Capítulo 7
Dormí a medias. No por ruido, sino por la frase de mi papá flotando sobre la casa como una lámpara que nadie apaga: “Valeria no tiene elección.” No la gritó y, aun así, me taladró. Cada vez que cambié de postura, volvió. Cuando sonó la alarma sentí los ojos arenosos y la cabeza como si me hubieran puesto una banda muy apretada.
Fui al baño, me mojé la cara y me quedé un segundo frente al espejo. Ojeras, boca apretada, el pelo recogido a medias. Abrí el cajón y saqué la ecografía. La sostuve un instante con las dos manos, como si fuera una carta que todavía no sé cómo leer. No pensé mucho: respiré, la guardé en el bolsillo interno de la chaqueta y bajé a la cocina.
Mi mamá ya estaba sentada, muy derecha, manos unidas sobre el mantel. Al verme, señaló la silla de enfrente.
—Siéntate, Vale.
Me senté. Ella acomodó una servilleta que ya estaba perfecta, como si enderezar una esquina pudiera enderezar el día.
—No tenemos por qué convertir esto en un escándalo —dijo, despacio—. Hay formas discretas de resolverlo. Nadie tiene por qué enterarse. Puedes seguir con la práctica, la U… y listo.
—¿Discretas para quién, má? —pregunté, sin pelear—. ¿Para ustedes o para mí?
—Para todos —bajó la voz—. Eres muy joven. No quiero que te hieran.
—Ya me duele —se me salió.
Entró mi papá con su postura de “ya decidí”. No se sentó; apoyó la mano en el respaldo de su silla como si fuera un atril.
—Conseguí una consulta para mañana a las diez —informó—. Cuanto antes, mejor.
El aire se me acortó. Caminé hacia el fregadero y abrí la llave, serví agua solo para ganar segundos, y dejé el vaso en el fregadero sin ruido.
—Pa, no soy una agenda —dije—. Necesito hablar con mi doctora, entender lo que me pasa. Quiero tiempo para pensar y… decidir yo.
—Pensar complica —contestó, muy serio—. Hablar hace que se corra la voz. Hay que evitar que esto crezca.
—Lo que está creciendo, crece —lo miré de frente—. Podemos elegir cómo acompañarlo. Lo que no quiero es esconderme de mí misma.
Mi mamá me sostuvo la mirada. Tenía miedo, sí, pero también ganas de cuidarme.
—Tu papá quiere protegerte —susurró—. Yo también.
—¿Y si protegerme es escucharme? —pregunté—. ¿Alguien va a preguntarme qué quiero?
Mi papá apretó la madera con los dedos. No hubo golpe ni sentencia final. Respiró hondo.
—Queremos lo mejor para ti —dijo.
—Entonces lo mejor es que pueda decidir yo.
Se hizo un silencio raro, no vacío. Mi mamá al fin separó las manos.
—¿Qué vas a hacer?
—Escribirle a mi doctora ahora mismo —respondí—. Quiero verla hoy. Y no voy a ir mañana a esa consulta.
Mi papá abrió la boca, pero la cerró. Yo recogí el resto de temblor, dije “nos vemos más tarde” con voz de lunes normal y subí a mi cuarto.
Marqué a Sofía. Contesta rápido cuando soy yo.
—¿Dónde estás? —preguntó—. ¿Respiras?
—Respiro, pero raspa. Mis papás reservaron una consulta como quien alquila salón y ni siquiera me preguntaron si quería hacerlo.
—Ok —dijo, y su “ok” me sostuvo—. Hagamos algo: respira conmigo un minuto. Sin contar. Yo respiro, tú me sigues. Después le escribes a tu doctora. Si te da una hora, te acompaño o te espero afuera. Si no, vamos por café y pan. Hoy no te suelto.
Me quedé callada, copiando su ritmo. No me dio instrucciones raras; solo estuvo. Cuando la voz me volvió al cuerpo, tiró la pregunta:
—Vale, ¿qué necesita tu día para que este bien?
