La primera luz de la Luna Carmesí se coló por los cristales rotos del gran ventanal, teñiendo la estancia de un resplandor sanguíneo. Las vigas de madera, astilladas por la salitre, crujieron con el viento del mar, mientras el faro, antaño orgullo de los clanes vampíricos, yacía en ruinas. El silencio apenas se veía roto por el eco lejano de las olas rompiendo contra los acantilados. En el centro, dibujado con precisión en el suelo de mármol agrietado, un círculo de runas talladas en sangre reseca aguardaba su renovación.
Mis ojos morados brillantes recorrieron cada inscripción, sintiendo la pesada carga de la historia que estaba a punto de ser reescrita. En ellas se entrelazaban símbolos lunares, colmillos y garras: la unión de las tres especies que debían vencer a la niebla. Un hormigueo recorrió mis venas, un zumbido ancestral que retumbaba en mi pecho. Sentí el pulso de la magia que palpitaba bajo mis pies, como si la tierra misma estuviera esperando el momento adecuado. Inspiré profundamente el aire salino, cargado de promesas y presagios, y acerqué la daga ceremonial a la primera runa. Su empuñadura pulida reflejaba el fuego carmesí de la luna, haciendo que el filo brillara con una intensidad casi hipnótica. —Otra Luna, otro pacto —murmuré, con voz firme pero suave—. Si fallo, todo esto se vendrá abajo. El viento sacudió las cortinas polvorientas, y las puertas resonaron al golpearse contra la pared. Desde la penumbra emergió Lykos, sus ojos rojo brillante recortados contra la bruma nocturna. Su porte era imponente; alto, musculado, con el pelaje oscuro erizado aún por el escalofrío de la noche. A cada paso, el suelo vibraba bajo sus botas, como si la tierra misma reconociera su presencia. El aire a su alrededor se cargaba de una energía primitiva, una fuerza que solo los alfa podían ostentar. —Buenas noches, guardiana —dijo con voz profunda, una voz que vibraba en los rincones de mi alma—. ¿Lista para otro ensayo? —Mientras seas puntual —respondí, mirando de reojo la luna creciente a través del ventanal—, no me quejaré. Coloqué la daga en la primera runa, la de la luna creciente. El acero chocó con la piedra, y un hilillo de sangre morada brotó de la hoja. Con cuidado, observé cómo cada gota cubría la inscripción, recargándola de energía. Cada trazo parecía resucitar la magia olvidada, como si el ritual estuviera esperando este momento desde tiempos inmemoriales. Al retirar la mano, el símbolo se iluminó con un brillo pulsante, como un latido de vida propio. El suelo tembló bajo mis pies, y un murmullo resonó en las paredes, como si el espacio mismo estuviera respondiendo a la fuerza del hechizo. Lykos avanzó, sus ojos reflejaban una determinación feroz mientras hundía su cuchilla alfa en la runa opuesta. Su sangre, roja y brillante, cubrió el grabado con su propio fulgor, como si el poder ancestral de su linaje se desbordara en un solo acto. El eco de su acción retumbó en la sala, y la magia se tensó, como un arco a punto de disparar. Inspiré hondo, sintiendo la fuerza del ritual intensificarse, y tracé dos runas más en un parpadeo. Cada trazo brilló y chisporroteó al contacto con mi sangre, dejando una estela de energía pura en el aire. El tiempo parecía ralentizarse, y el murmullo de la magia se intensificó hasta convertirse en un susurro que me recorría la piel. —Ya está hecho. Ahora, el sellado final —annoncé, mi voz llena de una solemne tranquilidad. Tomé la daga y me adentré en el centro del círculo. El calor de la sala parecía aumentar, y sentí que el peso del destino recaía sobre mis hombros. Con voz serena, recité la invocación ancestral que había sido transmitida a través de generaciones de guardianes y hechiceros: > “Luna sangrienta, colmillo voraz, garras unidas, ungid el camino. Que el corazón sellado repela la niebla hasta el fin de los tiempos.” Las runas respondieron con un pulso de luz, como si se despertaran de un sueño profundo. El suelo tembló una vez más, y un sonido grave repicó en las paredes, resonando como el latido de un corazón ancestral. El Corazón del Abismo, bajo la roca, gimió en forma de un eco apagado, como si reaccionara al llamado. Por un instante, la niebla exterior pareció retroceder, como si comprobara su derrota momentánea. Una ráfaga de aire entró por el ventanal, trayendo consigo el aroma a algas y salitre, un recordatorio de la vastedad del océano que se extendía más allá de los acantilados. Lykos se acercó y posó la mano en mi hombro. Pude sentir el calor de su piel bajo su capa, un contraste con el frío metal que aún sostenía mi mano. Con telepatía, intercambiamos un pensamiento silencioso: habíamos cumplido la primera prueba, pero el verdadero desafío apenas comenzaba. En sus ojos, vi el mismo pesar y determinación que sentía yo. El pacto había sido sellado, pero las fuerzas que nos amenazaban aún estaban lejos de ser derrotadas. —Buen trabajo, Amara —susurró con voz apenas audible, su tono impregnado de orgullo—. Esta noche hemos ganado un respiro. Asentí, sintiendo que cada músculo me temblaba de la tensión acumulada. Dejé la daga en el suelo y, al incorporarme, percibí la mirada expectante de los consejeros vampíricos y lobunos apostados en la penumbra. Sabían que lo que acababa de ocurrir no era más que el principio de algo mucho mayor. —Hoy no hay fiesta —annoncé con una sonrisa leve, tratando de aligerar el ambiente—. Mañana nos espera la Senda Hundida. Descansad y preparaos. Bajamos juntos del altar, sabiendo que, bajo la mirada de la Luna Carmesí, aquel pacto definiría el destino de nuestra alianza. La niebla aún acechaba en las sombras, pero por esa noche, al menos, habíamos ganado una pequeña victoria.