Bruno
El péndulo del reloj en la pared marcaba el paso del tiempo con una cadencia hipnótica. Estaba sentado en mi despacho, una imponente habitación en la mansión donde pasaba buena parte de mis noches. Las paredes, de piedra gruesa, conferían al lugar una atmósfera rústica, medieval incluso, pero los muebles modernos y el brillo de la luz tenue equilibraban ese aire de antigüedad. Sobre el escritorio de roble oscuro descansaban varios documentos. Contratos, cifras y acuerdos, todos esperando mi atención, pero mi mente estaba en otro lugar. Algo me incomodaba, una intuición que se había clavado en mi interior desde que me informaron de la desaparición del barril de bourbon. Ese bourbon no era cualquier licor. Se trataba de una reserva exclusiva, importada directamente desde Kentucky para mis trece casinos. Un símbolo de poder y sofisticación, una carta de presentación que diferenciaba mis establecimientos de cualquier otro. Perder uno de esos barriles era inaceptable. Más aún cuando comenzaban a llegar rumores de quién podría tenerlo. Eran las ocho y algunos minutos cuando el sonido del teléfono rompió el silencio del despacho. El nombre de Rodrigo apareció en la pantalla. Respondí al segundo tono, llevando el auricular a mi oído. —Rodrigo —dije con mi tono habitual, firme y directo—. Dime que tienes algo para mí. —Señor, tenemos información sobre el barril —respondió con la voz grave y precisa que lo caracterizaba. Rodrigo era un hombre eficiente, metódico. Su pasado como militar le había dado una disciplina que admiraba y valoraba. —Adelante —respondí, inclinándome hacia adelante en mi silla. —El barril fue rastreado hasta los almacenes de Monteverde. El nombre cayó como una losa. Monteverde no era un cualquiera. Dueño de una cadena de casinos al otro extremo de la ciudad, tenía un historial de mover sus piezas con cuidado, siempre calculando sus pasos. —¿Monteverde? —mi tono era frío, controlado, pero la ira comenzaba a burbujear bajo la superficie—. ¿Y cuál es su explicación para semejante "coincidencia"? Rodrigo hizo una pausa antes de responder. —Según él, fue un error. Uno de sus hombres confundió los envíos y el barril terminó en sus manos por accidente. —Accidente —repetí la palabra como si probara su sabor, y era amargo—. Monteverde no comete accidentes. —Estoy de acuerdo, señor. —Rodrigo hizo una pausa, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus próximas palabras—. Además, hay algo más. —Habla. —Monteverde lleva semanas investigando zonas de su territorio. Según mi información, tiene intenciones de abrir un casino aquí. Me recliné en mi silla, dejando que sus palabras se asentaran. Esto no era solo una falta de respeto. Era una declaración de intenciones. —Entonces el barril no fue un accidente —dije, más para mí mismo que para él—. Fue un mensaje. Rodrigo continuó: —Creo que quiere medir su reacción, señor. Ver cómo responde. Cerré los ojos por un momento, procesando lo que acababa de escuchar. Monteverde era un hombre ambicioso, pero invadir mi territorio era un error que no podía permitirme dejar pasar. —Hay algo más, señor —dijo Rodrigo, con un tono que dejaba entrever una advertencia—. Monteverde está esta noche en el Casino Imperio. Mis ojos se abrieron de golpe. —¿En mi casino? —La ira se filtró en mi voz, aunque traté de mantenerla bajo control. —Sí. Está en la zona VIP con algunos de sus hombres. Me puse de pie de inmediato. Esto no era una coincidencia. Monteverde no solo estaba tanteando mi territorio, estaba pisándolo deliberadamente. —Voy para allá —dije, cerrando la llamada antes de que Rodrigo pudiera responder. El trayecto al casino fue un desfile de pensamientos calculados y emociones contenidas. Sabía que Monteverde buscaba provocarme, y no podía permitir que su estrategia funcionara. La