Bruno Delacroix
Me había quedado más de lo que pretendía. La música del casino, los destellos de luces y el murmullo constante de risas y conversaciones vacías habían perdido todo su encanto una vez que la dejé de ver. La chiquilla de ojos azul hielo. Había algo en ella, algo que no podía identificar pero que me mantuvo clavado al asiento, observándola como si el resto del lugar no existiera. No era solo su aspecto—aunque la manera en la que su cabello castaño muy claro enmarcaba su rostro angelical podría haber detenido a cualquiera—, también su manera de estar. Desafiante, torpe y orgullosa al mismo tiempo. Era como un huracán en un frasco de vidrio, a punto de romperse. Cuando ya no la vi cerca de la barra, el lugar perdió su chispa. Fue entonces cuando decidí irme. Pero no antes de hacer la llamada. No era una petición complicada. Tenía gente que me debía favores, la ANU a la cual le proporcionaba una cantidad considerable de efectivo, estaba en primer lugar, luego, estaban los Lobos de Hierro, estaban para encontrar cualquier cosa que les pidiera. En mi mundo, la información era más valiosa que el oro, y con un par de palabras acertadas, podía tener en mis manos el pasado, presente, y a veces hasta el futuro de alguien. Esta vez, lo único que quería era saber todo sobre esa chica. El viaje de regreso fue rápido, por la calles casi vacías. Los dos Audi blindados que me escoltaban seguían de cerca, manteniendo su formación impecable. Al llegar a la mansión, uno de mis hombres abrió la puerta negra con precisión perfecta, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto. Salí. —Señor. No respondí. No hacía falta. El silencio era un lenguaje que todos aquí entendían perfectamente. Mi casa, aunque más bien era una fortaleza disfrazada de mansión, se alzaba imponente en medio de la noche. Era una mezcla de lo rústico y lo moderno. Paredes de piedra antigua, gruesas y frías como una fortaleza medieval, combinadas con ventanas de cristal que reflejaban la luna y la iluminación cálida del interior. La madera oscura del techo y las vigas expuestas daban un toque austero, pero en conjunto, el lugar parecía intocable. Como yo. Cuando llegué a la puerta principal, uno de mis hombres, un tipo alto con el porte recto de un militar, me esperaba con un sobre manila en la mano. —Aquí está, señor. Todo lo que pidió. —Gracias, Marco. —Lo tomé sin mirar. Él asintió y retrocedió un paso, siempre atento pero discreto, como debía ser. Dentro, el ambiente estaba en movimiento. A pesar de lo tarde que era, podía escuchar el ruido tenue de utensilios en la cocina. La casa siempre estaba en perfecto orden. Las lámparas colgantes emitían un resplandor suave sobre los pisos de madera pulida, y el aroma a cera y limpieza impregnaba el aire. No hacía falta que diera órdenes para que todo funcionara como un reloj suizo; esa era la ventaja de rodearse de gente eficiente. Me dirigí directamente a mi habitación. Mi refugio. Era un espacio amplio pero sobrio, con paredes grises y muebles funcionales, nada que sobrara ni nada que distrajera. Me senté al borde de la cama, sosteniendo el sobre entre mis manos. Lo abrí con calma, dejando que los papeles y fotografías se desplegaran sobre la colcha. Por un momento, me quedé inmóvil, mirando la información que ahora tenía al alcance de mis dedos. Cindy. Su nombre estaba ahí, impreso en negro sobre blanco. Su apellido: Bellarmy, su edad:19. Información básica que se deslizaba por mi mente como agua, hasta que llegué a los detalles. Sus padres. Una familia rota. Padre ausente. Madre fallecida. Había crecido en un barrio que incluso yo reconocía como peligroso. Su dirección actual estaba escrita junto a una lista de trabajos. Cuatro en el último mes. Eso me hizo arquear una ceja. Cuatro trabajos en un mes. Pasé la vista por las notas rápidas. Había trabajado en un par de bares antes de este último, pero siempre terminaba dejando los lugares abruptamente. "Impulsiva", decía una de las observaciones. "Carácter complicado." Eso me sacó una ligera sonrisa, apenas un gesto en el que ni yo mismo confiaba del todo. Una chica complicada. Interesante. Seguí leyendo. Había detalles más íntimos: el último chico con el que había salido, un tal "Raúl", que parecía haber durado tanto como uno de sus trabajos. Más allá de eso, no había nada demasiado profundo. Ella no parecía estar comprometida con nadie ni pertenecer a ningún círculo fijo, salvo una compañera de vivienda llamada Rocío. El siguiente apartado contenía fotografías. La primera era de esa misma noche. Cindy saliendo del casino. En otra foto, estaba caminando junto a una chica de cabello negro y lacio. Su amiga, Rocío, deduje. Ambas parecían tan fuera de lugar en las calles peligrosas por las que transitaban como un par de cervatillos entre lobos. Una de las últimas imágenes captó mi atención más que las demás. Cindy, entrando al edificio donde vivía. Con ropa sencilla que dejaba ver un lado completamente diferente de ella. Se veía más joven. Más vulnerable. Algo en la manera en que sus ojos miraban al vacío, como si cargara un peso invisible, me hizo apretar la mandíbula. ¿Qué demonios estaba haciendo? Dejé los papeles y las fotos esparcidos sobre la cama, como si fuera un expediente de caso policial. Era un hábito que no había podido abandonar. Analizar. Escudriñar. Buscar los puntos débiles. Pero esta vez no era un rival. No era un enemigo al que tenía que neutralizar. Era ella. Una chica cualquiera. Una chiquilla que debería haber sido invisible para alguien como yo. Me recosté sobre la cama, con una de las fotos en la mano, y exhalé un suspiro que llevaba horas atorado en mi pecho. ¿Hasta qué punto me había arrastrado esta chiquilla? Lo tenía todo: el poder, el respeto, los recursos para conseguir cualquier cosa que quisiera en cuestión de minutos. Y, sin embargo, ahí estaba, a altas horas de la madrugada, mendigando información sobre una bartender que no debía significar nada. Cerré los ojos por un instante, tratando de comprender qué era lo que me atraía tanto de ella. Sus ojos, su rostro, su boca… Quizás era esa mezcla de fuerza y fragilidad. Esa manera en la que se enfrentaba al mundo, como si no le importara romperse con tal de no ceder. Me sentí extraño. Yo no perdía el tiempo tras una mujer. Me di cuenta de algo, esa chiquilla me tenía bien jodido.