Cindy Bellarmy, con su dulzura rebelde y un carácter que quema como fuego, comienza a trabajar en el exclusivo casino "Imperio", un lugar donde las luces deslumbran tanto como los secretos que esconden. Allí conoce a Bruno Delacroix, un hombre tan oscuro como irresistible, dueño de una perversión que devora todo lo que desea. Desde el momento en que sus miradas se cruzan, la tensión es innegable. Bruno la quiere, la necesita, y no está dispuesto a dejarla escapar. Cindy, atrapada entre el deseo y el peligro, descubre que jugar con él es adentrarse en un mundo donde la pasión y la obsesión se confunden, y no hay forma de salir intacta.
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Brook |Miami EEUU El olor a alcohol y perfume barato llenaba el aire denso del Nightfall, un club nocturno con luces de neón titilantes que parecían respirar al ritmo de la música estruendosa. Era mi sexta noche tras la barra, y a pesar de mi falta de experiencia, empezaba a manejarme con más soltura. Los clientes siempre estaban apurados, siempre querían más, y no les importaba si acababas de empezar o llevabas años aquí. Apretando el mango de la coctelera, intenté concentrarme en el movimiento rítmico que me enseñó Mia, la otra bartender. Entonces lo escuché. —Tienes nombre de puta —dijo una voz masculina, ronca pero suficientemente clara como para atravesar la música. Me congelé. Mi mano se detuvo a medio sacudir, y el metal frío de la coctelera pareció volverse incandescente entre mis dedos. ¿Acababa de decir lo que creía que había dicho? Giré lentamente la cabeza hacia el tipo que estaba en la barra. No era mucho mayor que yo, quizás 25 años, de cabello oscuro y sonrisa torcida, y los ojos hinchados que delataban que ya había bebido más de la cuenta. Pero no estaba borracho, no lo suficiente como para excusarlo. En cuanto vio que lo miraba, alzó las cejas y repitió con insolencia: —¿Qué pasa, Cindy? ¿No me vas a contestar? Es que con ese nombre, parece que trabajas en algo más... divertido. El calor de la humillación subió desde mi pecho hasta mi cuello, como un líquido hirviendo. No me moví por un segundo, pero las risas de dos amigos que lo acompañaban hicieron que algo dentro de mí explotara. La rabia. La indignación. No me conocía, pero se atrevía a hablarme así, a verme como si yo fuera algo que podía comprar. Como si fuera una zorra. Llené la copa que tenía en la mano y, sin pensarlo dos veces, la lancé directo a su cara. El líquido empapó su cabello y su camisa, y las risas cesaron de golpe. El tipo se levantó tambaleándose, gruñendo y lanzando insultos mientras sus amigos intentaban calmarlo. —¡Maldita loca! ¿Qué te pasa? —vociferó mientras intentaba apartar el alcohol que le corría por los ojos. Para entonces, varios de los clientes cercanos habían dejado de bailar y miraban la escena con atención morbosa. Sentí una mano firme en mi brazo; al girarme, vi a Toni, mi jefe inmediato. Era un hombre robusto, de rostro severo, con una camisa negra que siempre llevaba perfectamente planchada, aunque ahora tenía el ceño fruncido como si cargara el peso del mundo. —Cindy, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó entre dientes, tirando ligeramente de mí hacia atrás. —Defendiéndome —respondí, tratando de soltarme. Mi voz era firme, aunque mi corazón latía con fuerza. —¡Defendiéndote! —repitió Toni, fulminándome con la mirada. Luego se dirigió al personal de seguridad que ya había llegado—. Sáquenlo. Los guardias se acercaron al hombre, que seguía gritando y lanzando amenazas, aunque no puso demasiada resistencia. Uno de ellos se giró hacia mí, con una expresión que mezclaba advertencia y algo más. —Llévense también a ella, antes de que esto se salga de control —ordenó el tipo, pero los guardias sólo lo sacaron a él mientras intentaban tranquilizarme. Cuando la música volvió a subir de volumen, Toni me tomó del brazo nuevamente, pero esta vez con menos fuerza. —¿Se puede saber qué te pasa? —dijo en un tono bajo pero cargado de autoridad. —Me estaba faltando el respeto —respondí con firmeza, sacudiendo el brazo para liberarme. No iba a permitir que me hablara como si yo fuera el problema aquí. —Ya sabes cómo son los clientes cuando beben. Esto es un bar, Cindy, no una iglesia —replicó, cruzándose de brazos. Lo miré con incredulidad. ¿Eso era todo? ¿Que los clientes se ponen “pasados”? —¿Y eso me obliga a aguantarlo