Capítulo 6

Capítulo 6: La Sentencia Familiar

—Oye, Valeria, ¿qué quieres hacer ahora? —me preguntó Sofía, sentándose frente a mí con su vaso de café entre las manos.

Después de tanto llanto, terminamos en una cafetería del centro. Sofía siempre sabía a dónde llevarme cuando estaba hecha pedazos. Me había traído allí no por la comida, sino por el ruido, el aroma a grano molido y el murmullo de la gente. Lo había hecho solo para distraerme, para que mi mente respirara un poco antes de enfrentar el verdadero terror: mis padres.

—No lo sé… —suspiré, apenas audible. Sentía la cabeza hueca y el estómago revuelto. La culpa y el miedo se turnaban para golpearme.

De repente, Sofía apoyó su mano sobre la mía. Su calor me recorrió como un ancla, obligándome a levantar la vista. Ella sonrió, suave, como si quisiera recordarme que el mundo no se acababa allí.

—No importa lo que decidas, siempre te voy a apoyar. Pero ya sabes lo que pienso de Daniel. Él se puso a sí mismo la etiqueta de prioridad, así que no le debemos nada.

Las lágrimas volvieron a correr por mis mejillas. Intenté sonreír, aunque la voz me temblaba.

—¿Qué haría sin ti?

—Ahogarte en tu propio mar de lágrimas —rió, intentando quitarle hierro al asunto—. O pedirle consejo a un CEO sin corazón. Y eso sí que no.

Y tenía razón. Sin ella, estaría perdida, probablemente de rodillas pidiéndole perdón a Daniel por el "error logístico" que era yo.

Comimos algo, aunque yo apenas probé bocado. Sofía se esforzaba, hablaba de cosas banales, de chismes de la oficina, de bromas tontas que habían hecho los otros practicantes. Reía, exageraba, gesticulaba. Yo lo agradecí, pero mis pensamientos seguían girando en círculos, una y otra vez hacia el mismo lugar: él, esa noche, y lo que ahora crecía dentro de mí.

Ella también lo notó. Su sonrisa se fue apagando y me miró seria, con esa preocupación que nunca sabía esconder.

—Vale…

—¿Eh? —musité, intentando parecer distraída.

—¿Lo vas a conservar? —preguntó al fin, clavando sus ojos en los míos. La pregunta fue directa, sin rodeos, perforándome el pecho.

—¿Qué… qué cosa?

—El bebé, Valeria. ¿Qué más?

Bajé la mirada, incapaz de sostenerla.

¿Qué debía hacer?

¿De verdad estaba lista para ser madre?

¿Podía imaginarme criando un hijo a mi edad, sin dinero, sin carrera, sin la ayuda del padre?

¿Con qué cara se lo diría a mis padres?

Las respuestas, una tras otra, fueron cayendo sobre mí como piedras afiladas. No. No estaba lista. No podía. No tenía la madurez ni la fuerza. No quería traer al mundo un hijo suyo en estas condiciones. Un hijo que Daniel jamás reclamaría, que cargaría con el estigma de ser el "accidente" de una becaria.

Y, sin embargo, otra voz me susurraba dentro: no es su culpa, Valeria, no puedes simplemente borrarlo. Es lo único real que te queda de ese acto de libertad.

Mi estómago se revolvió. Me levanté de golpe y corrí al baño. Vomité hasta sentirme vacía, con lágrimas resbalando por mis mejillas.

Cuando regresé, Sofía me esperaba en la mesa, más preocupada que nunca.

—¿Daniel lo sabe? —preguntó en voz baja.

Me quedé helada.

—No. No lo sabe. Y no pienso decirle nada todavía.

—¿Cómo que “todavía”? ¡Es su hijo también! —su tono mezclaba enojo y miedo.

Me aferré al borde de la mesa, buscando anclas.

—Primero debo hablar con mis padres. Si sobrevivo a eso… entonces veré qué hacer con él.

Me sorprendí al escuchar la siguiente frase salir de mi boca, como un plan que se formaba en el peor de los escenarios:

—Antes del aborto, tendría que decírselo…

Sofía abrió los ojos como platos.

—¿Aborto? ¿Estás pensando en eso?

Me mordí el labio hasta casi hacerme sangrar. Las dudas me destrozaban. ¿Realmente podía hacerlo? Mi cabeza decía que era lo lógico, lo más sensato, la única manera de volver a la "normalidad" que mis padres exigían. Mi corazón gritaba lo contrario.

—¿Qué otra opción tengo, Sofía? —mi voz sonó más dura de lo que sentía—. Tengo veinte años, estoy empezando mi vida. Mis padres me matarían, mi carrera se iría al traste. Sería una pésima madre.

Ella me miró con lágrimas contenidas.

—No hables así… tú no eres mala. Estás asustada.

La aparté con un gesto brusco.

—¡No entiendes! No puedo. No debo. Es imposible.

El silencio cayó como un peso entre nosotras.

Al fin, Sofía suspiró.

—Está bien. Si es lo que decides… aunque no esté de acuerdo, voy a estar contigo. Pero prométeme algo.

—¿Qué? —pregunté, apenas con voz.

—No tomes una decisión apresurada. No lo hagas por miedo. Hazlo si es lo que tú, Valeria, quieres.

No respondí. No podía. Sentía que el aire me faltaba.

—Llévame a casa —pedí al fin, casi en un susurro.

Ella asintió, decepcionada, y pagamos rápido. Apenas hablamos durante el trayecto. Yo estaba atrapada en mis pensamientos, en el eco de las palabras de Daniel: «La intensidad de este mundo tiene un precio». Y el precio me lo estaban cobrando a mí.

Cuando por fin llegamos, el coche de mis padres estaba en la entrada, reluciente y caro, como un símbolo de su inquebrantable orden.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Sofía, tomándome de la mano.

