Aileen pensó que su último año de instituto sería tan silencioso como el pueblo al que se ha mudado: un rincón perdido entre montañas y árboles eternos. Pero Blackwood guarda más que neblina y leyendas viejas. Y todo comienza a cambiar cuando conoce a Leo Whitmore, el carismático pero distante capitán del equipo de baloncesto. Leo no solo es un chico guapo con una sonrisa difícil de descifrar: hay algo en él que la inquieta, la atrae y la llama. Una conexión inexplicable que despierta los sentidos de Aileen y la arrastra hacia secretos enterrados bajo tierra y bajo piel. ¿Qué es lo que Leo esconde detrás de sus silencios? ¿Y por qué Aileen siente que su llegada a Blackwood no fue una coincidencia? En un pueblo donde nada es lo que parece y el bosque observa en silencio, Aileen deberá decidir si se atreve a descubrir la verdad o si es mejor no despertar lo que duerme entre las sombras.
Leer másHay hilos invisibles que nos unen a ciertos lugares antes siquiera de respirar. Aileen Carter lo supo desde que abrió los ojos por primera vez... aunque tardaría años en comprenderlo.
La tarde que Aileen Carter nació, el cielo de Seattle estaba cubierto por nubes suaves y grises, como si el mundo entero contuviera el aliento, lloviznaba levemente, y en la sala de partos, el reloj marcaba las 4:07 p.m. cuando su llanto rompió el silencio. Tenía los ojos muy abiertos, el cabello oscuro como la tinta y las manos apretadas en pequeños puños, cinco minutos después, nació Gabriel, su mellizo. A diferencia de ella, Gabriel no lloró de inmediato, su respiración llegó lenta, serena, como si supiera que su hermana ya había allanado el camino.
Fueron dos niños muy deseados, Antoni Carter, su padre, no dejaba de mirar a los pequeños con asombro; un hombre de negocios exitoso que se dedicaba al rubro inmobiliario en Washington, acostumbrado a firmar contratos y vender sueños. Pero nada, ni el mejor trato de su carrera, le había provocado ese temblor en el pecho como ver a sus hijos por primera vez. Rebeca, su madre, era gerente de una reconocida tienda de diseño y decoración, perfeccionista, elegante y decidida,había planeado cada detalle del nacimiento y, sin embargo, no pudo evitar derramar lágrimas cuando los sostuvo por primera vez.
Los primeros años de Aileen y Gabriel fueron de absoluta armonía, crecieron en una casa amplia con ventanales enormes, donde la luz del sol entraba cada mañana y donde las carcajadas de ambos niños rebotaban contra las paredes como campanas de felicidad. Dormían en cunas separadas, pero más de una vez Antoni o Rebeca los encontraba en la misma, acurrucados el uno contra el otro, como si el mundo fuera demasiado grande y solo ellos dos supieran cómo enfrentarlo.
La conexión entre los mellizos era especial, había algo en sus miradas que lo decía todo sin palabras, una complicidad silenciosa que se fortalecía con el tiempo. Inventaban idiomas secretos, se escondían juntos en los armarios para reír sin que nadie los encontrara, y cuando uno enfermaba, el otro parecía entenderlo de forma instintiva, sentándose a su lado, tomando su mano, sin necesidad de preguntar nada.
Antoni solía decir que eran como dos mitades de un mismo corazón, Rebeca asentía, aunque en el fondo, comenzaba a sentir que Gabriel era demasiado como Antoni, y Aileen demasiado parecida a ella misma, esa idea, en un principio, le parecía enternecedora, hasta que dejó de serlo.
Cuando los mellizos cumplieron diez años, el equilibrio familiar comenzó a desmoronarse.
Todo empezó con miradas largas, silencios incómodos entre los padres, y discusiones apagadas tras las puertas del dormitorio, Rebeca, cada vez más distante, comenzó a acusar a Antoni de ser infiel. Alegaba que salía demasiado, que tenía reuniones hasta muy tarde, que no contestaba el teléfono con la rapidez de antes, pero nunca presentó pruebas, eran palabras lanzadas con rabia, con sospecha, con una herida que quizá no tenía nada que ver con su esposo.
Antoni intentó calmarla, insistió una y otra vez en que no había nadie más, que su compromiso con la familia seguía intacto, pero Rebeca no escuchaba, había algo roto en su interior que la hacía desconfiar de todo, incluso de sí misma.
Las peleas se hicieron constantes, ya no se molestaban en disimular frente a los niños, Gabriel se encerraba en su cuarto y ponía música en sus audífonos para no escuchar los gritos, Aileen, en cambio, se quedaba sentada en la escalera, abrazando sus rodillas, con el rostro oculto tras su cabello castaño, a veces lloraba en silencio, a veces solo cerraba los ojos y deseaba que todo se detuviera.
Finalmente, el divorcio fue inevitable, rápido, práctico, casi quirúrgico, lo que más impactó a todos no fue la separación en sí, sino la decisión del juez: los mellizos serían separados, Gabriel viviría con Antoni en Washington, Aileen se quedaría con Rebeca.