clave era mantenerme un paso por delante, como siempre. Desde que una de sus cuñadas iba a casarse con un miembro del partido ANU, el actuaba como si eso le cediera el mundo y lo que había en él, era un hijo de puta, en toda la extensión de la palabra. El partido ANU, nunca quiso nada con él, y por eso yo financiaba su campaña política, además de que me servía para desviar fondos, y no llamar la atención de la FIAC, esa maldita entidad tiene meses detrás de mi culo. Pero no tenían nada en mi contra, lo que me permitía moverme como me diera la gana. Yo tenía información fresca sobre casi todos sus movimientos, o pistas sustanciales en mi contra. Y también sabía como moverme bien, y evadirme de ellas. La ANU, aseguró no darme la espalda con esa supuesta unión de sus apellidos, pero uno siempre tiene que estar precavido. Los Lobos de Hierro tienen tratos con ellos y por eso quieren a la ANU en el poder, con un partido corrupto al mando no hay quien nos pare. Claro qué Calvin Monteverde no es tan listo como yo y no limpia tan bien todas sus mierdas y la FIAC, lo tiene en la mira, lo supe porqué la cuñada de Calvin, prometida de Antonio Castellón hijo del postulante a la presidencia de la ANU, se lo contó a su prometido y él a sus padres y sus padres a mí. Cuando llegué al Casino Imperio, las puertas se abrieron para mí sin necesidad de palabras. Los guardias en la entrada inclinaron ligeramente la cabeza en señal de respeto mientras me dirigía al interior. El lugar estaba en pleno auge. Las luces parpadeaban, la música llenaba el aire, y el sonido de las fichas y las risas formaba una sinfonía caótica. Caminé con calma, pero cada paso era firme, imponente. Los clientes habituales me miraban de reojo, algunos inclinando ligeramente la cabeza, otros apartando la vista rápidamente. Sabían quién era yo, y sabían que no estaba de humor para interrupciones. Me dirigí directamente a la escalera que conducía a la Zona Roja, mi espacio exclusivo, desde donde podía observar todo lo que ocurría en la Zona VIP. Y ahí estaba él. Monteverde, sentado en una de las mesas centrales, rodeado de sus hombres. Su postura era relajada, demasiado relajada, como si quisiera dejar claro que estaba cómodo en mi territorio. Reía y hablaba en voz alta, como si quisiera asegurarse de que todos lo notaran. Me tensé cuando vi a la chiquilla acercarse a recoger las copas de su mesa. Hubo una breve conversación entre uno de su grupo con ella, ella inclinó la oreja. Miré al que tenía cerca. —Manden a otra chica a la mesa —ordené y el se retiró de inmediato. Me apoyé en la barandilla, desde donde tenía una vista perfecta de toda la zona VIP. No moví un solo músculo, limitándome a observar a Monteverde y a su séquito con atención. El tipo sabía cómo hacer un espectáculo: gestos amplios, carcajadas sonoras, una copa de algún licor en la mano que agitaba cada vez que hacía un comentario. Era una actuación cuidadosamente orquestada para llamar mi atención. Mi mente trabajaba rápido. Esto no era solo una provocación, era un desplante. Monteverde no estaba aquí para hablar de negocios ni para devolver mi barril. Estaba aquí para anunciarse, para demostrar que podía entrar en mi casino y moverse con la misma soltura que si fuera suyo. Con un gesto rápido llamé a Marco, uno de mis hombres más confiables, que estaba recostado cerca de las cámaras de vigilancia. —Quiero que te acerques a su zona, pero sin llamar la atención —le ordené en un tono bajo, pero firme—. Quiero saber cuántos son, si están armados y qué demonios están haciendo aquí. Mantente alerta y hazme saber cualquier cosa sospechosa. Marco asintió sin una palabra, desapareciendo entre la multitud con la eficiencia de un profesional. Volví a ver a la chiquilla entrar en la escena. ¿Qué acaso no había dado una maldita