Capítulo 3

Capítulo 3: La Dinamita y el Desliz

—Tuviste otra pelea, ¿verdad? —preguntó Sofía, sin apartar la vista de la carretera mientras conducía hacia el centro de la ciudad.

Suspiré.

—Sí… ya sabes cómo son mis padres. Estrictos hasta la médula.

Ella chasqueó la lengua, pero enseguida cambió de tema con un brillo cómplice en los ojos.

—Bueno, olvídate de ellos por una noche. Estás preciosa, Vale. Ese vestido rojo es sofisticado, elegante… y muy peligroso.

Solté una risa nerviosa. Había elegido un minivestido rojo oscuro, sin tirantes, con unos tacones discretos. Buscaba un equilibrio entre sobriedad y atrevimiento. Quería verme adulta, una persona que tomaba sus propias decisiones.

—Gracias. Tú también luces espectacular —respondí.

Sofía me guiñó un ojo mientras aparcaba frente a un edificio de fachada moderna, todo vidrio y acero.

—Llegamos. ¿Lista?

No lo estaba, pero asentí. Era el momento de romper con la obediencia.

El vestíbulo nos recibió con un aire imponente. Lámparas de cristal, jazz suave y camareros impecablemente vestidos. El ambiente era muy distinto al de cualquier fiesta juvenil: ejecutivos, analistas, el aire pesado de las ambiciones no dichas. Todo parecía sacado de una película donde yo no sabía si era protagonista o simple extra.

—Wow… —susurré.

—Nada que ver con lo que imaginabas, ¿eh? —rió Sofía, empujándome suavemente hacia el interior—. Recuerda, esto es una recepción corporativa. Aquí todo cuenta: cómo te vistes, con quién hablas, cómo sonríes.

Mike, de Recursos Humanos, nos saludó. Su coqueteo con Sofía fue evidente, y ella se dejó llevar a la pista de baile.

Me quedé sola en la mesa, con una copa de vino blanco en la mano. Observaba a mis compañeros: la mayoría hablando de trabajo. Yo me sentía una impostora, una intrusa jugando a ser adulta.

Y entonces lo escuché.

—Valeria.

Mi nombre, pronunciado con esa voz grave y segura, me recorrió como un escalofrío.

Levanté la vista. Allí estaba Daniel. Su traje oscuro le quedaba impecable, y la manera en que sostenía el vaso de whisky transmitía un dominio natural del espacio y una jerarquía innegable. Era la encarnación de todo lo que mis padres deseaban para mí y, al mismo tiempo, de todo lo que yo no era.

—Hola… —murmuré, con nerviosismo.

—No esperaba encontrarte aquí —dijo con una sonrisa cortés que, no obstante, no llegaba a sus ojos claros.

—Quise aprovechar la oportunidad de conocer mejor a mis compañeros —contesté, tratando de sonar natural, aunque mi corazón latía con una nueva y peligrosa energía.

Él asintió.

—Una buena decisión. La mayoría de los nuevos suele quedarse al margen en este tipo de recepciones. Tú, en cambio, decidiste estar presente. Eso habla bien de ti. Muestra iniciativa.

Sentí un calor extraño en el pecho. Me limité a devolverle la sonrisa, tratando de ignorar el pulso acelerado.

Nos sentamos juntos, y la conversación fluyó con sorprendente facilidad, aunque siempre con un matiz profesional.

—¿Y cómo ha sido tu primera semana en la empresa? —preguntó, apoyando un codo en la mesa.

—Agotadora. Todo parece moverse demasiado rápido… siento que apenas logro seguirles el ritmo.

Él sonrió, casi con complicidad, pero sin romper su máscara de ejecutivo.

—Así es Morgan Industries. Intensa, competitiva… pero también llena de oportunidades. Aunque debes saber que la intensidad de este mundo tiene un precio.

—Supongo que… quiero demostrarme que no estoy aquí solo por cumplir un requisito, sino porque tengo algo que aportar —admití, bajando la mirada a mi copa.

Por un instante, sentí su mirada fija en mí. No era una mirada de evaluación, sino de algo más profundo y peligroso.

—Eso te diferencia de muchos —dijo en voz baja—. La mayoría habla de ‘ganar experiencia’. Tú hablas de aportar. Y créeme, eso deja huella. Pero el mundo corporativo castiga la inexperiencia, Valeria. Debes estar dispuesta a pagar el precio por lo que quieres.

No supe qué contestar. Sus palabras resonaban con la pelea que había tenido con mi madre, con la sensación de que siempre estaba pagando un precio por la libertad. Mis mejillas ardían.

Él suavizó el momento con una sonrisa.

—¿Vienes seguido a este tipo de recepciones?

Negué con la cabeza.

—Es la primera vez.

—Entonces me alegra que hayas hecho esa excepción —dijo, con un brillo en los ojos que me desarmó. Era la primera pizca de algo personal que me ofrecía.

El vino empezó a hacer efecto. Sentía las mejillas calientes, la mente embotada y, al mismo tiempo, una ligereza peligrosa, la misma que me había llevado a desafiar a mis padres. Cada vez que sus ojos se encontraban con los míos, algo en mi interior se agitaba. Había una intensidad, una cercanía que no podía explicar.

Un mareo leve me sacó de mis pensamientos.

—¿Estás bien? —preguntó Daniel, inclinándose hacia mí, su voz cargada de una preocupación repentina que me tomó por sorpresa.

—Sí… solo un poco mareada. El vino y la intensidad.

Se levantó enseguida y me ofreció el brazo con la rapidez de un hombre acostumbrado a tomar decisiones.

