En la oscuridad de una noche bañada por la Luna Carmesí, Amara, una vampira con habilidades psíquicas, regresa sola al faro abandonado donde secretos antiguos laten en cada rincón. El aire está cargado con el eco de un nombre olvidado, mientras las runas en el suelo brillan con una luz carmesí inquietante. A medida que su telepatía la guía, percibe presencias furtivas que acechan en las sombras, pero algo más la ha llevado hasta allí: la inminente debilidad de un sello mágico que debe ser sellado antes de que la oscuridad se desate. A su llegada, se encuentra con Lykos, el hombre lobo alfa cuya presencia es tan imponente como la fuerza de la naturaleza misma. Con los ojos rojo brillante, Lykos está dispuesto a ayudar, pero su interacción está cargada de tensión: ambos comparten un destino entrelazado y una tensión palpable. Entre murmullos y miradas intensas, se enfrentan a un desafío mayor: un poder que amenaza con destruirlo todo.
Leer másLa cueva del Oráculo surgía ante ellos como una bocanada de sombra en lo alto del promontorio. Tras dos agotadoras jornadas de viaje, el carruaje descansaba abajo, sus ruedas hundidas en la hierba húmeda. Amara y Lykos descendieron ayudados por Arik, mientras Vania permanecía a su lado, observando el entorno con ojos atentos. El aire aquí era más fino, el viento gélido se colaba entre los pliegues de sus capas y arrancaba escalofríos, recordándoles la absoluta soledad de ese lugar sagrado.A la entrada, un arco pétreo cubierto de líquenes y pequeñas estalactitas formaba una boca silenciosa, como el fauces de una bestia dormida. Sobre él, en relieve, los símbolos de la luna creciente, la huella lobuna y el colmillo vampírico se entrelazaban en un diseño ancestral. Cada trazo hablaba de pactos forjados y traiciones olvidadas.—Aquí nos aguarda la verdad —murmuró Amara, conteniendo el temblor de emoción en la voz.Lykos la observó un instante, asintiendo mien
Al despuntar el alba, el carruaje cargado zumbaba sobre el camino empedrado que se internaba en el bosque. Las ruedas chirriaban contra las piedras húmedas, levantando pequeñas nubes de polvo y hojas secas. Amara y Lykos viajaban uno al lado del otro, junto a Arik y Vania, sosteniendo el manuscrito del Oráculo y el cristal carmesí. El sol emergente teñía de oro las copas de los árboles, mientras la niebla matinal se enredaba en los troncos como un velo fantasmal.—La cueva del Oráculo está a dos jornadas de aquí —explicó el conductor, un hombre curtido por el sol y los viajes—. Primero cruzaremos el Paso del Eco, luego ascenderemos al promontorio. Si mantenemos este ritmo, llegaremos al tercer día al mediodía.Lykos asintió, prestando atención al aire fresco que entraba por la puerta entreabierta del carruaje. Su agudo olfato captaba cada matiz del camino: el aroma a pino, la humedad de la hojarasca y un leve matiz a óxido, señal de la presencia anterior de la nieb
La plaza central del pueblo vibraba con un murmullo de insatisfacción que crecía como el preludio de una tormenta. Las piedras del suelo, pulidas por generaciones de pasos, resonaban con el ruido de lanzas y bastones golpeando el pavimento. A un lado, los consejeros conservadores vampíricos, ataviados con capas carmesí y collares rúnicos, habían convocado a sus seguidores para protestar contra la alianza con lobunos y humanos. En medio de la multitud, Daemon alzaba su bastón de marfil, su voz estridente y altiva retumbando entre las fachadas de piedra.—¡No necesitamos la fuerza de bestias peludas ni la vana ayuda de meros mortales! —clamaba Daemon, golpeando el suelo con el bastón—. ¡Somos eternos! ¿Por qué rebajar nuestro linaje con criaturas que perecen al primer asalto?Los seguidores vampíricos aplaudían con entusiasmo, mostrando colmillos brillantes, mientras los lobunos permanecían en el extremo opuesto de la plaza, tensos y agrupados en pequeños corrillos,
La luz del alba tiñó el patio del faro de un dorado suave y discreto, como un susurro de esperanza tras la noche de combate. Amara regresó acompañada de Lykos y un pequeño grupo de guardias que sostenían antorchas apagadas y escudos mellados. El silencio matinal contrastaba con el estruendo de la batalla reciente: arbustos arrancados, cenizas de antorchas desparramadas en el suelo y charcos de sangre oscura donde antes habían huido los espectros de niebla. Pero lo más evidente eran las dos cicatrices profundas en el hombro de Lykos, heridas oscuras que se clavaban en su piel de lobo como recordatorios implacables de lo cerca que había estado de sucumbir.Lykos avanzó con paso firme, aunque sus enormes zarpas dejaban huellas irregulares en el musgo húmedo. Cada pisada denotaba cansancio: su aliento, visible en el aire fresco, salía entrecortado y pesado.—Detente —ordenó Amara con voz suave pero autoritaria—. Deja que cure tus heridas antes de que conviertas esto en
