La luz del alba tiñó el patio del faro de un dorado suave y discreto, como un susurro de esperanza tras la noche de combate. Amara regresó acompañada de Lykos y un pequeño grupo de guardias que sostenían antorchas apagadas y escudos mellados. El silencio matinal contrastaba con el estruendo de la batalla reciente: arbustos arrancados, cenizas de antorchas desparramadas en el suelo y charcos de sangre oscura donde antes habían huido los espectros de niebla. Pero lo más evidente eran las dos cicatrices profundas en el hombro de Lykos, heridas oscuras que se clavaban en su piel de lobo como recordatorios implacables de lo cerca que había estado de sucumbir.
Lykos avanzó con paso firme, aunque sus enormes zarpas dejaban huellas irregulares en el musgo húmedo. Cada pisada denotaba cansancio: su aliento, visible en el aire fresco, salía entrecortado y pesado.—Detente —ordenó Amara con voz suave pero autoritaria—. Deja que cure tus heridas antes de que conviertas esto en