Capítulo 3: El Altar de Sangre

La escalera de caracol, húmeda y cubierta por el musgo que el tiempo no había logrado borrar, finalmente nos condujo a un vestíbulo ancho y oscuro. La penumbra envolvía el lugar como un sudario, y el olor a humedad estancada se hacía más intenso a cada paso. El aire estaba frío, pesado, cargado de una mezcla entre tierra mojada y piedra vieja que parecía susurrar secretos olvidados.

Sobre nuestras cabezas, gotas irregulares de agua caían con un ritmo constante y monótono, semejante a un metrónomo lúgubre que marcaba el pulso del lugar. Cada gota golpeaba la roca con un sonido seco, reverberando como un pequeño tamborileo fúnebre que parecía señalar el paso del tiempo en ese santuario subterráneo.

Avanzábamos con cautela, conscientes de que cualquier ruido fuera de lugar podría despertar algo más que el eco. La antorcha en la mano de Lykos proyectaba sombras vacilantes, danzando en las paredes y relieves hundidos en la roca. Figuras ancestrales esculpidas en la piedra parecían observarnos, sus rostros inertes y eternos, pero en sus ojos vacíos había una amenaza silenciosa, como si juzgaran nuestra osadía de profanar ese recinto sagrado.

Yo sostenía la daga con firmeza en una mano, el frío metal un ancla en medio de la incertidumbre, y en la otra el cristal carmesí que habíamos encontrado en las criptas. Su luz pulsaba con un latido propio, como el corazón vivo de una criatura dormida, irradiando un brillo tenue que parecía retumbar en mi pecho. El peso de ese cristal era más que físico; era la representación palpable de lo que estábamos a punto de enfrentar, un recordatorio constante de que el destino de todos estaba atado a ese momento.

—Según el pergamino, el altar debería estar al final de este pasillo —susurré, mi voz reverberando suavemente contra la piedra, rompiendo la quietud—. Mantén la vista en las inscripciones, serán nuestra guía.

Lykos asintió, pero no bajó la guardia. Inclinó los hombros, tomó una profunda bocanada de aire cargado de salitre y óxido, y su nariz se alzó ligeramente como un lobo que olfatea la brisa en busca de señales. Un gruñido contenido escapó de sus labios mientras adoptaba una postura de alerta y exploración, avanzando con la elegancia letal que solo su naturaleza lupina le otorgaba. Se movía con la precisión de un depredador que conoce cada sombra y cada paso del terreno, siempre preparado para la emboscada.

Los minutos parecían dilatarse en el tiempo. Cada uno de nuestros pasos se amplificaba en la acústica cavernosa del vestíbulo, resonando como un tambor de guerra en un templo olvidado. El pasillo se extendía delante de nosotros, flanqueado por frías paredes de piedra empapada, sus superficies lisas y húmedas reflejando la luz trémula de la antorcha. La sensación de estar descendiendo hacia lo desconocido crecía con cada metro, como si estuviéramos entrando en el corazón mismo de un misterio enterrado bajo capas de historia y magia.

Finalmente, doblamos la última esquina y allí estaba: el Altar de Sangre.

La presencia de la estructura impuso un silencio aún mayor, como si la atmósfera misma se comprimiera bajo su peso. Un pedestal tallado en basalto negro se erguía con una dignidad ancestral sobre un estrado de adoquines gastados por el tiempo y el abandono. Su superficie estaba cubierta por un polvo fino y por enredaderas secas que parecían susurrar historias de antiguos rituales, y, sin embargo, el altar irradiaba una energía palpable, un poder dormido que vibraba bajo la piedra como un latido profundo.

En la cima del pedestal, tres cavidades perfectamente circulares parecían aguardar su destino, como bocas mudas esperando la ofrenda que les daría vida. Entre ellas, tres columnas esculpidas emergían en un trazo magistral: un vampiro de mirada intensa y cuerpo esbelto, un lobo de musculatura imponente y pelaje en relieve, y un humano de porte firme y gesto decidido. Cada figura estaba tallada con tal detalle que parecía poder cobrar vida en cualquier momento, recordándonos la importancia de estas tres especies, las claves para la activación del altar y, con ello, para la unión definitiva entre nuestras razas.

—El Altar de Sangre —musitó Lykos, su voz reverberando con respeto—. El punto de unión definitivo.

