El CEO es un Mafioso

El CEO es un Mafioso ES

Mafia
Última actualización: 2025-10-23
Luna James  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Cindy Bellarmy, con su dulzura rebelde y un carácter que quema como fuego, comienza a trabajar en el exclusivo casino "Imperio", un lugar donde las luces deslumbran tanto como los secretos que esconden. Allí conoce a Bruno Delacroix, un hombre tan oscuro como irresistible, dueño de una perversión que devora todo lo que desea. Desde el momento en que sus miradas se cruzan, la tensión es innegable. Bruno la quiere, la necesita, y no está dispuesto a dejarla escapar. Cindy, atrapada entre el deseo y el peligro, descubre que jugar con él es adentrarse en un mundo donde la pasión y la obsesión se confunden, y no hay forma de salir intacta.

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Capítulo 1

Brook

Cindy

Brook |Miami EEUU

El olor a alcohol y perfume barato llenaba el aire denso del Nightfall, un club nocturno con luces de neón titilantes que parecían respirar al ritmo de la música estruendosa. Era mi sexta noche tras la barra, y a pesar de mi falta de experiencia, empezaba a manejarme con más soltura. Los clientes siempre estaban apurados, siempre querían más, y no les importaba si acababas de empezar o llevabas años aquí. Apretando el mango de la coctelera, intenté concentrarme en el movimiento rítmico que me enseñó Mia, la otra bartender.

Entonces lo escuché.

—Tienes nombre de puta —dijo una voz masculina, ronca pero suficientemente clara como para atravesar la música.

Me congelé. Mi mano se detuvo a medio sacudir, y el metal frío de la coctelera pareció volverse incandescente entre mis dedos. ¿Acababa de decir lo que creía que había dicho?

Giré lentamente la cabeza hacia el tipo que estaba en la barra. No era mucho mayor que yo, quizás 25 años, de cabello oscuro y sonrisa torcida, y los ojos hinchados que delataban que ya había bebido más de la cuenta. Pero no estaba borracho, no lo suficiente como para excusarlo. En cuanto vio que lo miraba, alzó las cejas y repitió con insolencia:

—¿Qué pasa, Cindy? ¿No me vas a contestar? Es que con ese nombre, parece que trabajas en algo más... divertido.

El calor de la humillación subió desde mi pecho hasta mi cuello, como un líquido hirviendo.

No me moví por un segundo, pero las risas de dos amigos que lo acompañaban hicieron que algo dentro de mí explotara. La rabia. La indignación. No me conocía, pero se atrevía a hablarme así, a verme como si yo fuera algo que podía comprar. Como si fuera una zorra.

Llené la copa que tenía en la mano y, sin pensarlo dos veces, la lancé directo a su cara. El líquido empapó su cabello y su camisa, y las risas cesaron de golpe. El tipo se levantó tambaleándose, gruñendo y lanzando insultos mientras sus amigos intentaban calmarlo.

—¡Maldita loca! ¿Qué te pasa? —vociferó mientras intentaba apartar el alcohol que le corría por los ojos.

Para entonces, varios de los clientes cercanos habían dejado de bailar y miraban la escena con atención morbosa.

Sentí una mano firme en mi brazo; al girarme, vi a Toni, mi jefe inmediato. Era un hombre robusto, de rostro severo, con una camisa negra que siempre llevaba perfectamente planchada, aunque ahora tenía el ceño fruncido como si cargara el peso del mundo.

—Cindy, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó entre dientes, tirando ligeramente de mí hacia atrás.

—Defendiéndome —respondí, tratando de soltarme. Mi voz era firme, aunque mi corazón latía con fuerza.

—¡Defendiéndote! —repitió Toni, fulminándome con la mirada. Luego se dirigió al personal de seguridad que ya había llegado—. Sáquenlo.

Los guardias se acercaron al hombre, que seguía gritando y lanzando amenazas, aunque no puso demasiada resistencia. Uno de ellos se giró hacia mí, con una expresión que mezclaba advertencia y algo más.

—Llévense también a ella, antes de que esto se salga de control —ordenó el tipo, pero los guardias sólo lo sacaron a él mientras intentaban tranquilizarme.

Cuando la música volvió a subir de volumen, Toni me tomó del brazo nuevamente, pero esta vez con menos fuerza.