El bosque junto al faro era un mar de troncos retorcidos y maleza cerrada, cubierto por una neblina espesa que se arrastraba por el suelo como una bestia silenciosa. Las copas de los árboles apenas dejaban pasar la luz, y el aire olía a tierra húmeda y a algo más... una presencia latente, ancestral.Amara y Lykos avanzaban en formación, los lit toros encendidos en alto —cristales lumínicos con núcleos encantados— que proyectaban círculos carmesíes a través de la bruma. Sus sentidos, agudizados por el entrenamiento y la sangre sobrenatural, escudriñaban cada rincón con precisión. Tras ellos, una formación mixta de vampiros, licántropos y humanos seguía en semicírculo, armas en mano, con cristales de contención atados a sus cinturones y collares rúnicos resplandeciendo débilmente.—La niebla nos espera —susurró Amara, con la voz baja pero clara—. Recordad: defensa y dispersión mental. No os distraigáis.Lykos flexionó las zarpas, su olfato detectando un pulso extraño en el aire, como oz
La antorcha parpadeaba al descender por la estrecha escalera de caracol, dejando tras de sí un rastro de luz morada. El aire estaba cargado de humedad salina y un tenue olor a moho que se adhería a la túnica de Amara. Con cada paso, ella sentía cómo la piedra milenaria recogía el eco de sus botas, como si el faro entero fuera un organismo vivo que respiraba en la penumbra.—Casi llegamos —susurró Amara, activando la runa de iluminación en su palma—. Mantén los sentidos alerta.Lykos la seguía, su olfato entrenado captando la mínima variación de aromas en ese ambiente cerrado. La runa de visión que llevaba grabada en la frente proyectaba un brillo rojo suave, permitiéndole ver los grabados antiguos que el agua había erosionado.Al final de la escalera, un vestíbulo ancho se abrió ante ellos. Las paredes estaban tapizadas con mosaicos de escamas petrificadas y huesos tallados, una especie de diario macabro de antiguas ceremonias. En un nicho central, una gran losa descendía unos centíme
La mañana destacó el patio del faro con un suave tono rosa, como si el sol despertara lentamente, pintando todo a su paso con un resplandor delicado. El rocío cubría los adoquines, y las gotas brillaban como pequeñas joyas dispersas sobre el musgo que se enroscaba entre las piedras. La atmósfera era fresca, pero cargada de tensión. Aunque el día comenzaba de manera tranquila, sabíamos que la calma era solo una ilusión; la niebla, aunque contenida por el momento, aún acechaba en el horizonte, esperando su oportunidad para regresar. Hoy, como cada día, debíamos prepararnos para lo que vendría.Amara llegó al patio con paso firme, sus botas golpeando el suelo con determinación. Su capa ondeaba tras ella, agitando un surco de polvo que flotaba brevemente antes de disiparse. A su lado, Lykos esperaba impasible, su figura imponente y su mirada fija en el horizonte, como si estuviera anticipando el desafío que estaba por venir. Su capa, también, se movía suavemente con la brisa.—Bien —dijo
La alborada llegó con un rumor sordo, como un susurro inquieto que emergía de la tierra misma. La niebla, como un mal presagio, parecía intuir el peligro sufrido en el Altar de Sangre. Se arremolinaba en el horizonte con la determinación de un ejército de sombras, como si se hubiera regroupado, preparado para una nueva ofensiva. Al asomarme al balcón del faro, observé cómo aquella masa gris ascendía desde el acantilado, arrastrándose sobre las olas con una lentitud obsesiva, como si estuviera tomando fuerzas para lo que estaba por venir. La brisa que venía del mar se mezclaba con el frío hedor de la niebla, el mismo aroma nauseabundo que presagiaba la asfixia inminente.Mis ojos recorrieron el horizonte, donde el mar y el cielo se fundían en una línea borrosa, oculta casi por completo por la niebla que avanzaba con su manto de muerte. A lo lejos, las primeras olas del océano comenzaron a chocar contra los acantilados, el sonido del agua transformado en un rugido ininterrumpido, como s
La escalera caracol terminó en un vestíbulo ancho, envuelto en penumbra y musgo. El aire apestaba a humedad estancada, y gotas de agua caían rítmicamente de las piedras del techo como un metrónomo funesto. Avanzamos con cautela, cada paso resonando en el silencio denso del lugar. La antorcha de Lykos proyectaba sombras danzantes sobre los relieves hundidos en la roca, figuras antiguas que parecían observarnos con ojos vacíos. Yo sostenía mi daga en una mano y el cristal carmesí, hallado en las criptas, en la otra. Su pulso latía con una luz propia, como si el corazón de un ser vivo palpitara dentro de él, recordándome constantemente lo que estaba en juego.—Según el pergamino, el altar debería estar al final de este pasillo —susurré, mi voz reverberando en las paredes—. Mantén la vista en las inscripciones, que guiarán el camino.Lykos inclinó los hombros y respiró hondo, su olfato captando el rastro de salitre mezclado con óxido, señales evidentes de que la cámara principal había sid