El estruendo llegó sin aviso, como una bofetada del destino.
La fractura apareció de arriba abajo, una cicatriz vertical que se abrió de golpe, escupiendo trozos de piedra al suelo.
Di un paso atrás instintivamente, la daga aferrada contra mi cadera como si el frío del metal pudiera anclarme a la realidad. Mi supervelocidad me permitió esquivar el golpe invisible de polvo y astillas, pero el ruido, ese rugido de roca rota, fue suficiente para alertar a Lykos.
Él apareció a mi lado en un parpadeo, su capa negra ondulando como una sombra viva. Su nariz se alzó apenas un instante, capturando cada nota del nuevo olor que impregnaba el aire: piedra abierta, salitre, polvo viejo… y algo más. Un matiz que no supe identificar, pero que tensó sus hombros de inmediato.
—Alguien ha desgastado la muralla desde el exterior —gruñó, su voz grave vibrando en las paredes—. Esta cámara estaba sellada hace siglos.
El tono no dejaba espacio para dudas.
Me obligué a inspirar hondo, dejando que la sensación fría y eléctrica de mi habilidad se encendiera en mi palma. Las runas grabadas en mi piel brillaron con un resplandor morado, arrojando luz sobre el pasadizo recién abierto. La claridad arrancó de las sombras una escalera de caracol descendente, cubierta por un manto de musgo negro y humedad viscosa. Cada peldaño parecía hundirse bajo su propio peso, como si siglos de abandono lo hubieran condenado a ceder ante el próximo paso.
—La Senda Hundida… —susurré, y mi propia voz resonó en la piedra, como si despertara un eco que no me pertenecía—. Nunca pensé que la encontraríamos accesible.
Lykos olfateó de nuevo, su respiración profunda y lenta, como quien escucha con todos los sentidos a la vez.
La temperatura descendió con cada peldaño. El aire se volvió más denso, más antiguo. Una corriente gélida nos abrazó, como si cruzáramos el umbral hacia otro mundo. Mi piel reaccionó con un escalofrío que no provenía solo del frío. Había algo ahí abajo. Algo despierto.
Llegamos a una cámara abovedada. El eco de nuestros pasos se expandió con una claridad casi teatral, como si el lugar hubiera sido diseñado para que todo sonido se amplificara y quedara atrapado.
En el centro, un pedestal de mármol roto emergía del suelo como un diente perdido. Tenía tres cavidades perfectamente redondeadas, cada una destinada a un cuenco ceremonial. Las inscripciones a su alrededor narraban, en un espiral ascendente, la fundación del tratado: nombres, fechas, juramentos olvidados.
—El mismo diseño… —murmuró Lykos, su voz grave reverberando en la bóveda—. Pero aquí está intacto.
Me incliné hacia las cavidades vacías.
Un sudor frío me recorrió la espalda. No estábamos ante un santuario olvidado. Estábamos en medio de una trampa ancestral que todavía podía activarse.
Entonces, un murmullo sordo nos interrumpió. Era un sonido de pasos amortiguados y el crepitar de antorchas. Me giré, y en el arco de entrada aparecieron Vania y Arik, envueltos en penumbra, sus rostros iluminados por el vaivén dorado del fuego.
—¿Habéis activado alguna runa? —preguntó, sin rodeos, su voz cortante como un filo recién afilado.
—Solo la de iluminación —respondí, midiendo cada palabra, sintiendo cómo la presión invisible en el aire se hacía más densa.
Lykos se cruzó de brazos y añadió con un tono que no admitía réplica:
—Nuestra prioridad es sellar la grieta externa. Después, repararemos este lugar. No sabemos quién más ha estado aquí… o quién sigue aquí.
El silencio que siguió se cargó de una electricidad extraña.
Me lo entregó sin apartar la vista de mí.
—Sigan las instrucciones al pie de la letra —ordenó, con una firmeza que no dejaba lugar a preguntas—. No quiero más sorpresas.
Las letras, al mirarlas, parecían moverse suavemente, como si fueran sombras flotando en el agua. Mi instinto me dijo que no estaba frente a un simple texto… sino a un código que debía ser interpretado con algo más que los ojos.
Nos retiramos de la cámara en silencio, el pergamino bajo mi brazo, la luz de las antorchas proyectando nuestras sombras contra las paredes como figuras alargadas y distorsionadas.
El eco de nuestros pasos resonaba como un tambor lejano, y el aire helado parecía seguirnos, pegándose a nuestra nuca, como si el mismo lugar nos observara marchar.
Ahora teníamos una pista. Un camino.