—¿Se puede saber qué te pasa? —dijo en un tono bajo pero cargado de autoridad.

—Me estaba faltando el respeto —respondí con firmeza, sacudiendo el brazo para liberarme. No iba a permitir que me hablara como si yo fuera el problema aquí.

—Ya sabes cómo son los clientes cuando beben. Esto es un bar, Cindy, no una iglesia —replicó, cruzándose de brazos.

Lo miré con incredulidad. ¿Eso era todo? ¿Que los clientes se ponen “pasados”?

—¿Y eso me obliga a aguantarlo todo? —espeté.

Él no respondió de inmediato, pero el filo en su mirada me dejó claro que la conversación no había terminado.

—Terminando tu turno, pasa por mi oficina —dijo finalmente, antes de alejarse.

Sabía lo que eso significaba. Adiós, Nightfall. Adiós, empleo.

La rabia no se apagó; si acaso, se intensificó.

—No hace falta que me digas nada. Renuncio.

Le lancé el delantal y me giré para salir, ignorando su voz que intentaba detenerme. Caminé hacia la salida, dejando atrás las luces de neón, la música ensordecedora y el olor a alcohol que se había impregnado en mi piel.

Ya era de madrugada, y solo faltaban 40 minutos para terminar mi jornada, de hecho. Mientras caminaba la realidad me tocó de lleno, acababa de renunciar a mi única fuente de ingreso. Ya no podía seguir así. Sentía el estómago revuelto y las manos temblorosas, pero no por arrepentimiento.

A cada paso que daba, el zumbido de la música en mis oídos se apagaba, reemplazado por el eco distante de una sirena y el crujido de cristales bajo mis botas. El barrio nunca dormía, pero tampoco vivía.

Las calles estaban salpicadas de bolsas de basura rasgadas y grafitis que cubrían paredes de concreto descascarado. Un grupo de chicos con capuchas oscuras fumaban en una esquina, mientras las luces intermitentes de un coche viejo proyectaban sombras inquietantes contra los edificios. Había aprendido a no hacer contacto visual en este vecindario; aquí, una mirada equivocada podía costarte caro.

Mi apartamento estaba en un bloque que parecía tambalearse con el peso de los años. El letrero de “Edificio Las Palmeras” hacía tiempo que había perdido letras, y la reja de la entrada colgaba torcida, casi inútil.

Al llegar, noté algo que me sacó de mis pensamientos: Rocío estaba en la entrada, con su cabello negro lacio cubriéndole parcialmente el rostro, un delineado grueso que le hacía parecer perpetuamente molesta, y su chaqueta de cuero con tachuelas. Se estaba besando con un tipo alto y desgarbado, con pinta de haber salido de una pelea o un concierto de mala muerte.

—Busquen una cama —solté, pasando a su lado con una sonrisa burlona.

Rocío interrumpió el beso y me lanzó una mirada que podría haber derretido el concreto.

—Qué graciosa, Cindy. —Su tono estaba cargado de sarcasmo. Se giró hacia el chico y, sin el menor atisbo de dulzura, le dijo—: Nos vemos.

El tipo asintió, algo desconcertado por el cambio repentino, y se marchó sin decir nada. Rocío me alcanzó rápidamente, cruzándose de brazos mientras yo empujaba la puerta oxidada del edificio.

—¿Qué haces aquí tan temprano? Pensé que salías en cuarenta minutos.

—Renuncié.

No quise mirar su cara, pero pude sentir cómo me perforaba con la mirada mientras subíamos las escaleras estrechas y mal iluminadas.

—¿Otra vez? Cindy, ¿qué pasó esta vez?

Llegamos al tercer piso, y busqué las llaves en el bolsillo de mi chaqueta mientras entramos al apartamento, y como siempre, el lugar olía a humedad mezclada con el incienso barato que Rocío insistía en encender todas las noches.

El espacio era pequeño: un sofá viejo con un par de cojines descosidos, una mesita de centro que cojeaba, y una cocina diminuta con platos apilados en el fregadero. Pero era lo único que teníamos, y lo manteníamos lo mejor que podíamos.

Rocío cerró la puerta con más fuerza de la necesaria, y yo supe que se venía el sermón. Me quité la chaqueta y la tiré sobre el respaldo del sofá mientras ella se cruzaba de brazos, su delineado negro resaltando la dureza en su mirada.

