Vamos a Cazar

Víctor

Las noches en casa solían ser mi refugio, o al menos eso intentaba. Después de lidiar con las sombras del mundo todos los días, la idea de sentarme en el sofá y perderme en las noticias era una forma de desconectar, aunque nunca por completo. Mi nombre es Víctor Álvarez, comandante de la FIAC, una institución que, bajo sus propias reglas, se dedica a desmantelar redes de lavado de dinero y tráfico de armas. Somos la punta de la lanza contra aquellos que corrompen las bases de nuestra sociedad.

Sin embargo, esta noche, el descanso era imposible. En la pantalla del televisor, las noticias mostraban imágenes de caos: autos en llamas, vidrios rotos, civiles aterrorizados huyendo por las calles de un barrio céntrico de la ciudad. El presentador hablaba con tono grave:

»Un ataque coordinado contra la sede de un banco internacional dejó un saldo de cuatro muertos y varios heridos. Las autoridades creen que se trata de una acción de protesta liderada por el grupo radical conocido como “Los Hijos del Fuego”. Este grupo, conocido por su violencia extrema, habría recibido armamento de contrabando. Aunque no se tienen pruebas concluyentes, fuentes cercanas sugieren que dicho armamento podría provenir de la organización criminal conocida como Los Lobos de Hierro.

Suspiré profundamente, apretando los puños. Los Lobos de Hierro otra vez. Era como si estuvieran en todas partes, moviendo los hilos de la destrucción mientras mantenían las manos limpias. Nadie podía probar su implicación directa, pero yo sabía que estaban detrás de todo.

Apagué la televisión de golpe. Las imágenes seguían grabadas en mi mente, pero necesitaba un respiro, aunque fuera por unos minutos. Me recosté en el sofá, cerrando los ojos un instante, tratando de ordenar mis pensamientos.

—¿Otra vez metido en esas noticias? —La voz de mi esposa, Clara, llegó desde la cocina.

Giré la cabeza hacia ella. Estaba de pie, con un delantal sencillo y una sonrisa suave, aunque podía ver en sus ojos el cansancio de vivir con alguien que nunca dejaba de trabajar, incluso fuera de horario.

—No lo puedo evitar, Clara. Siempre es lo mismo. Crímenes, caos... Y en el fondo, siempre están ellos, los Lobos.

Ella dejó el plato que estaba secando, se acercó y se sentó a mi lado, tomando mi mano.

—Víctor, no puedes llevar todo ese peso solo. Tienes un equipo, tienes a nuestro hijo.

Asentí, aunque no pude evitar un pequeño gesto de ironía.

—Sí, pero cada vez que creo que estamos avanzando, ellos se adelantan. Cada movimiento que hacemos, cada plan... Parece que siempre saben cómo contrarrestarnos.

Clara no respondió, pero apretó mi mano, como diciendo que estaba allí, aunque las palabras no fueran suficientes. En ese momento, se escucharon pasos en la entrada.

—Parece que llegó Vicente —dijo Clara, levantándose para recibirlo.

Mi hijo, Vicente Álvarez, entró con su chaqueta colgada al hombro. Llevaba un semblante cansado, pero en sus ojos había el mismo fuego que siempre reconocí en él: la determinación de hacer lo correcto, incluso en las circunstancias más difíciles. Trabajaba como encargado del reclutamiento en la FIAC, un rol crucial que él manejaba con un profesionalismo impecable.

—Hola, papá. —Dejó la chaqueta en una silla y se sentó en la mesa.

—Vicente —respondí, levantándome del sofá y acercándome a la mesa—. ¿Día largo?

—Como siempre. Pero nada fuera de lo común. Aunque... he estado pensando en algo que quiero discutir contigo.

Clara puso tres platos en la mesa mientras nosotros tomábamos asiento. Podía notar que Vicente estaba inquieto por algo.

—¿Qué ocurre, hijo?

—Los Lobos. —Su tono fue directo, sin rodeos—. Están creciendo como una plaga, papá. Cada día aparecen nuevos nombres asociados a ellos, nuevas células en distintas partes del mundo. Es como si estuvieran reclutando más rápido de lo que nosotros podemos rastrear.

Sabía que tenía razón. Lo había notado también. Los informes hablaban de nuevos integrantes en América Latina, Europa y Asia, todos siguiendo un patrón de expansión alarmante.

—¿Y qué propones? —pregunté, tomando un sorbo de agua mientras lo observaba.