—Ven. Un poco de aire fresco te ayudará.

Lo acepté. Me condujo a través del salón hasta la terraza exterior. El bullicio quedó atrás, y solo se oía el murmullo lejano de la ciudad.

Nos sentamos en un banco de piedra. El aire frío me despejó un poco, pero su cercanía volvió a desestabilizarme. Apoyé la cabeza en su hombro, incapaz de luchar contra la necesidad de sentirme acompañada. No era compañía lo que buscaba, sino escape, un momento donde las reglas no existieran.

—Daniel… —susurré, apenas consciente de lo que hacía.

—¿Sí?

Lo miré, y las palabras salieron solas, impulsadas por el alcohol y el dolor de mi vida reprimida.

—Lo siento.

Frunció el ceño, su expresión ya no era la del ejecutivo, sino la de un hombre confundido.

—¿Por qué?

Y antes de que pudiera pensarlo mejor, lo besé.

El contacto fue inesperado incluso para mí. Era torpe, impulsivo, cargado de vino y de nervios. Un beso desesperado, el acto final de mi rebeldía. Pero cuando sus labios tocaron los míos, sentí un relámpago recorrerme entera.

Retrocedí de golpe, horrorizada por mi atrevimiento. La culpa, esa vieja amiga, regresó de inmediato.

—Perdón… yo… fui una idiota. No debí…

Intenté levantarme, pero él me sujetó suavemente del brazo, su agarre firme. Vi la lucha en sus ojos claros, una batalla entre el control y el deseo. Él era un hombre de orden, y yo acababa de arrojar el caos en su perfecta noche.

Con su otra mano, apartó un mechón de mi rostro y acarició mi mejilla. Su aliento rozó mi oído.

—Valeria… —susurró, su voz ronca de una manera que me hizo temblar.

Y entonces me besó.

Ese beso fue distinto: seguro, firme, sin asomo de torpeza. Era la respuesta a un anhelo que no sabía que compartíamos. Cerré los ojos y me dejé llevar. Mis manos se enredaron en su cabello oscuro, sintiendo la textura de su elegancia. Su abrazo me envolvió con una fuerza que me hizo olvidar todo. El miedo, mis padres, la empresa… se desvanecieron. Solo existía la urgencia de su boca y la necesidad de sentirme, por primera vez, completamente libre.

El beso se volvió más intenso. Daniel gimió en mi boca, y sentí que estaba rompiendo la barrera de su autocontrol. Sus labios me pidieron permiso y yo se lo di con la misma intensidad. Dejó el vaso de whisky sobre el banco de piedra, el tintineo del hielo perdido en el rugido de mi propia sangre.

Se separó un momento, con la respiración agitada, y me miró a los ojos. Había una mezcla de éxtasis y pánico en su rostro.

—Esto… no debe pasar aquí, Valeria.

Su voz sonaba a advertencia, pero sus ojos me imploraban. La gravedad de su posición, el miedo al escándalo, era visible. Pero el deseo era más fuerte.

—Tengo un lugar —dijo, poniéndose de pie y ofreciéndome la mano.

Lo miré, perdida. Él no me estaba preguntando si quería ir; estaba asumiendo que el deseo era mutuo, que lo inevitable había ocurrido. Y no me equivoqué.

—Vamos —le dije, mi voz apenas un soplo de viento.

Daniel me tomó de la mano y nos deslizamos fuera de la terraza, evitando las miradas. Caminamos por un pasillo lateral, lejos de la música y las risas. Su mano en la mía era firme, tibia, y me guiaba con un sentido de propiedad que me hizo temblar.

Salimos del edificio por una puerta discreta, y él me llevó a un automóvil de lujo, oscuro y sobrio, que me esperaba a la vuelta de la esquina. Un ejecutivo de su nivel siempre tiene un plan de escape.

El viaje fue corto, silencioso, lleno de tensión muda. El motor apenas se escuchaba. Yo miraba las luces de la ciudad pasar, y la adrenalina borraba el efecto del vino. Estaba a punto de cometer el mayor error de mi vida, o de hacer la única cosa que se sentía completamente verdadera.

Llegamos a un elegante complejo residencial. El apartamento de Daniel era moderno, con vistas a toda la ciudad. Un refugio de alto standing que gritaba poder y aislamiento.

—Tú primero —dijo, abriendo la puerta con una tarjeta.

Entré. El silencio era total, solo roto por el latido desbocado de mi corazón. Me giré, sintiendo el peso de la noche, de la decisión, de él.

Daniel cerró la puerta. Hizo un ruido sordo, final. Se apoyó contra la madera, se quitó la chaqueta y la arrojó sin cuidado sobre una silla de diseño. Luego se aflojó la corbata, rompiendo por fin el impecable control de su vestimenta.

Sus ojos, profundos y claros, se clavaron en los míos. Ya no había rastro del ejecutivo. Solo del hombre.

Dio dos pasos hacia mí.

—Valeria, no sabes el infierno que ha sido para mí verte ahí… y tener que mantener la distancia.

Me tomó por la cintura. Su toque fue una descarga.

—Por favor —susurré, el control desvaneciéndose.

Me levantó, yo envolví mis piernas alrededor de su cadera, y me llevó al interior de la habitación, devorándome la boca en el proceso.

El beso era salvaje, desesperado, una explosión de la tensión reprimida por el trabajo, la jerarquía y las reglas. En medio de ese caos, sentí que, por fin, era libre. Y que el precio de esa libertad acababa de empezar a cobrarse.

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