Negué con la cabeza, con una sonrisa triste.

—Tengo que hacer esto sola. Pero gracias, Sofi.

La abracé fuerte.

—Si no me llamas después, me pondré furiosa. ¿Entendido, señorita?

—Sí, jefa.

La vi alejarse y me quedé sola frente a la puerta. Cada paso que di hacia el interior multiplicaba mi miedo. Mi corazón retumbaba como si fuera a salirse del pecho.

No había escapatoria. Había llegado el momento de enfrentar la verdad.

La Sentencia

Entré al pasillo y cerré la puerta detrás de mí. Apenas lo hice, escuché la voz de mi madre desde la cocina.

—¿Valeria? ¿Eres tú?

Me quedé unos segundos inmóvil, como si la voz hubiera atravesado mi pecho.

—Sí… —respondí al fin, tragando saliva.

Dejé el bolso en el perchero, respiré hondo y caminé hacia la cocina. El olor de la comida me revolvió el estómago. Allí estaba mi madre, inclinada sobre la estufa. Mi padre, sentado con su café y el periódico en la mano, parecía ajeno al mundo. Eran la imagen perfecta de la tranquilidad burguesa.

Los saludé con un beso en la mejilla, fingiendo normalidad, y me puse a poner la mesa. Las manos me temblaban tanto que casi dejo caer un vaso.

Durante la cena, ellos hablaban de contratos, de clientes, de la fábrica. Yo apenas podía masticar. El nudo en mi garganta me ahogaba. Cada minuto que pasaba me pesaba como una condena.

Ahora o nunca.

—Mamá, papá… necesito decirles algo. —Mi voz fue un susurro quebrado que, aun así, logró detener la conversación.

Ambos levantaron la vista de inmediato. Sus miradas eran tan duras y llenas de expectativas que sentí que el suelo se hundía bajo mis pies.

—¿Qué hiciste? ¿Problemas en la universidad? —preguntó mi padre, con ese tono de juez que siempre usaba, como si yo fuera una acusada.

—N-no… no es eso. —Tragué saliva, incapaz de mirarles a los ojos.

—Habla, Valeria —ordenó mi madre, golpeando los cubiertos sobre el plato—. No me hagas perder la paciencia.

El corazón me retumbaba en la garganta. Las náuseas subían como un torrente. El aire me faltaba.

—Estoy… estoy embarazada —murmuré, apenas audible.

El silencio cayó como un puñal.

Nadie se movió. Ni un suspiro. Ni un ruido de cubierto. Solo la bomba de mis propias pulsaciones en los oídos.

—Si esto es una broma, Valeria… no tiene gracia —dijo mi madre al fin, su rostro desencajado entre incredulidad y rabia.

Las lágrimas me empañaron la vista.

—Ojalá fuera una broma. Ojalá pudiera despertar y reírme de esto… pero no. Es la verdad. Estoy embarazada.

—¿Qué? —su grito retumbó en toda la casa—. ¡Por Dios, Valeria! ¿Eres consciente de lo que dices? ¿Eres consciente de la vergüenza que acabas de traer a esta familia?

Su voz me atravesó como un látigo.

—Sí… —susurré—. Lo sé. Y aun así… no puedo cambiarlo.

—No te creo —escupió, temblando.

Saqué el papel arrugado de mi bolsillo y se lo tendí. La ecografía. Ella la tomó con manos trémulas, la miró un segundo, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero lo vi. No lloraba por mí o por el bebé. Lloraba por lo que dirían los demás. Por su reputación manchada. Por la imperfección.

—¿Cómo? ¿De quién? —preguntó mi madre, casi sin voz.

El corazón me ardió. La rabia, contenida por años, estalló.

—Pasó… simplemente pasó. Pero si quieres saber algo, esto también es culpa tuya. —Las palabras brotaron entre sollozos furiosos—. Nunca me dejaste vivir, mamá. Me prohibiste todo, me encerraste, me juzgaste. Y yo solo quería respirar. Solo quería ser normal. ¡Solo quería un poco de libertad!

Mi padre golpeó la mesa con un estruendo brutal. Los platos saltaron, el café se volcó. Se levantó de un salto, con la cara enrojecida y los puños apretados. Avanzó hacia mí con la mano levantada.

Por un instante, estuve segura de que me golpearía. Me quedé inmóvil, el miedo helándome la sangre.

—Hazlo —siseé, con una valentía desesperada—. Golpéame. Será lo único que te falte.

Se quedó congelado, la mano temblando en el aire. Después, con un rugido ahogado, dio media vuelta.

—¡Lárgate a tu habitación! ¡No quiero verte más! —su voz fue tan fría que me desgarró más que cualquier golpe.

Miré a mi madre, que lloraba en silencio, encogida en la silla. Ni una palabra en mi defensa. Nada.

No lo soporté. Tomé la ecografía, corrí a mi habitación y cerré la puerta de un portazo. Me derrumbé en la cama, sollozando hasta sentir que el aire me faltaba.

Pasó un tiempo que no supe medir. Al fin logré respirar un poco. Entonces, desde el cuarto contiguo, escuché la voz de mi padre, clara, cortante, como una sentencia.

—Valeria no tiene elección. Abortará.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Esa frase fue más cruel que cualquier grito, más letal que cualquier golpe. Fue como si me arrancaran la poca esperanza que me quedaba. Mi padre no me había castigado; me había sentenciado. Al igual que Daniel, el hombre de poder había decidido mi destino.

En ese momento, la decisión quedó sellada en mi alma. Me iría. Me iría de esta casa, me iría de la empresa y me iría de esta ciudad. Y mi hijo nacería libre de sus reglas y de su precio.

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