El amanecer se filtraba entre las cortinas de lino blanco, bañando la habitación con un resplandor dorado y tibio. El aire olía a tierra húmeda y flores frescas; un aroma nuevo en el Castillo de Luminaria, donde durante años había predominado el hierro, el incienso y la sangre.
El viento soplaba suave desde las montañas, trayendo consigo el canto de los halcones y el murmullo de las fuentes del patio central.
Amara abrió los ojos lentamente, envuelta en la sensación de una calma extraña y casi irreal. Su piel, aún tibia por la noche compartida con Lykos, se estremeció cuando el primer rayo de luz tocó sus hombros desnudos. Se giró, buscando con los dedos la textura familiar del cuerpo del lobo, pero solo encontró el hueco tibio de su lado en la cama.
Un suave olor a pan recién hecho y madera ardiendo le indicó que él ya estaba despierto. Sonrió, estirando los brazos, sintiendo cómo cada músculo se relajaba. La noche anterior había sido una danza de ternura y deseo, distinta a las de a