Prólogo — Amara
Nunca pensé que volvería a este faro abandonado… y mucho menos sola.
Cada paso que daba resonaba en el eco de la piedra como un recordatorio de que estaba cruzando un umbral del que no había retorno. En mi sangre, un susurro antiguo reptaba, rozando mi mente vampírica con un nombre olvidado. Cada runa bajo mis pies parecía palpitar, despertando un eco que jamás debí haber desenterrado.
No era solo el deber lo que me había traído aquí. Había… algo más. Una vibración sutil en mi mente, un zumbido telepático que apenas se distinguía de mis propios pensamientos. Mi don —ese que prefiero mantener a raya— me mostraba la sombra de quienes espiaban: lobos ocultos en la bruma, consejeros agazapados entre grietas invisibles, todos esperando mi error. Y entonces, lo oí. Un murmullo tan bajo y tan íntimo que parecía deslizarse desde las entrañas mismas del faro:
—Amara…
Abrí un ojo, agudizando mis sentidos. En el centro de la sala, la runa principal ardía con un fulgor carmesí errático, como un corazón al borde del colapso. Mi supervelocidad podría haberme llevado allí en un parpadeo, pero en ese laberinto de sombras y trampas invisibles, cada movimiento debía ser calculado. Extendí la palma, presionando el aire… y una exhalación húmeda, casi un lamento, me rozó la garganta. El peso de la tarea se incrustaba en mis hombros como un yugo de piedra.
Fue entonces cuando la bruma se abrió.
—Ya llegas tarde —susurré, apenas audaz para que mi voz no traicionara lo que sentía—. El sello se debilita.
No contestó. Su atención se clavó en el centro del faro, donde las runas latían con desesperación. Su estatura imponía, y cada línea de su cuerpo irradiaba una fuerza primitiva, salvaje… casi imposible de contener. Y en esos ojos, duros como la roca, había algo que me quemaba más que la amenaza del sello: un vínculo silencioso, peligroso, inevitable.
La noche se tensó.
Prólogo — Lykos
El primer rugido de la Luna Carmesí siempre me arrancaba del sueño como un golpe en el pecho. Era un sonido que no se escuchaba, se sentía. Primitivo. Antiguo. Capaz de despertar lo mejor… y lo peor de mí. Antes de que mi mente consciente reaccionara, ya tenía el pelaje erizado y las garras temblando bajo la piel. Un llamado. Ineludible.
El acantilado me recibió con el aullido del viento y el mar rompiendo abajo. Entre la niebla, el faro se alzaba como un cadáver que se negaba a pudrirse. Pero no fue la ruina lo que me atrapó la mirada, sino ella. Amara. Nunca la había visto tan tensa, tan mortal, como si todo el peso de un destino oscuro estuviera encadenado a sus hombros.
Mis sentidos estaban agudos hasta el límite. El olfato me trajo el aroma metálico de los vampiros que acechaban, su miedo y su desconfianza espesos como la bruma. Mi oído captó el eco preciso de cada gota de agua que se estrellaba contra la piedra, perturbando el silencio cargado que nos envolvía. Ascendí la escalera de caracol con paso firme, sorteando trozos de muro mordidos por el mar, sintiendo bajo mis botas el mismo suelo que sus pies habían tocado segundos antes.
—Tu velocidad me tomó por sorpresa —dije con una sonrisa ladeada, intentando diluir la tensión que se nos pegaba a la piel.
Me miró. Sus ojos, dos brasas moradas, irradiaban autoridad… y una promesa que podía costarnos todo. Incluso en la penumbra, su aura vibraba como un filo invisible, hermosa y peligrosa. Y mientras la observaba, supe lo que no quería admitir: esa noche, la necesitaba más que el aire que respiraba.