En la oscuridad de una noche bañada por la Luna Carmesí, Amara, una vampira con habilidades psíquicas, regresa sola al faro abandonado donde secretos antiguos laten en cada rincón. El aire está cargado con el eco de un nombre olvidado, mientras las runas en el suelo brillan con una luz carmesí inquietante. A medida que su telepatía la guía, percibe presencias furtivas que acechan en las sombras, pero algo más la ha llevado hasta allí: la inminente debilidad de un sello mágico que debe ser sellado antes de que la oscuridad se desate. A su llegada, se encuentra con Lykos, el hombre lobo alfa cuya presencia es tan imponente como la fuerza de la naturaleza misma. Con los ojos rojo brillante, Lykos está dispuesto a ayudar, pero su interacción está cargada de tensión: ambos comparten un destino entrelazado y una tensión palpable. Entre murmullos y miradas intensas, se enfrentan a un desafío mayor: un poder que amenaza con destruirlo todo.
Ler maisPrólogo — Amara
Nunca imaginé volver a este faro abandonado sola, ni mucho menos con la daga entre los dedos. El viejo torreón, astillado por la sal y el tiempo, se alzaba bajo la Luna Carmesí como un centinela cansado, que había presenciado siglos de secretos y tragedias. A cada paso, mis botas resonaban contra la piedra húmeda, y sentía ese susurro antiguo en la sangre: un nombre olvidado que palpitaba en cada runa grabada en el suelo, un eco del pasado que jamás debí haber despertado. Algo más que el deber me había traído hasta aquí: un eco en mi mente vampírica. Mi telepatía —una habilidad que prefiero usar con cautela— me revelaba fisgones furtivos: sombras de lobos y fantasmas de consejeros, todos ávidos de saber si fallaría. Sabía que no debía permitir que mi poder interfiriera tan pronto, pero al cerrar los ojos por un instante escuché un murmullo, tan bajo y cercano que parecía salir de las entrañas mismas del faro: “Amara…” Abrí un ojo para comprobar mis instintos, buscando la fuente del llamado. La runa central vibraba con un fulgor carmesí que se volvía errático, como un corazón a punto de estallar. Mi supervelocidad me permitía moverme en un parpadeo, pero en aquella penumbra, cada paso debía ser calculado, pues el faro, con su arquitectura ancestral, era un laberinto de sombras y trampas invisibles. Con lentitud, extendí la palma y presioné el aire; una exhalación —casi un lamento— me recorrió la garganta, el peso de la tarea que llevaba sobre mis hombros aplastándome. En la penumbra, distinguí una figura que emergió de la niebla con una presencia tan poderosa que hizo que el aire se espesara. Lykos, mi contrapunto lupino, apareció como una sombra a la luz de la Luna Carmesí. Sus ojos rojo brillante recortándose contra la niebla, buscando cada rincón, cada amenaza. El contraste entre su fuerza y mi fragilidad vampírica era palpable, aunque no era la fuerza lo que me atemorizaba. —Ya llegas tarde —susurré, más a mí misma que a él—. El sello se debilita. Sin respuesta, él dio un paso adelante, la mirada fija en el centro del faro, donde las runas seguían su errática danza. Su estatura era imponente: cada músculo de su cuerpo irradiaba fuerza bestial, una fuerza primitiva y antigua. La mirada de Lykos, dura como la roca, escondía algo más que desafío. Algo que no quería reconocer, pero que sentía profundamente en mi pecho: una atracción peligrosa, una conexión marcada por el destino. En ese momento, el faro pareció cobrar vida, y las ruinas que lo rodeaban se hicieron más amenazantes. La Luna Carmesí, como siempre, parecía vigilar cada uno de nuestros movimientos. Prólogo — Lykos El primer rugido de la Luna Carmesí siempre me arrancaba del sueño más profundo, un sonido primitivo que recorría mis venas y despertaba lo mejor y lo peor de mí. Mi pelaje se erizaba antes de que mi mente consciente comprendiera el porqué: un llamado urgente. Una vez que llegué al acantilado y vi el faro en ruinas, mis ojos rojo brillante, sello de mi estirpe alfa, se posaron inmediatamente en Amara. Nunca antes la había visto tan tensa, tan mortal, como si el peso del destino cayera sobre sus hombros. Mis sentidos de lobo estaban al máximo, más afinados que nunca. El olfato me permitió oler el miedo de los vampiros acechando en los recovecos cercanos, su curiosidad y desconfianza tan densas como la niebla que urgía sellar. Mi oído captó el eco de cada gota que caía, amenazando con romper la concentración que ambos compartíamos. Con paso firme, ascendí la escalera de caracol, sorteando trozos de muro desgastados por el mar, sintiendo cómo el peso del lugar parecía hundir mis pasos en el mismo suelo que Amara había tocado. —Tu velocidad me tomó por sorpresa —musité con una sonrisa ladeada, intentando aligerar el ambiente cargado de tensión. Ella me devolvió la mirada, sus ojos morado brillante cargados de autoridad y, a la vez, una promesa peligrosa. Su aura vampírica, aun en la penumbra, irradiaba peligro y una fuerza tan palpable que la sentí como un latido en mi pecho. Sabía que aquella noche la necesitaba... más de lo que podía admitir.El gran salón del faro, una antigua cámara abovedada con ventanales que daban al mar, rebosaba de luz y expectación. Allí, bajo los arcos de piedra que habían visto milenios, Amara se encontraba frente a una treintena de jóvenes vampíricos recién iniciados. El manuscrito del Oráculo, por fin incorporado al acervo de la guardiana, reposaba en un atril de ébano, sus páginas desplegadas con runas que latían con poder contenido.Las antorchas encendidas proyectaban un resplandor tibio sobre las paredes cubiertas de inscripciones, testigos silenciosos de ritos milenarios. Amara alzó la voz, suave pero cargada de autoridad:—La verdadera magia nace del corazón y de la voluntad —declaró—. No la derrochéis en brillos vanos ni en conjuros egoístas. Cada línea de runa que tracéis debe llevar en su centro una intención noble: protección, sanación o comprensión.Los aprendices, con colmillos apenas asomados y ojos de un violeta intenso, empuñaban varitas de ónice y pe
