Capítulo 8
Me desperté antes del despertador por culpa de un carro que pitó como mil veces en la calle, como si llamara a alguien que definitivamente no quería salir. Entonces miré el techo y traté de recordar qué día era. Martes; además, hoy tenía que ir al laboratorio a las 8:10 a hacerme unos exámenes de sangre. Estiré el cuerpo y, sin pensarlo más, salí de la cama. De inmediato, me amarré el cabello con una liga que tenía en la muñeca y empecé a buscar la orden que me había dado la doctora ayer. Después de revolcar toda la cartera, por fin la encontré, doblada en cuatro, tal como la había guardado.
Bajé a la cocina y, de entrada, el olor a café me despertó mejor que el pito del carro. Mientras mi mamá revolvía la avena, yo me senté y acerqué las manos a la taza caliente.
—Hoy voy al laboratorio temprano —le dije—. Después me voy directo a la oficina.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó, sin insistir.
—Estoy bien —respondí—. Apenas salga, te escribo.
En ese momento bajó mi papá con los zapatos en la mano. Como siempre, se tomó el café de pie.
—¿Tienes plata para eso? —dijo, a modo de paraguas por si llovía.
—Sí —contesté—. Tranquilos.
Salí con una manzana en la mano y la orden en el bolsillo. La mañana estaba fresca, así que caminé hasta la estación de bus sin apuro. Durante el trayecto, preferí mirar por la ventana y no abrir mensajes.
Al llegar al laboratorio, la recepcionista tomó mi cédula y me pidió que esperara. Mientras tanto, yo conté sillas y me fijé en un cuadro de flores naranjas. Cuando por fin llamaron “Valeria”, entré con una enfermera que se llamaba Lucero. De entrada, me cayó bien.
—¿Listica? —sonrió.
—Sí —mentí un poquito.
—Entonces, respire hondo —dijo, mientras me ajustaba la liga.
El pinchazo fue rápido; en cambio, la ansiedad tardó un poco más en irse.
—¿Trabaja cerca? —preguntó, solo para distraer.
—En Morgan Industries —respondí.
—Pues después del pinchazo, le recomiendo un pan con queso — remató.
Al final, me pegó la gasa, me entregó los tiempos de los resultados y me dejó ir con una broma que me alivió: “Me cae bien la gente que respira”.
Afuera, me compré un pandebono caliente. Mientras esperaba el bus, pensé que las cosas simples —harina, queso, aire— sostienen más de lo que uno cree. Así que llegué a Morgan con las manos limpias de azúcar y la cabeza un poco más mansa.
Apenas pasé la tarjeta por el molinete, me entró una notificación: adelantaron la reunión con Moore para las 10:30. Por eso, me senté directo a pulir dos párrafos del contrato. Enseguida, Sofía apareció con un café y un mini abrazo.
—Estás bien —dijo, suave.
—Apenas estoy —le sonreí. Luego volvió a su puesto.
A las 10:15, la luz parpadeó tres veces; por lo mismo, Carolina nos pidió guardar todo “por si las moscas”. Dos minutos después, Daniel llamó:
—¿Lista para la reunión?
—Lista —respondí—. Allá nos vemos.
En la sala, Daniel fue al grano y me cedió la palabra. Entonces expliqué lo de penalidades con un ejemplo concreto: si el proveedor se atrasa poquito, habrá una multa simbólica; pero si pasa de cinco días, ya no compensa nada, por eso necesitamos opción de ruptura. Legal asintió, Moore intentó mover un número y enseguida Daniel le preguntó qué ganábamos con eso. Al no tener respuesta, Moore se calló.
—Queda así —cerró Daniel.
Salí con el nudo de la espalda medio deshecho.
De regreso al cubículo, terminé la versión final y la envié sin el famoso “final_final_def”. Mientras tanto, Tomás trajo una engrapadora atascada; así que la destrabé con un golpecito y él me juró una galleta de chocolate a cambio. Más tarde cumplió.
Al mediodía, no salí a comer: tenía llamada con proveedores a la una. Por eso, calenté el pan de la mañana y seguí. La llamada funcionó mejor de lo esperado; en consecuencia, acordamos un calendario realista y colgué con la sensación de que, por fin, el mundo habló mi idioma cinco minutos.
A las tres, el edificio hizo de las suyas: bajón de corriente, luces a la mitad y VPNs caídas. Entonces, Carolina aplicó Plan B: portátiles en la sala pequeña y, si no, teléfono y libretas. Daniel apareció con IT y dijo: “vamos por partes”. A mí, me pidió conseguir el contrato impreso “a la antigua” para mandar original. Como la impresora principal estaba muerta, Sofía recordó la chiquita de recepción; así que bajé con la USB. Primero salió hoja perfecta, después se atascó; al final, la domé, subí con el fajo contra el pecho y logramos enviar el documento a tiempo. Por eso, Carolina y yo nos dimos la mano como si hubiéramos llegado a meta.
A las cinco, ya todo funcionaba. Yo, en cambio, estaba rendida y contenta. Sofía me mandó la foto de una servilleta con un corazón más grande que el de ayer; entonces le respondí con un dibujo horrible que parecía papa con flechas. “Arte contemporáneo”, dijo.
A las seis, apagué el computador y bajé. Afuera, el cielo estaba azul lavado, así que caminé dos cuadras hasta la parada. El bus tardó y venía lleno; por eso, fui de pie agarrada a la barra. En el camino, se fue la luz en media cuadra; la gente hizo “oh” al unísono y luego siguió conversando. Me bajé antes para comprar queso; el señor me dio dos tajadas extra “para la mamá”, de modo que salí sonriendo.
En el edificio, el ascensor no servía, entonces subí por las escaleras. En el piso tres, me crucé con la vecina del coco; intercambiamos sonrisas y seguí. Apenas entré al apartamento, mi mamá estaba con la sartén; mi papá escuchaba la radio. De pronto, se fue la luz. Así que encendimos velas, bajamos el volumen de la radio (de pilas) y nos quedamos en ese campamento improvisado. Mientras el arroz con pollo se terminaba, los niños del pasillo hacían sombras con las manos y alguien tocaba guitarra a lo lejos. Por un momento, el edificio fue un pueblo.
Cenamos a la luz de las velas; por cierto, el arroz quedó perfecto. Entre cucharadas, mi papá contó la historia de cuando me “perdí” dos pasillos en el supermercado; entonces mi mamá corrigió el final y yo afirmé que claramente me perdí con intención. Reímos. Después, lavé los platos y subí a mi cuarto.
Con la ventana abierta, entró un aire que olía a tierra mojada. Encendí la lámpara y abrí la libreta azul. Escribí: “Hoy me pincharon el brazo, pero me desinflaron un miedo”. Debajo, anoté lo que quería guardar: Lucero y su “respire”, el pandebono, la sala de reuniones que sí entendí, la impresora caprichosa, la galleta de Tomás, la guitarra en el edificio y el apagón que nos sentó cerca.
En ese instante, Sofía preguntó si había llegado bien. Le dije que sí, que estábamos en modo “campamento”. Luego, me preguntó si el pinchazo dolió; respondí que menos de lo que pensé, porque Lucero contaba chistes. Al final, prometió pan de yuca para mañana.
Apagué el celular y apoyé la mano en el vientre, solo para acordarme de que estoy aquí adentro y afuera a la vez. No tenía respuestas nuevas; sin embargo, el cuerpo estaba más tranquilo que ayer. Cerré los ojos con una palabra que me gustó para hoy: solcito. Con eso, me alcanzó para dormir.