todo? —espeté. Él no respondió de inmediato, pero el filo en su mirada me dejó claro que la conversación no había terminado. —Terminando tu turno, pasa por mi oficina —dijo finalmente, antes de alejarse. Sabía lo que eso significaba. Adiós, Nightfall. Adiós, empleo. La rabia no se apagó; si acaso, se intensificó. —No hace falta que me digas nada. Renuncio. Le lancé el delantal y me giré para salir, ignorando su voz que intentaba detenerme. Caminé hacia la salida, dejando atrás las luces de neón, la música ensordecedora y el olor a alcohol que se había impregnado en mi piel. Ya era de madrugada, y solo faltaban 40 minutos para terminar mi jornada, de hecho. Mientras caminaba la realidad me tocó de lleno, acababa de renunciar a mi única fuente de ingreso. Ya no podía seguir así. Sentía el estómago revuelto y las manos temblorosas, pero no por arrepentimiento. A cada paso que daba, el zumbido de la música en mis oídos se apagaba, reemplazado por el eco distante de una sirena y el crujido de cristales bajo mis botas. El barrio nunca dormía, pero tampoco vivía. Las calles estaban salpicadas de bolsas de basura rasgadas y grafitis que cubrían paredes de concreto descascarado. Un grupo de chicos con capuchas oscuras fumaban en una esquina, mientras las luces intermitentes de un coche viejo proyectaban sombras inquietantes contra los edificios. Había aprendido a no hacer contacto visual en este vecindario; aquí, una mirada equivocada podía costarte caro. Mi apartamento estaba en un bloque que parecía tambalearse con el peso de los años. El letrero de “Edificio Las Palmeras” hacía tiempo que había perdido letras, y la reja de la entrada colgaba torcida, casi inútil. Al llegar, noté algo que me sacó de mis pensamientos: Rocío estaba en la entrada, con su cabello negro lacio cubriéndole parcialmente el rostro, un delineado grueso que le hacía parecer perpetuamente molesta, y su chaqueta de cuero con tachuelas. Se estaba besando con un tipo alto y desgarbado, con pinta de haber salido de una pelea o un concierto de mala muerte. —Busquen una cama —solté, pasando a su lado con una sonrisa burlona. Rocío interrumpió el beso y me lanzó una mirada que podría haber derretido el concreto. —Qué graciosa, Cindy. —Su tono estaba cargado de sarcasmo. Se giró hacia el chico y, sin el menor atisbo de dulzura, le dijo—: Nos vemos. El tipo asintió, algo desconcertado por el cambio repentino, y se marchó sin decir nada. Rocío me alcanzó rápidamente, cruzándose de brazos mientras yo empujaba la puerta oxidada del edificio. —¿Qué haces aquí tan temprano? Pensé que salías en cuarenta minutos. —Renuncié. No quise mirar su cara, pero pude sentir cómo me perforaba con la mirada mientras subíamos las escaleras estrechas y mal iluminadas. —¿Otra vez? Cindy, ¿qué pasó esta vez? Llegamos al tercer piso, y busqué las llaves en el bolsillo de mi chaqueta mientras entramos al apartamento, y como siempre, el lugar olía a humedad mezclada con el incienso barato que Rocío insistía en encender todas las noches. El espacio era pequeño: un sofá viejo con un par de cojines descosidos, una mesita de centro que cojeaba, y una cocina diminuta con platos apilados en el fregadero. Pero era lo único que teníamos, y lo manteníamos lo mejor que podíamos. Rocío cerró la puerta con más fuerza de la necesaria, y yo supe que se venía el sermón. Me quité la chaqueta y la tiré sobre el respaldo del sofá mientras ella se cruzaba de brazos, su delineado negro resaltando la dureza en su mirada. —Es la cuarta vez este mes, Cindy. —Su voz estaba cargada de frustración—. ¡Cuarta vez! ¿Me quieres explicar qué carajo pasó ahora? Suspiré, dejando caer mi peso en el sofá. —No fue mi culpa. —Mi tono era defensivo, pero apenas lo dije supe que no iba a convencerla. —Siempre dices lo mismo. —Porque siempre es cierto. —Levanté las manos, intentando justificarme—. Un idiota me faltó al respeto. Me llamó “puta”. