La mañana en Luminaria amaneció con un resplandor casi irreal. El aire tenía ese aroma fresco que solo aparece después de la lluvia nocturna: tierra húmeda, flores recién abiertas y el leve toque metálico del faro al despertar su brillo. Desde las torres más altas, las campanas entonaban un canto pausado, como si incluso el sonido hubiera aprendido a no perturbar la paz que cubría la ciudad.
En la terraza del faro, Amara observaba el horizonte envuelta en una capa de terciopelo oscuro. Su cabello caía libre, húmedo aún, dejando un rastro de rocío y perfume a jazmín. Los rayos del sol rozaban su piel pálida con una suavidad casi respetuosa, incapaces de dañarla gracias a las runas de protección que Lykos había grabado en los muros días atrás.
Sus dedos jugaban distraídos con un cristal de energía pura, del tamaño de una lágrima. Lo sostenía contra la luz, viendo cómo los colores se quebraban dentro como un arcoíris líquido.
—¿Qué estás pensando, amor?