La escalera caracol terminó en un vestíbulo ancho, envuelto en penumbra y musgo. El aire apestaba a humedad estancada, y gotas de agua caían rítmicamente de las piedras del techo como un metrónomo funesto. Avanzamos con cautela, cada paso resonando en el silencio denso del lugar. La antorcha de Lykos proyectaba sombras danzantes sobre los relieves hundidos en la roca, figuras antiguas que parecían observarnos con ojos vacíos. Yo sostenía mi daga en una mano y el cristal carmesí, hallado en las criptas, en la otra. Su pulso latía con una luz propia, como si el corazón de un ser vivo palpitara dentro de él, recordándome constantemente lo que estaba en juego.
—Según el pergamino, el altar debería estar al final de este pasillo —susurré, mi voz reverberando en las paredes—. Mantén la vista en las inscripciones, que guiarán el camino. Lykos inclinó los hombros y respiró hondo, su olfato captando el rastro de salitre mezclado con óxido, señales evidentes de que la cámara principal había sido utilizada para antiguas ofrendas. Un gruñido suave escapó de sus labios mientras adoptaba una postura de exploración, adelantándose entre las sombras, moviéndose con una gracia que solo él poseía. Los minutos se estiraron en una tensa quietud, cada uno de nuestros pasos amplificado por la acústica del lugar. El pasillo, rodeado de piedra fría y húmeda, parecía extenderse infinitamente antes de que dobláramos la última esquina. Fue entonces cuando lo vimos: el Altar de Sangre. La visión de la estructura hizo que la atmósfera se cargara aún más de una energía palpable. Un pedestal de basalto negro se erguía imponente sobre un estrado de adoquines tallados, como un centinela antiguo. En su cima, tres cavidades perfectamente circulares, cubiertas por polvo y enredaderas secas, parecían esperar su destino. Entre ellas, columnas esculpidas representaban a un vampiro, un lobo y un humano, cada uno tallado con detalles que no dejaban lugar a dudas: estas tres especies eran las claves para la activación de este altar, el lugar de la unión definitiva. —El Altar de Sangre —murmuró Lykos, su voz reverberando con un tono reverencial—. El punto de unión definitivo. Coloqué el pergamino con delicadeza junto al cuenco central, sabiendo que cada movimiento debía ser preciso. Me arrodillé frente a la cavidad izquierda y desenvainé mi daga, hundiéndola en mi antebrazo. De la herida brotó mi sangre morada, que se derramó sobre la piedra. En el momento en que el líquido tocó la superficie, la piedra tembló y una luz violeta emergió de las grietas, iluminando el ambiente con un brillo tenue pero potente. Lykos observaba con atención, sus ojos fijos en el ritual mientras su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración profunda, como si el mismo aire se estuviera volviendo más denso. Con un movimiento decidido, Lykos cortó su propia muñeca alfa, dejando que las gotas de sangre roja cayeran sobre la cavidad derecha. La piedra retumbó con un resplandor carmesí y un zumbido ancestral se propagó por la estancia, como si algo largo tiempo dormido despertara. La cercanía de la niebla se volvió casi tangible: un murmullo lejano que parecía arrastrarse por el aire, como si la oscuridad estuviera buscando nuestra rendición. —Ahora, la prueba final —dije, alzando el cristal carmesí hacia la cavidad central—. El legado del Oráculo debe sellar esta unión. Apoyé el cristal en la cavidad central, y en el instante en que tocó la piedra, el engarce de plata cobró vida. Destellos blancos recorrieron su superficie, emitiendo haces de luz que golpearon las paredes, iluminando las inscripciones y revelando símbolos ocultos en la oscuridad. Con voz clara, recité las palabras que sellarían el destino de la alianza: > “Por sangre de vampiro, fuerza de lobo y sabiduría del hombre, que este Altar de Sangre selle el pacto y repela al Corazón del Abismo. Que la niebla no avance, que la oscuridad se quiebre, pues tres almas unidas son más fuertes que cualquier sombra.” Las tres cavidades comenzaron a iluminarse en secuencia: primero un resplandor morado, seguido de un fulgor rojo y finalmente una luz blanca cegadora. El pedestal emanó un pulso poderoso que atravesó el suelo y las paredes, enviando vibraciones por todo el altar. Por un segundo, todo quedó en silencio absoluto. El aire se volvió denso, pesado, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Luego, un suspiro resonó desde lo más profundo de la roca, un suspiro interno, como el de un ser que ha despertado de un largo sueño. Lykos se acercó con cautela y me tendió la mano. Sus ojos brillaban con una mezcla de orgullo y alivio, pero también de algo más: sabíamos que este no era el final, sino solo un paso en un largo camino. —Lo hemos hecho —susurré, con una sonrisa débil—. El Altar de Sangre está sellado hasta la próxima Luna Carmesí. Salimos hombro con hombro, sabiendo que cada gota de nuestra sangre, cada palabra pronunciada en ese lugar sagrado, había fortalecido la alianza entre nuestras razas. El pacto estaba sellado, y con él, la promesa de enfrentarnos juntos a lo que estaba por venir. Sabíamos que la batalla contra la niebla no había hecho más que comenzar.