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Sonreírle? Rocío soltó una risa corta, sarcástica, mientras se apoyaba contra la pared. —¿Tú qué hiciste? Solté un bufido flojo. —Le tiré la bebida a la cara —dije sin más. —Ok, no es como que debas aceptar esos comentarios, pero tampoco que le lanzaras la bebida en la cara… —Era eso o dejar que me humillara frente a todo el mundo. —¿Y qué ganaste con eso? —me interrumpió, señalándome con un dedo acusador—. Ahora estamos otra vez sin dinero, con la renta atrasada y las facturas acumulándose. ¿Sabes que ya casi no tenemos para el gas? Quería decir algo, pero sus palabras eran como puñaladas. Sabía que tenía razón. La frustración empezó a mezclarse con la culpa, aunque me negaba a admitirlo. —No puedo quedarme callada, Rocío. No soy así. No voy a dejar que nadie me trate como basura solo porque necesitan un trago. Ella se frotó el puente de la nariz, un gesto que hacía cada vez que estaba al borde de perder la paciencia. —Y yo tampoco soy así, Cindy. Pero a veces tienes que tragarte el orgullo y pensar en algo más grande que tú misma. Deja de ser impulsiva, por favor. La miré, sintiéndome pequeña por primera vez en toda la noche. Rocío no era precisamente alguien que siguiera las reglas o tolerara tonterías, pero siempre encontraba la forma de mantenernos a flote. Era práctica, lógica. Yo… era todo lo contrario. —No entiendo cómo lo haces. —murmuré, evitando su mirada. Ella se sentó frente a mí en el suelo, con las piernas cruzadas y sus botas gastadas rozando la alfombra. —Porque alguien tiene que hacerlo. Porque no quiero que terminemos en la calle. Y, sinceramente, Cindy, te quiero, pero no podemos seguir así. Necesitas encontrar algo estable y mantenerte. —¿Y qué sugieres? —pregunté, un poco más áspera de lo que pretendía—. ¿Qué aguante cualquier m****a que me tiren solo por un cheque? Rocío se quedó en silencio por un momento antes de responder. —No. Pero sí que pienses antes de actuar. Sus palabras se quedaron flotando en el aire, pesadas. Sabía que tenía razón, pero no sabía cómo cambiar. Había crecido luchando por cada pequeño espacio que tenía en este mundo, y la idea de dejar pasar algo como lo que había pasado esta noche me hacía hervir la sangre. Pero… ella también estaba luchando. Por las dos. Por nuestro techo, nuestra comida, nuestra vida. —Lo siento, Rocío. —murmuré, finalmente. Ella me miró durante un segundo antes de suspirar y levantarse del suelo. —No basta con que lo sientas, Cindy. Mañana vamos a buscarte otro trabajo. Pero esta vez, por favor, trata de durar más de una semana. Asentí en silencio, sintiéndome derrotada pero agradecida. Rocío podía ser dura, pero nunca me dejaba sola. Y aunque no lo dijera en voz alta, sabía que estaba harta de tener que cargar conmigo. —Mañana —dijo Rocío antes de meterse a su habitación—. Vas a venir conmigo al Casino. Allí necesitan chicas para el aseo, si te dejan entrar estarás conmigo. Asentí. Me levanté y caminé hacia la ventana, mirando las luces parpadeantes del barrio que se extendían como un mosaico desordenado. —Cindy —escuché de nuevo y me medio giré a verla—. Yo le hubiera lanzado la copa también. Me guiñó el ojo, lo que me hizo sonreír sutilmente, antes de entrar de lleno a su habitación. ══════◄••❀••►══════Bruno Delacroix La foto fue rápida, y Victoria no estuvo presente, había desaparecido de el ambiente. Eché un vistazo rápido al móvil encendiéndolo el cual apagué por precaución, sabía que no me iban a rastrear pero lo preferí así. En automático el móvil se sacudió dejando entrar un cúmulo de mensajes y llamadas perdidas. Eché una ojeada rápida, viendo que algunas eran importantes y otras las podría resolver más tarde. Thor me había llamado y Frédéric también. Me acerqué a despedirme diciendo que me tenía que ir. Tardé más tiempo despidiéndome de mi hija, ella me pidió que le comprara una máquina de algodón de azúcar, yo le prometí que sí, finalmente tuve que obligar a mi madre y a Ivette a soltar a Cindy. Casi me suplicó para que la volviera a visitar pronto y que trajera a Cindy, fue un requisito. Mis hombres también se movieron rápido. Le di órdenes claras a los quince guardaespaldas de mi hija antes de marcharme. Los movimientos restantes fueron prácticamente mecánicos, hast
Bruno El bullicio del bautizo quedaba atrás mientras me alejaba con Amena en brazos. La sentía acurrucada contra mi pecho, su carita escondida en mi cuello, y ese simple gesto tenía el poder de suavizar mi expresión dura. Victoria caminaba unos pasos delante de mí, con su porte elegante y su vestido impecable. Su cabello caía en ondas perfectas sobre sus hombros, y aunque intentaba mantener una expresión serena, la rigidez de su postura la delataba. Estaba molesta. No era difícil adivinar por qué. La conocía demasiado bien. Nos detuvimos en una esquina más apartada del jardín, lejos de los invitados. La música y las voces quedaban de fondo, amortiguadas por la brisa cálida de la tarde. Victoria se giró hacia mí con una sonrisa tensa, pero sus ojos oscuros reflejaban otra cosa. —Dime —zanjé. Sus ojos oscuros estaban afilados, evaluándome con esa mezcla de desdén y algo más... algo que no le permitiría admitir. —¿Quién es ella? —preguntó, como si el solo hecho de pronunciar la p
