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Capitulo 2: La Senda Hundida

El estruendo llegó sin aviso. Un temblor apenas perceptible sacudió el suelo del faro, como si la piedra misma inspirase un suspiro de cansancio. Era un sonido grave, casi animal, con resonancias de campana lejana y crujido antiguo. En un parpadeo, el muro tras de mí cedió: se agrietó de arriba abajo y un bloque de piedra cayó con estrépito, dejando al descubierto una abertura oscura. El polvo lo impregnó todo, levantando nubes que olían a siglos sin ventilación, a abandono y misterio.

Di un paso atrás, apretando la daga contra mi cadera. Mi supervelocidad me permitió esquivar las nubes de escombros, pero el ruido fue suficiente para alertar a Lykos, quien al instante se adelantó, su olfato agudo rastreando el aire cargado de polvo y salitre. Su capa ondeó con brusquedad y se plantó frente a mí, como si su presencia pudiera anticipar lo que se avecinaba.

—Alguien ha desgastado la muralla desde el exterior —gruñó, sus ojos recorriendo las grietas con desconfianza—. Esta cámara estaba sellada hace siglos.

Tragué saliva. Todas nuestras semanas de entrenamiento dependían de mantener intacta esa muralla. Si alguien había logrado romperla, el peligro era inminente. Con lentitud, encendí con la mente la runa de iluminación que llevaba grabada en mi palma. El resplandor morado inundó el pasillo de piedra, revelando una escalera caracol cubierta de musgo y humedad, como si el tiempo hubiera guardado este secreto para sí mismo.

—La Senda Hundida —susurré, el eco de mi voz vibrando en las paredes de piedra—. Nunca pensé que la encontraríamos accesible.

Lykos inhaló con fuerza, como si el aire denso de la cámara le brindara una pista. Con una mirada decidida, comenzó a descender la escalera sin titubear. Yo le seguí, mis botas apenas tocando el agua estancada que cubría los peldaños, el sonido del agua resonando en la quietud de la oscuridad. El aire se volvió más frío a medida que descendíamos, y gotas de agua goteaban con constancia en el casco de Lykos, cayendo con un sonido apagado. En ese ambiente cargado de historia, sentí que cada paso nos adentraba más en lo desconocido, en un espacio que desbordaba secretos olvidados.

Al final de la escalera, llegamos a una cámara abovedada, cuyas paredes estaban cubiertas por inscripciones lobunas y vampíricas. Cada símbolo parecía contar una historia diferente, pero todas compartían un mismo mensaje: la alianza de sangre, fuego y luna llena, tres fuerzas que habían sellado la paz entre las razas. En el centro, un pedestal de mármol roto presentaba tres cavidades, cada una destinada a un cuenco ceremonial. Las inscripciones narraban la fundación del tratado, la unión de los clanes. Bajo un arco gótico, un relieve mostraba la niebla dispersándose ante un círculo de guerreros, un símbolo de victoria que parecía desafiar el paso del tiempo.

—El mismo diseño —murmuró Lykos, su voz reverberando en la cámara—. Pero aquí está intacto.

Me acerqué con cautela y observé las cavidades vacías. Una flecha tallada en la roca apuntaba al pasillo norte, otra al este. La tercera, invertida, señalaba el ala sur del faro. Los símbolos no eran un simple adorno; cada uno era una clave, una pista que nos indicaba el camino a seguir. Un sudor frío me recorrió la espalda al darme cuenta de que algo mucho más grande estaba en juego. La Senda Hundida no era solo un relicario del pasado; era una trampa que todavía podía activarse.

Un murmullo sordo retumbó detrás de nosotros. Giramos y vimos a Vania y Arik entrando con antorchas encendidas, sus rostros iluminados por la danza de las llamas. Vania, con sus ojos violetas cargados de preocupación, avanzó hacia el pedestal con pasos rápidos y medidos.

—¿Habéis activado alguna runa? —preguntó con severidad, su mirada examinando cada rincón.

—Solo la de iluminación —respondí, con firmeza, mientras sentía que la presión aumentaba.

Lykos asintió y añadió con determinación:

—Nuestra prioridad es sellar la grieta externa. Luego repararemos este lugar. No sabemos quién más puede haber estado aquí antes que nosotros.

Vania asintió, comprendiendo la gravedad de la situación. Guardó el pergamino que llevaba en la capa y, con un gesto solemne, nos entregó un texto cifrado. El papel crujió en mis manos, y la escritura parecía ondular bajo la tenue luz de las antorchas, como si se rehusara a ser descifrada.

—Sigan las instrucciones al pie de la letra —advirtió, con una firmeza que no admitía objeciones—. No quiero más sorpresas.

Con cuidado, salimos de la cámara, llevando el pergamino. La Senda Hundida, que durante siglos había sido solo un rumor entre los viejos clanes, se había convertido ahora en nuestra pista maestra para reforzar el pacto. El eco de nuestros pasos resonaba en la oscuridad, y el aire frío de la cámara parecía seguirnos, como si aún estuviera esperando a revelar más secretos. La tensión era palpable, como si cada suspiro pudiera desencadenar algo mucho más grande. Sin embargo, al menos por ahora, teníamos una pista: un camino que nos llevaría hacia lo que debía ser nuestra última batalla contra la niebla.

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