Capitulo 2: La Senda Hundida

El estruendo llegó sin aviso, como una bofetada del destino.

Primero fue un murmullo, un estremecimiento sutil, casi imperceptible, que ascendió desde las entrañas del faro como si la piedra respirara un último suspiro de fatiga. Después, el temblor se volvió un latido grave, con resonancias de campana lejana mezcladas con el crujido áspero de madera húmeda a punto de quebrarse.

El aire se volvió espeso. Mi oído vampírico captó cómo las pequeñas partículas de polvo se soltaron de las grietas, flotando en suspensión, antes de que el muro a mi espalda emitiera un gemido largo y agónico.

La fractura apareció de arriba abajo, una cicatriz vertical que se abrió de golpe, escupiendo trozos de piedra al suelo.

Un bloque enorme cedió con un estallido seco, golpeando la losa con tal fuerza que un eco metálico se expandió por la cámara.

El impacto levantó una nube gris que olía a siglos sin aire, a madera podrida y a sal acumulada en la roca. Un aroma antiguo, cargado de humedad y óxido, se me pegó a la garganta como si quisiera recordarme que este lugar llevaba demasiado tiempo esperando que alguien lo despertara.

Di un paso atrás instintivamente, la daga aferrada contra mi cadera como si el frío del metal pudiera anclarme a la realidad. Mi supervelocidad me permitió esquivar el golpe invisible de polvo y astillas, pero el ruido, ese rugido de roca rota, fue suficiente para alertar a Lykos.

Él apareció a mi lado en un parpadeo, su capa negra ondulando como una sombra viva. Su nariz se alzó apenas un instante, capturando cada nota del nuevo olor que impregnaba el aire: piedra abierta, salitre, polvo viejo… y algo más. Un matiz que no supe identificar, pero que tensó sus hombros de inmediato.

—Alguien ha desgastado la muralla desde el exterior —gruñó, su voz grave vibrando en las paredes—. Esta cámara estaba sellada hace siglos.

El tono no dejaba espacio para dudas.

Mi garganta se cerró. Sabía lo que significaba. Todas nuestras semanas de entrenamiento, la disciplina de cada misión, dependían de mantener ese muro intacto. Si alguien había roto ese sello, no solo habían cruzado una barrera física… habían desatado algo que jamás debía despertar.

Me obligué a inspirar hondo, dejando que la sensación fría y eléctrica de mi habilidad se encendiera en mi palma. Las runas grabadas en mi piel brillaron con un resplandor morado, arrojando luz sobre el pasadizo recién abierto. La claridad arrancó de las sombras una escalera de caracol descendente, cubierta por un manto de musgo negro y humedad viscosa. Cada peldaño parecía hundirse bajo su propio peso, como si siglos de abandono lo hubieran condenado a ceder ante el próximo paso.

—La Senda Hundida… —susurré, y mi propia voz resonó en la piedra, como si despertara un eco que no me pertenecía—. Nunca pensé que la encontraríamos accesible.

Lykos olfateó de nuevo, su respiración profunda y lenta, como quien escucha con todos los sentidos a la vez.

Luego, sin una palabra, comenzó a bajar, sus botas resonando contra la piedra mojada con un compás grave y constante.

Lo seguí de cerca, sintiendo cómo el agua estancada lamía mis tobillos en cada escalón. El sonido del chapoteo se mezclaba con el goteo constante que caía sobre el casco de Lykos, un golpeteo hueco y rítmico que parecía marcar un tiempo ajeno al nuestro.

La temperatura descendió con cada peldaño. El aire se volvió más denso, más antiguo. Una corriente gélida nos abrazó, como si cruzáramos el umbral hacia otro mundo. Mi piel reaccionó con un escalofrío que no provenía solo del frío. Había algo ahí abajo. Algo despierto.

Llegamos a una cámara abovedada. El eco de nuestros pasos se expandió con una claridad casi teatral, como si el lugar hubiera sido diseñado para que todo sonido se amplificara y quedara atrapado.