—Es la cuarta vez este mes, Cindy. —Su voz estaba cargada de frustración—. ¡Cuarta vez! ¿Me quieres explicar qué carajo pasó ahora?

Suspiré, dejando caer mi peso en el sofá.

—No fue mi culpa. —Mi tono era defensivo, pero apenas lo dije supe que no iba a convencerla.

—Siempre dices lo mismo.

—Porque siempre es cierto. —Levanté las manos, intentando justificarme—. Un idiota me faltó al respeto. Me llamó “puta”. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Sonreírle?

Rocío soltó una risa corta, sarcástica, mientras se apoyaba contra la pared.

—¿Tú qué hiciste?

Solté un bufido flojo.

—Le tiré la bebida a la cara —dije sin más.

—Ok, no es como que debas aceptar esos comentarios, pero tampoco que le lanzaras la bebida en la cara…

—Era eso o dejar que me humillara frente a todo el mundo.

—¿Y qué ganaste con eso? —me interrumpió, señalándome con un dedo acusador—. Ahora estamos otra vez sin dinero, con la renta atrasada y las facturas acumulándose. ¿Sabes que ya casi no tenemos para el gas?

Quería decir algo, pero sus palabras eran como puñaladas. Sabía que tenía razón. La frustración empezó a mezclarse con la culpa, aunque me negaba a admitirlo.

—No puedo quedarme callada, Rocío. No soy así. No voy a dejar que nadie me trate como basura solo porque necesitan un trago.

Ella se frotó el puente de la nariz, un gesto que hacía cada vez que estaba al borde de perder la paciencia.

—Y yo tampoco soy así, Cindy. Pero a veces tienes que tragarte el orgullo y pensar en algo más grande que tú misma. Deja de ser impulsiva, por favor.

La miré, sintiéndome pequeña por primera vez en toda la noche. Rocío no era precisamente alguien que siguiera las reglas o tolerara tonterías, pero siempre encontraba la forma de mantenernos a flote. Era práctica, lógica. Yo… era todo lo contrario.

—No entiendo cómo lo haces. —murmuré, evitando su mirada.

Ella se sentó frente a mí en el suelo, con las piernas cruzadas y sus botas gastadas rozando la alfombra.

—Porque alguien tiene que hacerlo. Porque no quiero que terminemos en la calle. Y, sinceramente, Cindy, te quiero, pero no podemos seguir así. Necesitas encontrar algo estable y mantenerte.

—¿Y qué sugieres? —pregunté, un poco más áspera de lo que pretendía—. ¿Qué aguante cualquier m****a que me tiren solo por un cheque?

Rocío se quedó en silencio por un momento antes de responder.

—No. Pero sí que pienses antes de actuar.

Sus palabras se quedaron flotando en el aire, pesadas. Sabía que tenía razón, pero no sabía cómo cambiar. Había crecido luchando por cada pequeño espacio que tenía en este mundo, y la idea de dejar pasar algo como lo que había pasado esta noche me hacía hervir la sangre. Pero… ella también estaba luchando. Por las dos. Por nuestro techo, nuestra comida, nuestra vida.

—Lo siento, Rocío. —murmuré, finalmente.

Ella me miró durante un segundo antes de suspirar y levantarse del suelo.

—No basta con que lo sientas, Cindy. Mañana vamos a buscarte otro trabajo. Pero esta vez, por favor, trata de durar más de una semana.

Asentí en silencio, sintiéndome derrotada pero agradecida. Rocío podía ser dura, pero nunca me dejaba sola. Y aunque no lo dijera en voz alta, sabía que estaba harta de tener que cargar conmigo.

—Mañana —dijo Rocío antes de meterse a su habitación—. Vas a venir conmigo al Casino. Allí necesitan chicas para el aseo, si te dejan entrar estarás conmigo.

Asentí. Me levanté y caminé hacia la ventana, mirando las luces parpadeantes del barrio que se extendían como un mosaico desordenado.

—Cindy —escuché de nuevo y me medio giré a verla—. Yo le hubiera lanzado la copa también.

Me guiñó el ojo, lo que me hizo sonreír sutilmente, antes de entrar de lleno a su habitación.

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