “Recordatorio de resultados / Acceso seguro”. No lo abrí de inmediato; lo dejé a un lado, como quien estaciona un vaso de agua para beber cuando tenga aire.

Al mediodía Sofía me raptó a la esquina. Comimos corrientazo junto a la ventana; ella miró mi celular sin tocarlo.

—Ábrelo cuando tú elijas, no cuando el susto mande —dijo, sin dramatizar.

—Lo sé —respondí—. Prefiero que me encuentre con aire.

Caminamos de regreso con esa sensación de que la tarde venía apretada, pero domable.

A las dos y cinco, Daniel escribió: “Sala A, 2:20. Ficha de usuarios + penalidades”. Imprimí el folleto y el anexo, respiré como me enseñó Sofi (adentro cuatro, afuera seis) y fui.

La Sala A tiene vidrio por dos lados. A mí me da impresión de pecera heroica: te ven trabajar, pero no te tocan. Daniel estaba de pie, camisa arremangada, carpeta abierta. Moore entró con ese apretón de manos que dura un segundo más de lo necesario; yo lo recibí en neutral.

—Primero penalidades —marcó Daniel—. Valeria, vas.

Fui. Expliqué la escala, mostré un ejemplo y cerré con la frase que ya es brújula: o protege o no protege. Legal asintió. Moore intentó mover un número como quien tantea la puerta. Daniel preguntó qué ganábamos cambiándolo. Como no ganábamos nada, quedó nuestra versión. Limpio.

—Ahora la ficha —indicó Daniel.

Le pasé el folleto con dos grapas en la esquina. Leyó en diagonal, volvió a la primera página y leyó en serio. El silencio que se hizo sirvió.

—Bien —dijo al fin—. Suena a gente y no pierde precisión.

—La hicimos para que nadie sienta que firma un trato con una nevera —me salió, y él sonrió dos milímetros.

Moore quiso colar un “deberá” donde teníamos un “puedes”. Le pedí que los leyéramos en voz alta. Su “deberá” chocó contra el vidrio; mi “puedes” cayó en la mesa y siguió de largo. Nadie lo discutió.

Cerramos en veinte. Daniel guardó papeles y me miró directo:

—Gracias, Valeria. Mándame la versión para circular hoy.

—Te llega en diez —dije, con el pulso parejo.

En el pasillo, Sofía levantó dos dedos: “¿cómo fue?”. Le hice ok con la mano y entendió. De regreso al cubículo abrí, por fin, el correo del laboratorio: crear contraseña, aceptar términos, doble verificación. Pantalla blanca, letras negras. “Resultados disponibles el jueves a partir de las 8:00 a. m.” No estaban todavía, pero había un borde exacto, una hora a la que atarme. Le escribí a Sofía: “Jueves 8 a. m.”. Respondió: “Amo la puntualidad. Te acompaño si quieres”. Dije que sí.

A las tres y cuarenta envié el P*F final del folleto a Daniel, con Carolina en copia. Andrés apareció con una gigantografía para recepción y me pidió un último ojo.

—Centrado a ojo y a regla —le confirmé—. Respira.

—Voy —sonrió—. Gracias por ponerlo claro.

La tarde apretó después: proveedor pidiendo prórroga, un adjunto más pesado que un ladrillo, Legal ajustando una fecha. Hice lo que ya sé: bajé el ruido, prioricé y respondí con verbos que caminan. Casi a las cinco, mi mamá: “¿Pasas por el laboratorio mañana? Te recojo”. Le contesté: “Sale jueves 8 a. m. Mejor vamos ese día”. Me puso: “Listo. Te llevo chocolate”. Le mandé una taza humeante. Equilibrio.

Tomás llegó con dos galletas de chocolate.

—Paz firmada por destrabarme la engrapadora —dijo.

—Trato cumplido —respondí.

Sofía se asomó detrás con dos botellas de agua.

—Hidrátese, señorita editorial —ordenó—. Y plan a las siete: feria de libros usados a la vuelta. Media hora.

Dije que sí. Porque media hora a tiempo te rescata el martes.

Bajamos juntas. En el lobby, recepción estrenaba display: logo centrado, tipografías con peso justo, blancos que dejaban respirar. Pensé que hay días en que la oficina te presta certezas: los márgenes existen, los milímetros importan, las palabras tienen peso.

La feria ocupaba media cuadra bajo un toldo con lucecitas. Poesía subrayada por desconocidos, manuales con manchas de salsa, novelas con dedicatorias a medias. Sofía encontró un librito mínimo: “Cómo decir lo difícil”. Me lo pasó sin mirarme mucho.

—Para cuando toque —dijo.

—Para cuando toque —repetí.

Caminamos a la esquina del pan caliente y compramos dos almojábanas para llevar. Mientras esperábamos el cambio, pensé en el jueves: pantalla, nombres de exámenes, términos que a veces necesitan segunda lectura. Cerré el librito y guardé aire.

—Si el jueves te tiemblan las manos, me las pasas —dijo Sofía, con ese humor que no invade.

—Hecho —respondí.

En casa, la radio sonaba bajito. Mi mamá cortaba cebolla con su paciencia de relojera; mi papá ordenaba la caja de herramientas como si cada tornillo tuviera apellido. Me lavé las manos y me puse a cortar tomate. Hablamos del vecino que por fin arregló la ventana que golpeaba, del corte de agua que quedó para el viernes, del primo que mandó la foto del bebé con gorro ridículo. Nadie pisó esa otra palabra. No hacía falta.

Subí con la libreta azul y el librito de la feria. Abrí de nuevo el correo del laboratorio solo para confirmar la hora: jueves, ocho en punto. Lo cerré. Escribí dos líneas en mi libreta, sin listas, sin consignas: “Hoy el folleto habla humano. El jueves no estoy sola”. Apagué el celular. En la primera página subrayada del librito alguien había escrito: “Decir lo difícil no es gritar: es elegir la silla y la hora”. Sonreí, porque tengo ambas.

Antes de dormir apoyé la mano en el vientre, más saludo que pregunta. No pedí señales. Me prometí estar despierta a la hora precisa. El día cayó en su sitio como una hoja que encuentra margen: gente correcta, palabras exactas, milímetros alineados. El jueves no va a resolverlo todo, pero me va a dar un borde. Y cuando me toque hablar —con Sofía, con mi mamá, con Daniel cuando corresponda— voy a empezar igual que hoy: claro, despacio y con respeto.

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