El amanecer llegó envuelto en un silencio inusual.
El mar, que horas antes había rugido con furia primitiva, ahora respiraba en un vaivén tranquilo, arrullando la costa como si nada hubiera ocurrido.
El faro, ennegrecido por las descargas de energía, aún se mantenía en pie. Las runas, agotadas, pulsaban débilmente como corazones cansados.
Lykos observaba desde el balcón superior, el torso desnudo, los vendajes frescos en el costado. La brisa salada le acariciaba la piel, trayéndole recuerdos de las noches en que el viento no anunciaba desgracias.
Su mirada se perdió en el horizonte, donde el sol emergía con tonos dorados y rosados, tiñendo el mar como un lienzo vivo.
Amara dormía en el lecho, al otro lado de la habitación.
No un sueño profundo, sino un reposo entrecortado, inquieto, con sus dedos cerrados alrededor de un cristal de cuarzo que aún conservaba un leve resplandor violeta.
Lykos se acercó sin hacer ruido. La observó largo rato,