El amanecer llegó como un suspiro.
No fue una irrupción, sino un roce: el oro se filtró entre las hojas, despertando el murmullo del bosque, el canto de los pájaros y el rumor tranquilo del agua que descendía por los canales de Luminaria.
Amara abrió los ojos lentamente.
El primer pensamiento que cruzó su mente no fue una preocupación ni un recuerdo, sino un simple hecho: el aire olía distinto.
Más limpio. Más vivo.
Estaba tendida en el pecho de Lykos, cuya respiración era profunda y pausada.
El fuego se había apagado hacía horas, pero el calor de su cuerpo mantenía la estancia tibia.
Ella alzó la vista: el alfa dormía aún, con el ceño relajado, una mano en su cintura, el cabello despeinado y un leve rastro de ceniza en la piel.
Por un instante, Amara no quiso moverse.
El silencio de la cabaña la envolvía, casi sagrado. Podía escuchar el tic-tac del reloj de pared, el crujido de la madera al dilatarse, y el golpeteo constante d