Capítulo 1: Presagio Carmesí

La primera luz de la Luna Carmesí se filtró por los cristales rotos del gran ventanal, tiñendo la estancia de un resplandor sanguíneo que parecía fluir por las paredes como un río líquido de fuego. Las vigas de madera, astilladas por años de salitre y olvido, crujieron al compás del viento del mar, un quejido largo y grave que parecía hablar de tiempos más gloriosos. El faro, antaño orgullo y guía de los clanes vampíricos, se alzaba ahora como un esqueleto mutilado frente al horizonte, vigilando un océano que rugía sin descanso.

El silencio era tan profundo que cualquier sonido parecía un intruso. Solo el eco lejano de las olas rompiendo contra los acantilados se atrevía a desafiarlo. En el centro de la sala, sobre el mármol agrietado y húmedo, un círculo de runas talladas en sangre reseca aguardaba. Las inscripciones, aunque erosionadas por el tiempo, conservaban una precisión inquietante, como si la mano que las hubiera trazado lo hubiera hecho bajo una urgencia divina.

Me incliné ligeramente, dejando que mis ojos morado brillante recorrieran cada trazo. Allí estaban los símbolos lunares, las líneas curvas que evocaban colmillos y las marcas angulosas que representaban garras. Era la unión de tres especies que en otro tiempo se habrían despedazado entre sí, y que ahora dependían de su alianza para resistir la niebla. El contacto visual con esas runas me provocó un hormigueo eléctrico que ascendió desde las plantas de mis pies hasta la base de mi cuello. Sentí el pulso de la magia —un latido oculto, profundo— que palpitaba bajo la piedra, como si la tierra estuviera conteniendo la respiración, esperando la señal para despertar.

Inhalé profundamente el aire salino, impregnado de humedad, de algas… y de un algo más, un aroma imposible de nombrar que siempre aparecía en los momentos clave. Acerqué la daga ceremonial a la primera runa. La empuñadura, lisa y fría como el mármol recién cortado, reflejaba la luz carmesí con una intensidad que casi hipnotizaba. El filo, afilado hasta rozar lo etéreo, parecía llamar a la sangre con un ansia antigua.

—Otra Luna… otro pacto —murmuré, en un tono que mezclaba determinación y advertencia—. Si fallo, todo esto se vendrá abajo.

El viento irrumpió con violencia, sacudiendo las cortinas polvorientas y arrancando un golpe seco de las puertas, que chocaron contra la pared. La penumbra se estremeció y, desde ella, emergió Lykos. Sus ojos rojo brillante se recortaban contra la bruma nocturna como dos carbones encendidos. Su porte imponía: alto, con el cuerpo forjado en la dureza de la batalla, el pelaje oscuro erizado aún por el escalofrío de la noche. A cada paso, el suelo parecía ceder apenas, reconociendo su peso y su autoridad. El aire alrededor de él estaba saturado de una energía primaria, casi animal, que me erizó la piel.

—Buenas noches, guardiana —su voz, grave y profunda, vibró como un trueno contenido, encontrando eco en los rincones de mi alma—. ¿Lista para otro ensayo?

—Mientras seas puntual —repliqué, desviando la vista hacia la luna creciente—, no me quejaré.

Me incliné hacia la primera runa, la que representaba la luna en ascenso. Con un movimiento medido, hundí el filo en la piedra, y un hilo de sangre morada se deslizó lentamente por la hoja, goteando en el grabado. Observé con atención cómo cada gota cubría las hendiduras, reavivando la energía dormida. Era como si la piedra bebiera mi esencia, absorbiendo algo más que sangre. Al instante, la runa comenzó a brillar con un fulgor pulsante, vivo, que parecía sincronizarse con los latidos de mi corazón. El suelo tembló bajo mis botas, y un murmullo, grave y profundo, recorrió las paredes como un canto olvidado.

Lykos dio un paso al frente. Sus ojos destellaban con una determinación salvaje mientras hundía su cuchilla alfa en la runa opuesta. De la herida brotó su sangre roja, vibrante, que manchó el grabado con un fulgor ardiente. Podía sentir cómo su linaje ancestral respondía al ritual, desplegando su fuerza como un río desbordado. El eco de su acción retumbó en la sala, y el aire se tensó como la cuerda de un arco a punto de romperse. Inspiré hondo, y en un parpadeo tracé dos runas más, dejando que mi sangre completara los trazos con un chisporroteo de energía que quemaba el aire a nuestro alrededor.

El tiempo pareció ralentizarse. Cada sonido —el latir de mi corazón, la respiración de Lykos, el golpeteo del viento contra el faro— se volvió nítido y lejano a la vez. La magia nos rodeaba como un océano invisible.

—Ya está hecho. Ahora… el sellado final —anuncié, dejando que mi voz adoptara el tono solemne que exigía el momento.

Avancé hacia el centro del círculo, sintiendo cómo el calor aumentaba, como si la sala estuviera viva. La daga pesaba más en mi mano, y el aire vibraba con una tensión que me erizaba la piel. Cerré los ojos y pronuncié la invocación ancestral, las palabras transmitidas a través de generaciones de guardianes y hechiceros:

“Luna sangrienta, colmillo voraz, garras unidas, ungid el camino.

Que el corazón sellado repela la niebla hasta el fin de los tiempos.”

Las runas respondieron al instante, liberando un pulso de luz tan intenso que tuve que entrecerrar los ojos. El suelo tembló, un rugido grave recorrió los cimientos, y sentí —muy por debajo— el Corazón del Abismo despertar. No con violencia, sino con un lamento profundo, como si reconociera nuestra voz. Afuera, la niebla retrocedió por un instante, tanteando su derrota con cautela. Una ráfaga entró por el ventanal, trayendo consigo el aroma salobre del mar abierto, recordándonos lo diminutos que éramos frente a la inmensidad.

Lykos se acercó, colocó una mano en mi hombro y dejó que su calor atravesara la tela de mi capa. El contacto fue breve, pero cargado de significado. En silencio, por telepatía, intercambiamos un único pensamiento: Primera prueba, superada. El verdadero desafío… apenas empieza.

En su mirada, dura y ardiente, vi reflejado mi propio peso: el pacto estaba sellado, pero la amenaza seguía respirando ahí fuera.

—Buen trabajo, Amara —susurró, con un hilo de voz que aun así cargaba orgullo—. Esta noche hemos ganado un respiro.

Asentí, aunque sentía que cada músculo me temblaba por la tensión acumulada. Dejé caer la daga sobre la piedra, el sonido metálico resonando como un cierre definitivo. Me incorporé y noté las figuras que se movían en la penumbra: consejeros vampíricos y lobunos, testigos del acto. Sus miradas, afiladas como cuchillas, eran un recordatorio de que lo que acabábamos de hacer era apenas el inicio.

—Hoy no habrá celebración —dije, con una leve sonrisa que buscaba romper la rigidez—. Mañana nos espera la Senda Hundida. Descansad… y preparaos.

Bajamos juntos del altar. Afuera, la Luna Carmesí seguía colgada sobre nosotros, testigo impasible. La niebla aguardaba en los bordes de la noche, paciente, como un depredador que mide el momento exacto para atacar. Pero por esta noche, al menos, habíamos ganado. Una victoria pequeña, pero vital.

Y en el silencio que siguió, supe que el verdadero pulso aún estaba por librarse.

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