—Necesitamos más gente. Más agentes. Nuestra capacidad es grande, sí, pero no infinita. Si los Lobos siguen creciendo a este ritmo, no podremos mantener el equilibrio. Propongo hacer una convocatoria masiva, buscar nuevos talentos, expandir nuestras filas.

Clara intervino, colocando un plato frente a mí:

—¿Eso no pondría en riesgo la seguridad de la organización? Si reclutan a demasiados, podría filtrarse alguien indeseado —comentó mi esposa.

—Es un riesgo —respondió Vicente—, pero uno que podemos controlar. Por eso soy tan estricto en las evaluaciones. No cualquiera puede entrar a la FIAC. Sin embargo, no podemos subestimar a los Lobos. Si seguimos actuando con el mismo personal, eventualmente estaremos en desventaja.

Lo escuché con atención. Vicente siempre había sido reflexivo, pero ahora hablaba con una mezcla de urgencia y confianza que me hacía entender lo serio que era el problema.

—Entiendo tu punto, hijo —dije, aquí no era el comandante Álvarez, aquí era solo su padre—, pero esto no es tan simple. Cada nueva persona que entra no solo significa un aliado. También significa un posible punto débil, una puerta abierta para nuestros enemigos.

Vicente asintió, pero no retrocedió en su postura.

—Lo sé, papá, pero también creo que si seguimos con miedo a expandirnos, ellos seguirán ganando terreno. Los Lobos no tienen límites. Nosotros tampoco podemos tenerlos.

Clara rompió el silencio sirviendo la cena.

—Quizás ambos tienen razón —dijo ella, sentándose con nosotros—. Los Lobos son peligrosos, y subestimarlos sería un error. Pero también es cierto que cada decisión tiene riesgos. Lo importante es encontrar un equilibrio.

Miré a mi esposa y luego a mi hijo. Ambos eran parte de lo que me mantenía firme, pero también de lo que me hacía dudar. Cada decisión que tomaba no solo afectaba a la organización, sino también a ellos.

—Haré algo, Vicente —dije finalmente—. Analizaré tu propuesta. Si podemos garantizar que el proceso de selección sea aún más riguroso, consideraremos una convocatoria masiva. Pero será bajo mis condiciones, y tú te encargarás personalmente de supervisar cada paso.

Vicente sonrió levemente, sabiendo que había ganado una parte del argumento.

Después de la cena, Clara se retiró a descansar, dejando a mi hijo y a mí en la sala. Encendí un cigarro, algo que rara vez hacía, pero que sentía necesario en momentos como este.

La quietud de la noche y nuestras tensas reflexiones. El silencio era cómodo, hasta que Vicente, recostado en el sillón frente a mí, rompió la calma.

—Todavía no puedo sacarme de la cabeza lo del operativo en el casino del centro, papá.

Suspiré profundamente, dejándome caer en mi silla favorita.

—Fue un desastre, hijo. Uno de esos errores que no nos podemos permitir. La misión fue un código K27: o sea urgente, teníamos que actuar con lo que sea que teníamos a mano.

—Pero, ¿cómo fue posible? —preguntó Vicente, con el ceño fruncido—. No era nuestra área. ¿Quién decidió que debíamos involucrarnos en un caso que claramente pertenecía a la policía local?

Me tomé un momento para responder. No porque no tuviera una respuesta, sino porque detallar el nivel de incompetencia que llevó a esa tragedia me revolvía el estómago.

—Fue un error en la comunicación entre inteligencia y operaciones —respondí finalmente—. El equipo recibió información incompleta. Les dijeron que ese casino estaba siendo usado como punto de entrada para una carga de drogas relacionadas con los Lobos de Hierro. Lo que no sabían era que la operación ya estaba bajo vigilancia de la policía local, y que nosotros no teníamos jurisdicción.

—Y pagamos el precio —sopesó Vicente, con amargura.

—Dos agentes muertos y una reputación manchada —asentí, con el mismo peso en la voz.

Mi hijo apretó los puños. Sabía que se sentía impotente, igual que yo.

—Esas cosas no pueden volver a pasar, papá. Cada vez que cometemos un error, los Lobos ganan. Es como si esperaran que fallemos, como si supieran que nos destruiríamos a nosotros mismos antes de siquiera acercarnos a ellos.

—Por eso reforzamos los protocolos, hijo. No puedo garantizar que nunca más fallemos, pero sí puedo prometer que haremos todo lo posible para evitar que se repita algo así.