orden? Brenda se acercó a ella y le ordenó algo que… la hizo apartarse a otra mesa. No quería admitirlo, pero aquella chiquilla me tenía inquieto. La quería lejos de Calvin y su alrededor. La seguí con los ojos. La atracción era un problema. No me gustaba cómo me hacía sentir. Esa mezcla de fascinación y algo más oscuro, algo más voraz. Y, sin embargo, no podía apartar la mirada. Había algo, algo que…, ella y yo resolveríamos más tarde. Volví mis ojos a Monteverde. Entonces me incorporé, y caminé directo a su mesa. ━━━━━━━━ ❆ ━━━━━━━━ Cindy Estaba un poco distraída buscando con la vista entre los clientes a el hombre de ayer, ese que me removía cosas, pero no lo encontraba. Sin saber por qué sentí una pequeña decepción. Era mi segunda noche en el casino, y aunque se suponía que iba a ser emocionante, estaba empezando a cuestionar mis decisiones de vida. No porque no me gustara el lugar, claro. El casino era un espectáculo: luces brillantes, música vibrante, y un desfile interminable de hombres y mujeres que venían a gastar lo que probablemente yo nunca tendría. Pero había algo en el aire esa noche. Algo que no terminaba de cuadrar. Claro aparte de tener a la Doña: todo esto me pertenece, mirándome y respirando en mi nuca. Brenda. Aparte de eso. Había algo más. El ambiente estaba tenso, y eso me ponía los pelos de punta. Vivir en el barrio donde crecí me enseñó a leer las señales: los murmullos demasiado bajos, las miradas furtivas, los movimientos rápidos y nerviosos. Todo eso significaba que algo estaba a punto de pasar, y no algo bueno. Pasé junto a una mesa donde un grupo de hombres de mediana edad jugaba al Blackjack. Uno de ellos, con una sonrisa de tiburón y una corbata aflojada, me lanzó una mirada descarada. —Oye, preciosa, ¿qué tal si me traes algo más que una copa? —dijo, acompañado de una risa que me revolvió el estómago. Me detuve y lo miré directamente a los ojos. —El menú no incluye atención personalizada —respondí tajante. El grupo estalló en carcajadas, y el hombre frunció el ceño, pero no dijo nada más. Seguí mi camino, intentando ignorar la sensación de incomodidad que se arrastraba por mi espalda. Mientras llevaba una bandeja llena de vasos vacíos hacia la barra, el ruido habitual del casino parecía intensificarse. El cruce de risas, conversaciones y el tintineo de las máquinas tragamonedas se mezclaba en una cacofonía que, de repente, se detuvo en seco. Un disparo. El sonido fue tan fuerte y repentino que mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesarlo. La bandeja se me resbaló hacia delante, los vasos cayeron al suelo, no se rompieron todos por la amortización de la alfombra. Me empujaron. Mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que me iba a desmayar. La gente empezó a gritar. Algunos clientes se tiraron al suelo, otros corrían en todas direcciones, empujándose en su desesperación por salir. Sentí una oleada de pánico que me dejó paralizada por un momento, mirando a mi alrededor, intentando encontrar el origen del disparo. —¡Muévanse! —gritó alguien cerca de la entrada, mientras la multitud se arremolinaba, luchando por llegar a las puertas. Pero esas puertas parecían demasiado lejanas, y cada segundo que pasaba el caos se intensificaba. Mi respiración era rápida y superficial, el ruido de los gritos y los pasos resonaban en mis oídos, y mi mente repetía una sola palabra: Corre. Agachándome un poco, avancé hacia la barra, buscando alguna forma de salir o al menos encontrar un rincón seguro. Pero antes de que pudiera llegar, un hombre alto y corpulento apareció frente a mí como salido de la nada. Su rostro era severo, con una mandíbula cuadrada y ojos oscuros que me hicieron sentir como un ratón atrapado bajo la mirada de un halcón. —¡Ven! —gruñó. —¿Qué? ¿Quién eres? —respondí, con