— Es lo mejor para todos. — dijo alguien en la sala del tribunal.
Aileen no lo creyó, Gabriel tampoco.
Despedirse de su hermano fue como perder una parte de sí misma, lo abrazó con fuerza en la estación de trenes y aunque ninguno de los dos lloró frente a los adultos, esa noche, en sus camas separadas por cientos de kilómetros, ambos lloraron hasta quedarse dormidos.
Los años pasaron con lentitud, la conexión con Gabriel se mantuvo viva a través de cartas, llamadas y sueños compartidos, Aileen se volvió más reservada, más observadora, como si hubiese aprendido a vivir a medias. Su madre, aunque presente físicamente, parecía una sombra de lo que había sido, su abuela que iba a visitarlas por largas temporadas, se convirtió en su verdadero pilar: le enseñó a leer los signos del clima, a reconocer plantas medicinales, a escuchar los sonidos del bosque, aunque fuera en un parque cercano.
Rebeca, incapaz de enfrentar su vida en Seattle, decidió mudarse con Aileen a su pueblo natal: Blackwood. Un lugar perdido entre montañas, cubierto por bosques espesos y cielos perpetuamente nublados, allí vivía Eleonor, la madre de Rebeca, una mujer de voz pausada, mirada aguda y sabiduría antigua, había criado sola a Rebeca y aunque sus formas eran distintas, aún mantenía su casa impecable, su jardín lleno de hierbas y flores, y un viejo reloj de péndulo que marcaba las horas con un sonido profundo y melancólico.
Aileen llegó a Blackwood una mañana fría de enero, el auto serpenteaba entre carreteras cubiertas de niebla, mientras los árboles parecían inclinarse sobre el camino como si quisieran examinarla, no hablaba mucho. Observaba en silencio, con la frente pegada al cristal de la ventana, sintiendo que el mundo había cambiado para siempre.
La casa de su abuela era antigua, piedra maciza, de madera crujiente y techos altos, tenía un aire de historia, de algo que había sobrevivido al tiempo, Eleonor la recibió con un abrazo tibio y una sonrisa tranquila, no hizo muchas preguntas, parecía entender que Aileen estaba hecha pedazos y necesitaba espacio para volver a unirlos.
La niña no tardó en notar que Blackwood era distinto a todo lo que conocía, no solo por el frío constante, o la manera en que la niebla se arrastraba por las calles como un susurro, sino por una sensación persistente: desde el primer día, se sintió observada. Al principio creyó que eran imaginaciones suyas, pero no importaba si estaba en la tienda, en el bosque detrás de la casa, o en su habitación por la noche, había algo, una presencia, un peso en el aire, que la hacía girar la cabeza, no veía a nadie, pero sabía que estaba ahí.
A veces escuchaba ramas crujir cuando no había viento, o creía ver sombras moverse entre los árboles al atardecer, le habló a su madre sobre eso, pero Rebeca estaba demasiado ocupada hundiéndose en su tristeza como para escuchar, Eleonor, en cambio, no se sorprendió.
— Blackwood tiene su manera de mirar... — dijo una tarde mientras preparaban té en la cocina — No siempre sabes quién te observa, o por qué. — Aileen frunció el ceño, pero no preguntó más, había algo en la voz de su abuela que le decía que esas respuestas no eran para una joven de diesiseis años.
Blackwood se volvió parte de ella, incluso cuando intentó resistirse, ahora, con diecisiete años, Aileen se prepara para iniciar su último año de instituto, su cabello es más largo, su mirada más firme, pero en el fondo sigue siendo esa niña rota que llegó con una maleta llena de silencios, el bosque la sigue observando, las sombras siguen susurrando. Y Aileen, sin saberlo, está a punto de descubrir que todo lo que ha vivido, la separación, la tristeza, la distancia con Gabriel, no fue producto del azar. Porque algunos destinos se tejen antes de nacer y Blackwood nunca olvida a los suyos.