—Ver a mi doctora —salió solo—. Y llegar a la noche sin gritos.
—Perfecto. Escríbele ya y apenas tengas una respuesta me avisas.
Le mandé mensaje a la doctora sin vueltas: si podía verme hoy, si tenía un hueco, si podíamos hablar con calma. Respondió muy rápido: 16:30.
Le avisé a Sofi y ella solo me respondió con un "Ok, allí estaremos, te mando un abrazo."
Me metí al baño y dejé correr el agua hasta que pasó de tibia a caliente. Probé con la muñeca, cerré los ojos y me metí bajo la ducha; el vapor empañó el espejo en segundos y el golpe del agua en la nuca me fue bajando el ruido de la cabeza. Conté azulejos sin querer, uno, dos, tres, y me quedé un rato ahí, quieta, respirando el jabón cítrico.
Salí con la toalla apretada al cuerpo, la piel roja de calor, y me sequé de prisa.
Encontré una liga en el borde del lavamanos —la misma que siempre se me pierde— y me recogí el pelo en un moño alto de batalla; dos mechones rebeldes quedaron sueltos y los dejé, no tenía energía para pelear con ellos.
Abrí el clóset y pasé la mano por la ropa como si leyera en Braille. Elegí una blusa de algodón que no aprieta, me la acerqué al pecho para ver que no transparentara de más, y un pantalón que no aprieta la cintura. Zapatillas limpias y chaqueta liviana.
En la cartera metí lo justo: billetera, llaves, audífonos, bálsamo de labios y la ecografía doblada en el bolsillo interior, como si fuera una carta que todavía no quiero mostrar. El cierre corrió suave; la correa me cayó al hombro sin pesar.
Abrí la puerta y me recibió la calle con un golpe amable de luz. La panadería de la esquina ya tenía la puerta abierta: olor a pan caliente, manteca, levadura; el panadero sacaba una bandeja con una pala de madera y una señora esperaba con la bolsita de papel lista para crujir. Un señor paseaba a su perro con paciencia de domingo, aunque fuera lunes; el perro llevaba la lengua afuera y la correa enroscada como un teléfono viejo. Dos estudiantes corrían tarde, un barista arrastraba sillas a la vereda. Pensé, sin dramatismo: el mundo sigue, yo también debo seguir.
En Morgan Industries todo estaba en su sitio.
La tarjeta hizo bip en el molinete, el guardia me dijo “buenos días” con voz de costumbre, el piso brillaba tanto que casi me vi en él. El ascensor cerró justo cuando llegué; metí la mano, pero no alcancé, esperé el siguiente mirando el número que subía y bajaba como si tuviera vida propia.
Al entrar en el espejo del ascensor me acomodé el moño, respiré hondo, y me repetí un corto "vamos".
La puerta se abrió en nuestro piso y el aire acondicionado me dio ese abrazo frío de siempre.
Saludé lo justo: una sonrisa a media asta para Carolina, un gesto con la mano a Tomás.
En mi puesto, la silla me reconoció la espalda; encendí la compu, el ventilador hizo uuuu un segundo, la pantalla despertó y yo con ella. Abrí el reporte que tenía que salir antes del mediodía y dejé que los dedos encontraran su música: clac, clac, clac. Cuando las manos tienen tarea, la cabeza no da vueltas.
Sofía llegó en silencio a mi escritorio y me dejó una taza de té con miel. El vapor a manzanilla me calentó la cara. Deslizó una servilletita con un corazón diminuto dibujado con esfero y me miró un segundo, con una ceja arriba, una sonrisa corta: sy susurro: “si necesitas algo, recuerda que aquí estoy”. Me rozó el hombro y siguió. Con eso bastó.
A media mañana me avisaron que Daniel quería verme. Caminé el pasillo como se lleva una taza muy llena. Toqué, entré.
