La antorcha parpadeaba al descender por la estrecha escalera de caracol, dejando tras de sí un rastro de luz morada. El aire estaba cargado de humedad salina y un tenue olor a moho que se adhería a la túnica de Amara. Con cada paso, ella sentía cómo la piedra milenaria recogía el eco de sus botas, como si el faro entero fuera un organismo vivo que respiraba en la penumbra.
—Casi llegamos —susurró Amara, activando la runa de iluminación en su palma—. Mantén los sentidos alerta.
Lykos la seguía, su olfato entrenado captando la mínima variación de aromas en ese ambiente cerrado. La runa de visión que llevaba grabada en la frente proyectaba un brillo rojo suave, permitiéndole ver los grabados antiguos que el agua había erosionado.
Al final de la escalera, un vestíbulo ancho se abrió ante ellos. Las paredes estaban tapizadas con mosaicos de escamas petrificadas y huesos tallados, una especie de diario macabro de antiguas ceremonias. En un nicho central, una gran losa descendía unos centíme