Aileen devoró el pastel sin remordimientos, el dulzor de los arándanos con el toque ácido, acompañado del té frío de frambuesa, era exactamente lo que necesitaba después de aquel día, Eleonor, como siempre, notó su expresión satisfecha y le deslizó unos cuantos billetes en la mano.— Para tus cosas... — le susurró — Y no digas que no, porque no tengo tiempo para discutir. — Aileen sonrió y aceptó, guardándolos con cuidado en el bolsillo interno de su mochila, se despidió de su abuela con un beso en la mejilla y salió del local.Afuera, el cielo se había oscurecido, la lluvia comenzaba a caer en hilos finos, casi invisibles, que humedecían el aire y dejaban ese aroma a tierra mojada que siempre la hacía detenerse a respirar. Se perdió unos segundos en sus pensamientos, hasta que sintió una mano tocando suavemente la parte posterior de su cuello, se encogió al instante, soltando un gemido involuntario.— Ah, ese sonido fue lindo. — dijo una voz demasiado familiar.Aileen giró bruscament
Cuando sonó el timbre, un estruendo de mochilas cerrándose y sillas arrastrándose invadió el aula, los estudiantes se lanzaron hacia la puerta como si hubieran estado presos durante horas, algunos reían, otros gritaban y unos cuantos simplemente corrían sin mirar a quién empujaban en el camino.Aileen no se apresuró, con movimientos medidos, comenzó a guardar su estuche de lápices, alineando cada uno en su sitio antes de cerrarlo con cuidado, colocó el dibujo dentro de una carpeta rígida y revisó que nada quedara fuera de lugar, no tenía intención de salir con esa estampida de adolescentes fuera de control.Se quedó sentada unos segundos más, escuchando cómo el bullicio se alejaba por el pasillo, la sala comenzó a vaciarse lentamente, como una playa después de la marea alta, solo quedaban un par de alumnos rezagados, y la profesora recogiendo papeles con entusiasmo. Al levantarse, Aileen se ajustó la mochila sobre un hombro, cuando Aileen caminó hacia la puerta, lo vio.Leo estaba rec
Caminó hacia allá con paso tranquilo, evitando las miradas curiosas, los codazos cómplices y las risitas que aún no distinguía si iban dirigidas a ella o no, no le importaba, solo quería almorzar en paz. Mientras Aileen comía en silencio, concentrada en su emparedado, un chico de grados menores se le acercó titubeando, parecía nervioso, como si llevara una misión importante, pero no estuviera del todo seguro de querer cumplirla, le extendió una barra de chocolate, con la envoltura apenas arrugada.— Te lo mandan. — murmuró antes de girarse y salir corriendo como si hubiera lanzado una granada.Aileen lo siguió con la mirada, confundida, hasta que lo vio detenerse justo al lado de Leo, el chico más alto, recostado contra una columna, le entregó un billete sin el menor intento de disimulo, ni una sonrisa, ni una palabra, solo ese gesto frío y descarado que la hizo fruncir el ceño, tomó la barra entre sus dedos, sopesándola, chocolate negro con almendras, justo su favorito.— Vaya forma
Cuando el timbre sonó, el murmullo fue instantáneo, sillas arrastradas, mochilas alzadas, voces elevadas, Aileen sacó su lonchera de la mochila, una bolsa de tela con cierre que su abuela le había preparado con esmero, la abrió con cuidado y sonrió al ver el contenido; dos empanadas, el jugo, una manzana cortada en cubos, pero en medio de esa tranquilidad breve, algo la sacudió.Alguien pasó junto a ella, sin detenerse, sin mirar y la empujó con la cadera de forma intencional, apenas alcanzó a mantener el equilibrio en su silla cuando un papel doblado cayó sobre su mesa. Aileen lo observó con el ceño ligeramente fruncido, el empujón no fue casual, tomó el papel entre los dedos, lo desdobló despacio, la letra era rápida, inclinada, escrita con bolígrafo negro."¿También sabes morder cuando no es en defensa propia?"Alzó la mirada, pero no había señales evidentes de quién lo había dejado, a su alrededor, algunos chicos reían entre ellos; otros caminaban hacia la salida o hacían fila en
Aileen se detuvo frente a la puerta del aula 20B, ya estaba abierta, así que golpeó suavemente con los nudillos, apenas un gesto, pero lo suficiente para que la profesora se girara hacia ella desde el escritorio, la mirada de la mujer, inquisitiva, pero no severa, se suavizó al verla.— Adelante. — le dijo.Aileen entró con pasos tranquilos, aunque por dentro sentía que todas las miradas la taladraban, mantuvo la cabeza erguida, intentando ignorar el murmullo sutil que se apagaba a su paso, extendió el papel que llevaba en la mano.— Soy nueva. — dijo simplemente.La profesora tomó el documento, lo leyó y asintió con una sonrisa que trató de ser cálida.— Clase, tenemos una nueva compañera, su nombre es... — miró nuevamente la hoja — Aileen Eliza Carter Lane, viene de Seattle. — hubo un breve silencio.Algunos rostros levantaron la vista, curiosos, otros apenas pestañearon, inmersos aún en la modorra del primer día, pero una figura pegada a la pared alzó la cabeza de golpe, Leo. Ailee
La mañana en Blackwood olía a tierra mojada y a algo más, algo que no sabía nombrar, pero que desde niña le revolvía el estómago de una buena manera.Aileen despertó antes de que sonara el despertador, a través de las puertas dobles del balcón, la neblina del bosque se colaba en forma de aliento helado, se sentó en la cama con el corazón agitado por un sueño que no lograba recordar del todo: árboles altos, una voz que la llamaba a lo lejos, y la sensación persistente de estar siendo seguida.No era nuevo, había aprendido a convivir con esa inquietud como quien aprende a dormir con un reloj que no deja de hacer tic-tac. Se dio un baño rápido, el agua caliente devolviéndole algo de paz, después se vistió con su ropa habitual: jeans desgastados y una blusa de canalé de manga larga, color vino, no hacía falta más, Blackwood no era lugar para vanidades.Se plantó frente al espejo de cuerpo entero, uno de los pocos objetos que había llevado desde Seattle, observó su reflejo mientras cepilla
Último capítulo