Vicente asintió lentamente, yo soy el comandante así que yo di la orden y por ende cargo con ese peso.

—¿Qué pasó con el casino después de eso? —volvió a decir mi hijo.

—Nada —dije, con frustración—. La policía no encontró drogas, ni evidencia de actividad ilegal. Solo fue un chasco monumental que terminó con nuestras cabezas en bandeja.

Mi hijo cambió de postura, como si estuviera preparando el terreno para un tema diferente.

—Hablando de casinos, ¿has oído algo más sobre Bruno Delacroix?

El nombre inmediatamente captó mi atención. Bruno Delacroix no era un simple empresario. Dueño de una cadena de casinos de lujo, era conocido tanto por su ostentación como por su capacidad para evitar problemas legales, pese a los rumores constantes de lavado de dinero y conexiones con grupos criminales.

—No mucho —respondí, entrecerrando los ojos—. ¿Qué tienes tú?

—He estado revisando los movimientos de algunos de sus casinos, todo es muy discreto, estoy sorprendido con el nivel de este hombre, aunque parece que uno de los hijos de los líderes de la ANU ha estado frecuentando mucho uno de ellos.

Eso me hizo arquear una ceja.

—¿Estás hablando del hijo de Castellón?

—El mismo. —Vicente asintió, cruzando los brazos—. Ha estado gastando cantidades absurdas de dinero en los casinos de Delacroix. Todo parece limpio a primera vista, pero me cuesta creer que sea solo un cliente más.

—Lo que me dices no es suficiente para meterle mano —admití, aunque la sospecha se instaló en mi mente—. ¿Hay algo diferente, algo nuevo?

Mi hijo hizo una pausa antes de responder, como si estuviera eligiendo las palabras con cuidado.

—Creo que Delacroix está financiando la campaña política de la ANU.

Eso me hizo enderezarme en el sillón.

—¿Estás seguro?

—No tengo pruebas concretas todavía, pero es una corazonada basada en sus movimientos financieros recientes. Ha hecho donaciones grandes a empresas que, casualmente, están asociadas a algunos de los principales donantes del partido.

Me froté el mentón, meditando sobre lo que acababa de decirme.

—La ANU... —murmuré—. Ese partido es un problema en ciernes. No han llegado al poder, pero ya tienen suficiente influencia como para complicarnos las cosas. Si además están conectados con Delacroix y, potencialmente, con los Lobos de Hierro...

Vicente me interrumpió:

—Es más que un problema. Es una bomba de tiempo, papá. Si la ANU toma el poder y resulta que están vinculados a los Lobos, toda nuestra operación podría venirse abajo.

Sabía que tenía razón. La ANU era un partido político formado por empresarios poderosos, con recursos casi ilimitados y una habilidad preocupante para ganarse a la gente.

—¿Y qué tenemos contra ellos ahora mismo? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Nada sólido. Solo rumores y conexiones circunstanciales.

Golpeé el brazo de la silla con el puño, frustrado por nuestra falta de avances.

—Necesitamos algo más. Si logramos probar que Delacroix está financiando la ANU, o que ambos tienen vínculos con los Lobos de Hierro, podríamos destruirlos antes de que crezcan más.

Marcos asintió, con la misma determinación en su rostro.

—Estoy en eso, papá. Solo necesito tiempo.

El reloj marcaba ya pasada la medianoche, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a irse a dormir. La conversación había sacado a la luz las preocupaciones que ambos llevábamos cargando por semanas, si no meses.

—Vicente, si esto se confirma, iremos con todo. Pero quiero que seas cuidadoso. Delacroix y la ANU son peces gordos, y si están conectados con los Lobos, no dudarán en tomar represalias.

—Lo sé, papá —dijo, con un atisbo de sonrisa—. Pero si algo he aprendido de ti es que no importa cuán grande sea el enemigo, siempre hay una manera de derrotarlo.

Me levanté y le di una palmada en el hombro.

—Eso es lo que quiero escuchar, hijo. Ahora ve a descansar. Mañana será un día largo.

Mientras Vicente subía las escaleras hacia su habitación, me quedé en la sala un rato más, reflexionando sobre nuestras palabras. El peso de la lucha contra los Lobos de Hierro, y con Delacroix en la mira con eso de financiar la campaña de la ANU, todo se sentía abrumador.

Había mucho en juego, y no podíamos permitirnos otro error.

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