Estaba de espaldas al ventanal. Se dio vuelta y dijo mi nombre con su voz de trabajo, esa que a veces suena más cercana que la de afuera.
—Valeria.
—Buenos días —le sonreí leve—. Tengo el avance del informe y las correcciones del contrato.
—Perfecto. ¿Puedes quedarte a la reunión con Moore? Quiero revisar dos cláusulas con tu versión delante.
—Sí, claro.
Me dictó un par de correos, ajustamos un punto de plazos y listo. Cero preguntas personales, cero “¿estás bien?”. Hoy agradecí esa línea. Me anclé ahí.
La reunión con Moore fue…
Al ver a Moore solo pude entender que tiene sonrisa de foto, su apretón de manos fue un poco más largo de lo necesario, una cortesía que te mide.
Daniel llevó el ritmo de la reunión sin levantar la voz y, cuando tocó, yo señalé lo que podía abrir fisuras: un verbo flojo, un número sin tope, un plazo que pedía aclarar. Moore me miró como si calculaba mis años; yo sostuve la mirada hasta donde me sirvió y, cuando no aportó nada, bajé a la libreta. Al final, Daniel dijo “bien” como quien reconoce el trabajo en equipo, guardó los papeles y volvimos cada uno a lo suyo. No hubo nada que rozara el tema que llevo escondido en el bolsillo de la chaqueta. Eso, hoy, era exactamente lo que necesitaba.
A las cuatro y veinte pedí el ascensor y le mandé a Sofi: “Ya voy bajando”. Me respondió con una manito agarrando otra.
Llegué al Lobby y salí para encontrar a Sofi afuera ya lista en su carro esperandome, corrí hacia ella y empezamos el rumbo a la clínica, La doctora me recibió con luz suave y esa forma de sentarse que te baja el pulso. Le conté lo importante, también lo que da vergüenza decir.
Me escuchó sin medir el tiempo, me explicó las opciones, los tiempos, los cuidados. No empujó ninguna puerta; me mostró todas y me dejó elegir cuándo mirar. Salí con folletos discretos, dos turnos posibles y el número de una red que acompaña si la noche se pone pesada.
Le avisé a Sofía que podía irse, que yo prefería caminar a casa sola, tenía mucho en que pensar.
Caminé dos cuadras con el sol bajando blando sobre los balcones. Grabé un audio para Sofía llorando un poco, riéndome también porque vi a un niño tratando de pasear a un perro dos veces más grande que él y el perro lo llevaba a él. Sofi respondió con otro audio lleno de risa. La risa de Sofi siempre me quita peso.
En casa, la tele estaba encendida sin sonido. Mis papás en el sillón; ella con las manos cruzadas, él con la mirada perdida en la cortina. Me quedé en el marco.
—Hoy hablé con mi doctora —dije, normal—. Necesito tiempo. No voy a ir a esa consulta de mañana.
Mi mamá me miró las manos primero, y después a mí.
—¿Quieres que vaya contigo cuando tengas que volver? —preguntó, y sonó a oferta, no a control.
—Sí —le dije—, Pero si vas sin juzgarme prefiero que no lo hagas.
Asintió despacito. Mi papá se levantó, corrió un poco la cortina y se quedó mirando afuera. No le pedí palabras. Hay silencios que no aprietan; este, por fin, era uno.
Subí a mi cuarto y me escribí porque quería dejar constancia de que no me perdí. En mi libreta de tapa azul, en la página en blanco. Puse: “Hoy me escuché y el mundo no se cayó”. Abajo, la fecha. Guardé los folletos en un sobre, apagué la luz y me acosté de lado. Puse la mano sobre el vientre como quien saluda a alguien que llegó hace poco. Respiré hondo. El aire entró y salió sin preguntar.
No sé si mañana va a ser fácil. Sé que me va a encontrar despierta. Y cuando llegue la pregunta —de quien sea— voy a poder responder con la voz completa: quiero decidir yo.