Capítulo 2

Capítulo 2: La Jaula Dorada y el Quiebre

Respirando agitadamente, llegué al banco del parque y me dejé caer. La lluvia caía con violencia, calándome hasta los huesos, pero no me moví. Al menos servía para ocultar mis lágrimas, esas que resbalaban sin freno mientras mi mente giraba en un torbellino de preguntas sin respuesta.

Mi vida estaba destrozada. Todo había terminado. Lo había arruinado todo.

¿Qué debo hacer ahora?

Todo por culpa de aquella noche.

Flashback: La Lucha por la Libertad

Cerré la puerta tras de mí y solté un suspiro. Por fin en casa.

—¿Mamá? —llamé, esperando una respuesta, pero la casa estaba en silencio.

El eco de mis pasos fue lo único que contestó. No era raro; mis padres siempre trabajaban hasta tarde, construyendo esta jaula dorada que llamaban hogar. Caminé hacia la cocina y lo único que encontré fue una nota en la encimera:

Llegaremos muy tarde a casa esta noche. Tu comida está en el refrigerador, caliéntala. Te amo. Mamá.

La doblé con cuidado. Dolía que mi madre se comunicara conmigo más por notas que en persona. Saqué un vaso de agua y subí a mi habitación. Me dejé caer en la cama como si llevara siglos cargando un peso invisible.

Había sido un día agotador en la empresa. Apenas llevaba una semana de prácticas en Morgan Industries y ya sentía que la presión me estaba ahogando. Todo debía ser perfecto: los reportes, las entregas, incluso el café que llevaba a las reuniones. Sabía que era solo una practicante, una sombra en medio de ejecutivos trajeados, pero cada error parecía un pecado mortal.

Y aun así, no era el trabajo lo que ocupaba mis pensamientos. Era él.

No sé qué tenía, pero desde que lo vi en el pasillo, algo cambió dentro de mí. Su porte, la seguridad en cada movimiento, el modo en que su mirada parecía atravesar todo. Daniel no era un empleado cualquiera. Era un directivo. Un hombre con poder.

Me mordí el labio. ¿Por qué pensaba en él? Apenas había sido un encuentro fugaz, un tropiezo torpe, y ya estaba como una tonta repasando cada segundo.

El sonido de mi celular me sacó de mis pensamientos. Contesté enseguida.

—¡Por fin, cariño! —la voz de Sofía llenó mis oídos—. ¿Cómo estás? ¿Qué planeas hacer hoy?

Sonreí. Sofía tenía ese efecto en mí.

—¿Hola, Sofi? —dije, cansada, pero divertida.

—No me cambies de tema. ¿Ya decidiste si vas a venir a la fiesta?

—Hmm… No sé si el mundo merezca ver esta hermosura en las calles —respondí con ironía, solo para provocarla.

—¡Valeria! —bufó—. Ni siquiera puedes hablarme en serio.

No pude evitar reír. Ella me conocía demasiado bien.

—Está bien, está bien. Lo siento —me disculpé, aun riendo.

—Dime la verdad, Vale. ¿Vas a venir o no?

—No, Sofi. Ya te lo dije.

—¡Ay, Valeria! —se quejó como si fuera el fin del mundo—. Es solo una fiesta de bienvenida. Todos los de la oficina irán. Dicen que estarán algunos directivos. ¿Te imaginas? ¡Tener la oportunidad de hablar con ellos!

—No me interesa hablar con directivos, Sofi. Apenas sé cómo archivar documentos sin morir en el intento.

—Por eso mismo, ¡para que te vean! Tal vez te gane puntos. O, mejor aún, tal vez te gane miradas.

Me sonrojé sin querer.

—Sofi… ¿conoces a Daniel?

Ella tardó en contestar.

—¿Daniel…? ¡Ah, claro! Sí, lo conozco de vista. Es guapísimo, uno de los ejecutivos más jóvenes y serios. Siempre anda trajeado, como si todo el edificio girara a su alrededor. Y, por lo que sé, también irá a la fiesta. ¿Por qué lo preguntas?

—Lo vi hoy. Nada importante —mentí, aunque mi corazón latía más rápido de lo normal.

—Nada importante, ajá… —canturreó Sofía—. Vale, no nací ayer.

—Tropecé con él en el pasillo. Se me cayeron unos papeles y él me los recogió. Eso es todo.

—¡Oh, por Dios! ¡Es de película! Un accidente que podría ser el comienzo de algo —replicó, triunfante.

Mis pensamientos se dispersaron. Mis padres. Siempre ellos. Nunca me dejaban hacer nada. Y aun así, la culpa me atenazaba.

—¿Valeria? —la voz de Sofía me devolvió al presente.

—No lo sé, Sofi —murmuré al fin.

—Vale, escucha. Eres joven, inteligente, trabajadora, pero no puedes pasarte la vida encerrada siguiendo reglas que ni siquiera te hacen feliz. Esta es tu oportunidad para hacer algo diferente. Una sola noche. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

Lo peor que puede pasar... pensé, sintiendo un escalofrío.

—Ya hablamos de esto, Sofía.

—Y lo seguiremos hablando hasta que digas que sí —contestó ella, obstinada.

Reí, aunque nerviosa. Sofía era mi roca.

—Está bien, hablamos luego —corté, para no seguir dándole vueltas.

Colgué y bajé a la sala. Justo en ese momento sonó el teléfono fijo. Corrí a contestar.

—¿Hola?

—¡Valeria! ¿Dónde estabas? —la voz de mi madre sonaba molesta, controladora.

—En mi habitación. Estaba hablando con Sofía y no escuché.

—¿Cuántas veces te he dicho que tengas siempre el teléfono a mano? Las llamadas de trabajo son importantes, y tú no puedes estar en las nubes. Sabes lo que significa todo esto para nosotros.

La rabia me recorrió de arriba abajo.

—Mamá, no estoy aquí para ser tu secretaria.

—¡Cuidado, jovencita! —su voz se volvió fría y cortante—. No me hables en ese tono. ¿Nos entendemos?

Normalmente me habría disculpado. Pero ya estaba cansada. La confirmación del embarazo aún no llegaba, pero la presión de esa vida sí.

—No, mamá. No nos entendemos. Tú nunca me entiendes, así que yo tampoco.

Hubo un silencio breve antes de su sentencia, tan fría como las notas que dejaba en la nevera:

—¡Estás castigada!, señorita. Hasta que aprendas a respetar.

Y colgó.

Me quedé con el auricular en la mano, temblando. Siempre había sido la hija obediente, la que cumplía todas las reglas, la que nunca daba problemas. Y, aun así, nunca era suficiente.

Ese fue el momento en que algo se quebró dentro de mí.

Subí corriendo a mi habitación, con lágrimas ardiendo en mis ojos, y marqué el número de Sofía.

—¿Vale? —contestó, sorprendida.

Respiré hondo.

—Voy a la fiesta. Pásame a recoger más tarde.

El silencio que siguió se llenó de la risa emocionada de Sofía.

—¡Sabía que dirías que sí! —exclamó.

Yo, en cambio, apreté con fuerza el celular. Porque, aunque no se lo dije, en mi interior una voz me repetía que esa decisión, ese pequeño acto de libertad, iba a cambiarlo todo.

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