Todo ocurrió tan deprisa que no hubo espacio para pensar. Después de aquel beso en la terraza, después de mirarnos como si el mundo se hubiera reducido a un suspiro, comprendí que no habría vuelta atrás. Fue el alcohol, sí, pero también esa atracción brutal, esa certeza inexplicable de que él y yo estábamos destinados a encontrarnos en ese instante.
Salimos de la recepción como ladrones de un secreto, con las miradas encendidas y una urgencia que no sabíamos disimular. Afuera, la brisa fresca golpeó mi piel, pero no bastó para apagar el fuego que me consumía. Cada paso hacia su coche era una confesión silenciosa: lo quiero, lo necesito, ahora.
El trayecto fue un delirio. Las luces de la ciudad se desdibujaban en mis ojos, y yo apenas distinguía la línea entre la realidad y el vértigo. Daniel conducía con una serenidad peligrosa, su mano firme sobre el volante, mientras de vez en cuando me lanzaba una mirada que me atravesaba entera. Esa mirada era un pacto: ninguno de los dos quería detener lo que había comenzado.
—Deberías dejar de mirarme así —susurré, con la voz temblorosa.
—¿Así cómo? —respondió, sin apartar la vista del camino.
—Como si… como si me desearas demasiado.
Una sonrisa se curvó en sus labios.
—No “como si”, Valeria. Te deseo demasiado.
Mi respiración se aceleró. No pude decir nada más. El silencio del coche se volvió espeso, cargado de electricidad.
Cuando llegamos a su apartamento, el tiempo dejó de existir. Apenas cerró la puerta, me atrajo contra su pecho y sus labios cayeron sobre los míos con una intensidad que me robó el aire.
—Daniel… —gemí entre besos.
El beso fue salvaje y dulce a la vez, como si buscara devorarme y protegerme en un mismo gesto.
Su chaqueta cayó al suelo, y mi vestido se deslizó por mi cuerpo con un susurro que me erizó la piel. Sus dedos bajaron la cremallera lentamente, saboreando cada reacción, y yo, jadeante, le arranqué la camisa con torpeza, desesperada por sentir su piel.
—Estás temblando… —murmuró, rozando mis labios con los suyos.
—Es tu culpa —reí nerviosa, apenas antes de volver a besarlo.
Su cuerpo era un milagro de firmeza y calor. Cada músculo parecía tallado con precisión, pero lo que me desarmaba era la forma en que me miraba, como si yo fuera lo único que existía.
Caímos sobre la cama, envueltos en un torbellino de besos. Me levantó en brazos con una facilidad que me dejó sin aliento y me depositó con cuidado, aunque la pasión ardía en sus ojos.
Su boca descendió por mi cuello, dejándome un rastro de fuego.
—Eres perfecta… —susurró contra mi piel.
—No digas eso… —respondí entre jadeos—. No me conoces.
Él levantó la cabeza y me miró intensamente.
—Con lo que siento ahora, me basta.
Cada caricia era un estallido de electricidad, cada roce un recordatorio de que estaba viva, más viva que nunca.
Se detuvo un instante, sus labios a un suspiro de los míos.
—¿Puedo? —preguntó con voz ronca.
Sus ojos buscaban los míos, no solo permiso, sino confianza.
Asentí, incapaz de articular palabra. Qué dulce que todavía preguntara, incluso en medio de aquella tormenta de deseo.
El sostén cayó, y sus manos me descubrieron con reverencia. Gemí, sorprendida de mí misma, mientras su boca se apoderaba de mis pechos con devoción.
—Dios… Daniel… —susurré, arqueando la espalda.
—Eres mía esta noche —dijo, su voz grave rozando mi oído.
—Esta noche… y quizás mañana también —me atreví a responder, sorprendida por mi propia osadía.
Él sonrió contra mi piel, arrancándome un gemido.
Se despojó de lo poco que le quedaba de ropa, y yo lo imité, hasta que no quedó nada entre nosotros más que piel y hambre. Nos besamos como si fuera el último beso del mundo.
Cuando al fin me penetró, lo hizo despacio, cuidando cada movimiento. Sentí una punzada inicial, un tirón, y él me sostuvo el rostro con ternura.
—¿Estás bien? Podemos parar…
Lo abracé con fuerza, besándolo para que entendiera que no quería detenerme.
—Lo quiero. Te quiero a ti.
Y entonces comenzó el verdadero vértigo. Sus embestidas eran suaves al principio, un vaivén hipnótico que me arrullaba y me encendía a la vez. Mis manos exploraban su espalda, sus hombros, su cabello, mientras mis labios buscaban los suyos con desesperación.
—Más cerca… —le rogué en un susurro.
—No podría estar más dentro de ti —contestó, jadeante, y esas palabras me arrancaron un gemido que resonó en la habitación.
Cada caricia, cada roce, me hacía olvidar quién era, dónde estaba, lo que había sido hasta ese instante. Solo importaba él.
El alcohol había borrado mis dudas, pero no mi consciencia: más allá del deseo, había ternura, una necesidad devastadora de aferrarme a él como si fuera lo único real.
—Eres mía… —susurró contra mi oído, y esa frase me hizo estremecer hasta los huesos.
—Siempre tuya —respondí sin pensar, perdida en el ritmo de su cuerpo contra el mío.
La pasión se desbordó. Sus movimientos se hicieron más intensos, más profundos, hasta que me sentí romper en mil pedazos. Fue un clímax dulce y feroz, un incendio que me quemó por dentro y me dejó temblando en sus brazos.
Él me miró, con el rostro perlado de sudor, los labios entreabiertos y esa sonrisa que me destrozaba y me curaba al mismo tiempo.
—No sabes lo que me haces sentir, Valeria… —susurró antes de besarme de nuevo.
Luego se tumbó a mi lado y me envolvió entre sus brazos. Apoyé la cabeza en su pecho, escuchando los latidos acelerados que poco a poco se calmaban.
—Daniel… —murmuré, casi dormida.
—Descansa, cariño —susurró, acariciando mi cabello.
Ese gesto fue más íntimo que todo lo anterior. Cerré los ojos, y el sueño me venció, acunada por su calor, con la certeza de que esa noche me había cambiado para siempre.