La gran sala del Ayuntamiento de la capital humana había sido preparada con esmero para el consejo de estado. Largas mesas de roble oscuro, dispuestas en forma de “U”, se llenaban de pergaminos, sellos oficiales y copas de plata que relucían bajo la luz de los candelabros. Tras meses de calma tras la derrota de la niebla, la gobernadora Maddie García afrontaba ahora un desafío distinto: contener las presiones de los sectores más conservadores que veían la integración de vampiros y lobos en sus instituciones como una traición a la tradición.Amara y Lykos ocuparon los asientos de honor frente a la mesa principal, flanqueados por consejeros humanos de rostro impasible. A su lado, Vania y Arik observaban con atención, conscientes de que aquel debate marcaría un hito en la recién forjada alianza. La gobernadora García, ataviada con su toga ceremonial y el broche de ónix, golpeó suavemente la mesa con su bastón de mando para abrir la sesión.—Concejales —comenzó, su voz
Los rumores de inquietud llegaron en caravanas de mensajeros y susurros furtivos. Hacia el sur, donde la frontera recién trazada con los territorios licántropos se ensanchaba, se hablaba de hogueras prohibidas y cánticos en lenguas antiguas. Arik, ya nombrado general de las patrullas mixtas, recibió los informes con el ceño fruncido. No se trataba de simples deserciones: hablaban de lobunos disidentes que, resentidos con la alianza, practicaban rituales oscuros de la vieja manada, invocando a la niebla como si fuera un dios vengativo.Esa misma tarde, Arik reunió a un destacamento de guardias licántropos y vampíricos veteranos. Al pie de la colina cubierta de robles centenarios, les habló con voz potente:—No podemos permitir que las sombras del pasado amenacen la paz que hemos forjado —declaró—. Marcharemos al amanecer y traeremos a estos disidentes ante el consejo; no con violencia, sino con la fuerza de nuestro compromiso y la justicia de nuestras leyes.
La mañana siguiente al Gran Ritual amaneció fría y luminosa. El cielo era un cristal límpido atravesado por el canto lejano de las aves marinas, y el aire, aunque cortante, traía consigo una quietud cargada de promesas. Amara ascendía en silencio por la estrecha escalera de piedra del faro, cada paso resonando como un eco antiguo en los muros que habían visto más siglos que reinos. A cada peldaño, risas infantiles y murmuraciones de ancestros parecían emanar desde el sillar, recordándole que su gesta se inscribía en un hilo ininterrumpido de historias.Las paredes, rugosas y salpicadas de líquenes grises y verdes, parecían respirar con ella. Allí, donde la historia aún latía entre grietas y polvo, sentía la presencia de quienes alguna vez velaron por la paz antes de que la niebla lo envolviera todo. El pasillo curvo desembocaba en una galería adornada con relieves medio borrados por el tiempo, uno de los cuales capturó su atención: tres figuras entrelazadas —una con colmill
Semanas después de la victoria final contra la niebla, los viejos senderos y rutas costeras se llenaron de carromatos, caravanas y viajeros de todas las razas. El mercado del puerto, antaño desolado por el temor a la bruma, vibraba con el tintineo de monedas, el regateo de mercaderes y el aroma de especias venidas desde tierras lejanas. Puestos de telas multicolores competían con tiendas de herramientas lobunas y estanterías de pociones vampíricas; junto a barracas de pescadores humanos se alzaban carpas donde se ofrecían copias del manuscrito del Oráculo, ilustradas con delicados trazos de runas.En lo alto, el faro volvió a girar su lente centelleante. La rueda de cobre bruñido zumbaba suavemente, proyectando un haz de luz que recorría el horizonte marino con un pulso sereno. No era ya solo un centinela contra la niebla: se había convertido en símbolo de colaboración y esperanza, un faro de progreso para quienes llegaban por mar y por tierra.Cada amanecer, Amara
La noche había sido devorada por un amanecer cristalino. El cielo, despejado y sin rastros de niebla, se extendía como un lienzo azul pálido sobre la ciudad que alguna vez tembló bajo sombras. Los primeros rayos del sol acariciaban los tejados aún húmedos por el rocío, y el aire fresco traía consigo el aroma salobre del mar, ahora sin espuma gris ni presagios oscuros.En la plaza central, la más antigua de la ciudad, resonaban pasos firmes sobre el empedrado milenario. Columnas de granito flanqueaban los laterales, decoradas con guirnaldas tricolor —rojo, plateado y verde— que ondeaban al compás de la suave brisa matinal. En el centro, una fuente de mármol emergía sin agua, su vaso vacío recordando el largo invierno de la niebla que, por fin, había sido desterrada.Los guardias, ataviados con ropajes ceremoniales que combinaban los colores y símbolos de sus respectivas especies, formaban una sola línea. Vampiros de semblante grave, con capas carmesí y bastones rúni
Último capítulo