Las paredes estaban cubiertas por inscripciones, unas con trazos lobunos, otras con formas vampíricas, entrelazadas en un lenguaje que solo los viejos clanes podían descifrar.

Cada símbolo parecía palpitar bajo la luz morada, como si la piedra recordara las manos que los habían tallado. Y todos, sin excepción, repetían la misma historia: la alianza de sangre, fuego y luna llena. Un pacto forjado para frenar guerras y unificar fuerzas.

En el centro, un pedestal de mármol roto emergía del suelo como un diente perdido. Tenía tres cavidades perfectamente redondeadas, cada una destinada a un cuenco ceremonial. Las inscripciones a su alrededor narraban, en un espiral ascendente, la fundación del tratado: nombres, fechas, juramentos olvidados.

Bajo un arco gótico, un relieve representaba la niebla retrocediendo ante un círculo de guerreros, sus armas alzadas bajo una luna colosal. El tallado estaba tan bien conservado que la piedra parecía respirar.

—El mismo diseño… —murmuró Lykos, su voz grave reverberando en la bóveda—. Pero aquí está intacto.

Me incliné hacia las cavidades vacías.

Tres flechas, talladas con una precisión milimétrica, apuntaban en direcciones distintas: una hacia el pasillo norte, otra hacia el este, y la tercera, invertida, hacia el ala sur del faro.

Aquello no era decoración. Era un mapa. Un rompecabezas diseñado para guiar a quien supiera interpretarlo.

Un sudor frío me recorrió la espalda. No estábamos ante un santuario olvidado. Estábamos en medio de una trampa ancestral que todavía podía activarse.

Entonces, un murmullo sordo nos interrumpió. Era un sonido de pasos amortiguados y el crepitar de antorchas. Me giré, y en el arco de entrada aparecieron Vania y Arik, envueltos en penumbra, sus rostros iluminados por el vaivén dorado del fuego.

La luz reveló los ojos violetas de Vania, intensos, cargados de preocupación. Caminaba rápido, pero cada paso parecía medido, como si supiera que cualquier movimiento brusco podía despertar algo.

—¿Habéis activado alguna runa? —preguntó, sin rodeos, su voz cortante como un filo recién afilado.

—Solo la de iluminación —respondí, midiendo cada palabra, sintiendo cómo la presión invisible en el aire se hacía más densa.

Lykos se cruzó de brazos y añadió con un tono que no admitía réplica:

—Nuestra prioridad es sellar la grieta externa. Después, repararemos este lugar. No sabemos quién más ha estado aquí… o quién sigue aquí.

El silencio que siguió se cargó de una electricidad extraña.

Vania asintió con un gesto breve, y de entre su capa extrajo un pergamino. Lo sostuvo con ambas manos, como si contuviera algo frágil y peligroso. El crujido del papel al desplegarse fue casi tan inquietante como el susurro de las paredes.

Me lo entregó sin apartar la vista de mí.

—Sigan las instrucciones al pie de la letra —ordenó, con una firmeza que no dejaba lugar a preguntas—. No quiero más sorpresas.

Las letras, al mirarlas, parecían moverse suavemente, como si fueran sombras flotando en el agua. Mi instinto me dijo que no estaba frente a un simple texto… sino a un código que debía ser interpretado con algo más que los ojos.

Nos retiramos de la cámara en silencio, el pergamino bajo mi brazo, la luz de las antorchas proyectando nuestras sombras contra las paredes como figuras alargadas y distorsionadas.

La Senda Hundida, que durante siglos había sido un mito en las historias de los ancianos, se había convertido de pronto en una realidad tangible, húmeda, fría… y peligrosa.

El eco de nuestros pasos resonaba como un tambor lejano, y el aire helado parecía seguirnos, pegándose a nuestra nuca, como si el mismo lugar nos observara marchar.

No podíamos verlo, pero lo sentíamos: la piedra había despertado… y estaba escuchando.

Ahora teníamos una pista. Un camino.

Y si las historias eran ciertas, ese camino nos llevaría a la última batalla contra la niebla.

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