Cindy Antes de que pudiera responder, un hombre alto y de semblante relajado se acercó a nosotros, llevando en brazos a un pequeño niño que no debía tener más de tres años. El niño vestía un traje blanco, impecable, y tenía una expresión de cansancio que lo hacía lucir adorable. —¡Omar! —dijo Ivette, extendiendo los brazos hacia el hombre—. Cariño, ven a conocer a Cindy. —¿Cindy? —repitió el hombre con curiosidad mientras se acercaba y extendía una mano para saludarme—. Soy Omar, el esposo de Ivette. Y este pequeño aquí es Richard, nuestro hijo recién bautizado. Saludó a Bruno en un gesto seco primero como si le estuviera pidiendo permiso antes y luego se volvió a mí. —Es un placer —respondí, estrechando su mano y dedicándole una sonrisa al niño, que me miraba desde el hombro de su padre. —Lo mismo digo. —Omar parecía amigable, aunque había algo en su mirada que me hacía sentir evaluada, como si estuviera tratando de descifrar algo sobre mí. —Por que no vienes a… —intentó deci
Cindy Cuando nos acercamos al grupo de no más de 15 personas esparcidas en diferentes bancos, una señora nos vio. Era una mujer elegante, de cabello perfectamente arreglado, ojos plata y un vestido que gritaba sofisticación. Su mirada se posó en mí inmediatamente, como si hubiera esperado este momento durante años. Sonrió, pero no era una sonrisa común; era una sonrisa que te evaluaba, me miró de arriba abajo sin cohibirse. —Hijo —dijo la señora con una mezcla de sorpresa y entusiasmo mientras se levantaba de su asiento y avanzaba hacia nosotros, sin importarle que varios ojos se giraran—. ¡No puedo creerlo! Por fin has traído a alguien contigo. Una chica se giró y ella bajó la voz como si quisiera evitar llamar la atención del resto. Era un evento privado, lo supe cuando recorrí con la vista y no habían más de 15 personas. Mi estómago se encogió. Bruno apenas reaccionó; su expresión permaneció dura. Sin embargo, me sentí expuesta bajo la mirada de esa mujer que me evaluaba de
Cindy El suave murmullo de la ciudad apenas llegaba a la suite, filtrado por los ventanales que daban al balcón. Me desperté lentamente, sin abrir del todo los ojos, envuelta en las sábanas más suaves que había sentido en mi vida, como si estuviera durmiendo en una nube. La cama tenía ese mismo olor inconfundible de las cosas de Bruno, limpio, caro, inalcanzable. Giré la cabeza hacia el balcón y lo vi. Bruno estaba sentado allí, con una taza de café en una mano y un periódico en la otra. Su postura era relajada, pero todo en él irradiaba autoridad incluso cuando no hacía nada. Llevaba una camisa blanca ligeramente desabotonada y pantalones oscuros; su look casual, aunque impecable, lo hacía verse tan sexy que tuve que morderme el labio. El sol de la mañana lo bañaba, destacando los ángulos de su rostro. Entre el periódico y el café, su atención parecía concentrada, pero su mandíbula ligeramente tensa le daba ese aire rudo que siempre llevaba consigo, como si incluso en los momentos
Bruno Delacroix Justo cuando iba a responder, una risa cristalina rompió la atmósfera tensa del bunker. Mi mirada se dirigió hacia el origen del sonido. Cindy con dos de las chicas. Thor también miró hacia ellas y dejó escapar una risa breve, cargada de sarcasmo. Estaba con dos de las chicas encargadas de la logística, pero lo que realmente llamó mi atención fue el arco compuesto en sus manos. No cualquier arco. Era el arco personal de Thor. El ceño de mi primo se frunció de inmediato. Su expresión pasó de la concentración al puro disgusto en cuestión de segundos. —¿Qué demonios? —gruñó Thor, sus ojos clavados en Cindy mientras ella tensaba la cuerda del arco. Las chicas a su lado reían entre susurros, probablemente instruyéndola. —¿Me estás diciendo que agarraron mi arco? ¡El mío! —Thor dejó caer el bolígrafo sobre el mapa y comenzó a caminar hacia ellas, sus pasos firmes, su mandíbula apretada. —Déjala, Thor —dije, casi como una orden. Thor giró la cabeza hacia mí, sus ojos
Último capítulo