Coloqué el pergamino con extremo cuidado junto al cuenco central, sabiendo que ese sencillo acto cargaba un peso enorme. Cada movimiento debía ser medido, exacto, porque estábamos en la cúspide de algo mucho más grande que nosotros.

Me arrodillé frente a la cavidad izquierda, inhalando el aire pesado de la cámara. Desenvainé mi daga con una lentitud ritual, el metal centelleando bajo la luz morada del cristal. Hundí la hoja en mi antebrazo, y sentí el ardor frío de la herida. De ella brotó mi sangre morada, un líquido espeso y vibrante, que se deslizó lentamente hacia la piedra. Al contacto con la superficie del basalto, la piedra pareció cobrar vida: un temblor recorrió el altar y una luz violeta comenzó a emerger de las grietas, iluminando el espacio con un resplandor a la vez suave y poderoso.

Lykos observaba en silencio, sus ojos fijos en el ritual, y el movimiento de su pecho se hizo más profundo y pausado. Parecía como si el aire mismo se espesara, cargado por una energía que escapaba a la comprensión común.

Cuando llegó su turno, Lykos tomó una daga corta, un arma ceremonial que sólo los alfa podían usar. Sin vacilar, cortó su muñeca, dejando que las gotas de sangre roja, viva y candente, cayeran en la cavidad derecha. La piedra resonó con un zumbido profundo y un resplandor carmesí se expandió por toda la estancia. Un eco ancestral vibró en las paredes, como si una presencia dormida despertara de su largo letargo.

La cercanía de la niebla parecía hacerse casi tangible, un susurro distante que reptaba en el aire, una oscuridad que nos acechaba, buscando cualquier indicio de rendición o debilidad.

—Ahora, la prueba final —dije, con la voz firme y un dejo de solemnidad—. El legado del Oráculo debe sellar esta unión.

Levanté el cristal carmesí con ambas manos y lo acerqué con reverencia a la cavidad central. En el momento en que el cristal tocó la fría piedra, el engarce de plata que lo sujetaba cobró vida propia. Destellos blancos comenzaron a recorrer su superficie con rapidez, emitiendo haces de luz que golpeaban las paredes con un brillo casi cegador. Las inscripciones ocultas en la penumbra se revelaron como símbolos arcanos, surgiendo como fantasmas lumínicos de la oscuridad.

Con voz clara y resonante, pronuncié las palabras que habrían de sellar el destino de nuestra alianza:

“Por sangre de vampiro, fuerza de lobo y sabiduría del hombre,

que este Altar de Sangre selle el pacto y repela al Corazón del Abismo.

Que la niebla no avance, que la oscuridad se quiebre,

pues tres almas unidas son más fuertes que cualquier sombra.”

Las tres cavidades respondieron con un resplandor que se encendió en secuencia: primero un brillo morado profundo, luego un fulgor rojo intenso, y finalmente una luz blanca cegadora. El pedestal entero vibró como si latiera con vida propia, enviando ondas de poder a través del suelo y las paredes, hasta fundirse con la piedra ancestral del faro.

Durante un instante, todo quedó suspendido en un silencio absoluto. El aire se volvió denso, pesado, y el tiempo pareció congelarse, atrapado en la suspensión de ese momento sagrado.

Luego, desde lo más profundo de la roca, un suspiro emergió, lento y reverente, como el aliento de una criatura milenaria despertando después de un sueño profundo.

Lykos se acercó con cuidado, su mirada reflejando una mezcla de orgullo, alivio y algo más difícil de nombrar. Extendió la mano, y tomé la suya, notando la calidez que contrastaba con la fría piedra bajo nuestros pies.

—Lo hemos hecho —susurré, con una sonrisa cansada, casi derrotada—. El Altar de Sangre está sellado, al menos hasta la próxima Luna Carmesí.

Salimos hombro con hombro, cada paso resonando con la solemnidad de quienes saben que han marcado un antes y un después. Cada gota de sangre derramada, cada palabra pronunciada, había fortalecido la alianza frágil pero necesaria entre nuestras razas. El pacto estaba vigente, y con él la promesa silenciosa de enfrentar unidos la tormenta que se avecinaba.

Sabíamos que la batalla contra la niebla no había hecho más que empezar.

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