más insolencia de la que pretendía. —Delacroix me ha encargado tu seguridad. Esas palabras no hicieron nada por calmarme. —¿Delacroix? ¿Quién diablos es ese? No entendía nada ¿Y por qué me mandaba a buscar? Soy una simple camarera que llevaba dos noches trabajando aquí, no tengo nada que ver con esto. Todo esto sonaba como el principio de una película de terror, y yo no tenía intención de quedarme a averiguar el final. —El jefe. Miré hacía la mesa del que acababa de dejar en ridículo, pero ya no estaba ahí, ¿Había sido él? —¿De qué estás hablando? Yo no tengo nada que ver con esto. Solo trabajo aquí. Déjame en paz. Intenté rodearlo, pero su mano grande y fuerte me agarró del brazo. —Me temo que vas acompañarme. —¿¡Qué!? ¡Suéltame! —protesté, forcejeando con fuerza, pero él ni se inmutó. El hombre no perdió tiempo en discusiones. Me levantó del suelo con un gesto seco, rápido y ágil, su mano alrededor de mi cintura. Y comenzó a avanzar hacia una puerta lateral que no había notado antes. —¡Bájame ahora mismo cabrón de m****a!, ¡No voy a ningún lado contigo! —grité, agitándome y golpeándolo con mis puños, pero era como golpear una pared de ladrillos. Intenté aferrarme al borde de una pared. —Deja de resistirte, no voy a hacerte daño —dijo con voz tranquila, aunque firme. —¡Eso es exactamente lo que diría alguien que está a punto de hacerme daño! —escupí, sintiendo cómo mi miedo se mezclaba con una rabia impotente. El hombre no respondió. Simplemente empujó la puerta y me llevó por un pasillo estrecho. Me retorcí en su agarre, intentando liberarme, pero él tenía una fuerza implacable. —¡Déjame ir! ¡No sé quién eres ni qué quieres, pero no tengo nada que ver con lo que sea que esté pasando! ¡Solo soy una camarera! Finalmente, salimos a una especie de estacionamiento privado, mucho más tranquilo que el caos que habíamos dejado atrás. Como si estuviera acostumbrado hacerlo seguido, me metió en la parte trasera de un coche negro, negro y limpio, muy limpio. —¡Déjame salir de aquí! —le ordené, golpeando la puerta con ambas manos. —Tranquilízate. No estás en peligro. —¡Eso es justo lo que diría un secuestrador! —repliqué, intentando abrir la puerta, pero estaba bloqueada. El hombre no respondió. Simplemente se sentó en el asiento delantero, encendió el motor y el coche aceleró, alejándonos del casino y de todo lo que conocía. —Te advierto —amenacé—. He visto muchas películas y puedo ahorcarte por detrás en el asiento. No era una asesina, pero estaba empezando a sentir la influencia de la adrenalina. Aún así, no me sentía capaz de cumplir mis amenazas. —Escúchame bien —dije, inclinándome hacia el asiento delantero con los ojos encendidos de furia—. Si no me dejas salir de este coche ahora mismo, juro que… —Que qué, niña. ¿Vas a patearme otra vez? —respondió él, con una media sonrisa que hizo que quisiera ahorcarlo de verdad. —¡No me llames niña! Y sí, voy a patearte, voy a gritar, voy ahorcarte, tiraré tu cuerpo por un desagüe, y huiré, voy a hacer lo que sea necesario hasta salir de aquí. El hombre suspiró, como si estuviera lidiando con una niña malcriada. —Mira, esto no es personal. Mi trabajo es asegurarme que estés a salvo. Si te quedabas en el casino, podrías haber salido herida, ¿entendido? —No, no entiendo. Si eso es cierto por qué no me llevas a mi casa o por qué no me dejas ir. El hombre no respondió. En lugar de eso, aceleró un poco más, y yo sentí que mi estómago se retorcía de frustración. Todo esto era un desastre, y lo peor era que no tenía ni idea de cómo iba a salir de él. Él como si fuera una advertencia, dio un frenazo que echó hacía atrás, sentándome de golpe, jadeé mirándolo con fastidio, llevé las manos a mi pecho tratando de calmarme. Pero una cosa era clara: quienquiera que fuera Delacroix, tenía mucho que explicarme.