0.29

Víctor

Me levanté de nuevo, esta vez rodeando la mesa lentamente. Pasé detrás de ella, deteniéndome un instante para observar su respiración. Controlada. Deliberada. Estaba usando técnicas de concentración para mantener la calma.

Interesante.

Me acerqué al oído, bajando la voz hasta un susurro.

—Bruno no va a venir por ti. Lo sabes, ¿verdad? Si significaras algo para él, ya estaría aquí. Pero no lo está.

Un músculo en su mandíbula se tensó. Ahí estaba. No mucho, pero suficiente.

Me alejé, satisfecho.

—Vamos a seguir con esto. Y cada día que pase, te será más difícil mantenerte en silencio.

Ella no respondió. Solo me miró con esos malditos ojos que decían más que cualquier palabra.

Lucía entró sin que tuviera que llamarla. Su figura delgada contrastaba con la intensidad de su presencia. Ojos hundidos por noches sin dormir, con esa rabia contenida que nunca terminó de procesar desde que los Lobos de Hierro le arrebataron a su esposo e hija.

Cerró la puerta con un golpe seco, dejando la habitación aún más claustrofóbica. Caminó hasta Cindy con una calma antinatural, las botas resonando en el suelo de concreto.

—¿Sabes? —empezó Lucía, sin sentarse, ella no estaba autorizada para estar aquí—. La gente como tú cree que puede jugar con nosotros. Que por tener una carita bonita y una actitud de niña rebelde pueden controlarlo todo.

Cindy no respondió. Ni un parpadeo de más, ni un gesto que delatara incomodidad.

Lucía se inclinó hacia ella, apoyando las manos sobre la mesa, cerca de su rostro.

—Dime dónde está Thor. ¿Dónde se esconde?

Silencio.

Lucía sonrió, pero no era una sonrisa real. Era una mueca rota por el odio. Se enderezó, dio dos pasos hacia un lado, luego regresó de golpe y, sin previo aviso, le propinó una bofetada que resonó en la habitación. El eco del golpe se mezcló con el sonido seco de la respiración de Cindy, que seguía controlada, aunque su mejilla se enrojecía rápidamente.

Me levanté de la silla.

—¿Qué carajo estás haciendo? —mi voz cortó el aire como un cuchillo.

Lucía ni siquiera se inmutó. Se giró hacia mí, su rostro endurecido por una ira que nunca la abandonaba.

—Déjame a mí, Víctor —dijo con voz áspera—. Esta niña sabe algo. Y va a hablar.

La miré fijamente, evaluando cada palabra, cada gesto. Lucía era una excelente agente, pero su dolor la hacía peligrosa. A veces confundía la venganza con la justicia.

Me acerqué despacio, observando a Cindy. Su mejilla seguía roja, pero sus ojos… no mostraban miedo. Solo desafío. Eso me hizo fruncir el ceño.

—¿Eso es todo lo que tienen? —susurró Cindy—. ¿Golpes? ¿Miedo? Pensé que la FIAC sería más… sofisticada.

Lucía se lanzó de nuevo, pero esta vez la detuve, sujetándola del brazo con fuerza.

—¡Basta! —gruñí.

Lucía se zafó, su respiración agitada. Sus ojos no eran los de una agente en control. Eran los de una mujer rota.

—No tienes idea de quién es este hombre, ¿verdad? —le dijo a Cindy, señalándome—. Él puede destruirte sin mover un dedo. Y yo… yo puedo hacerlo disfrutando cada segundo.

Me volví hacia Cindy, ignorando a Lucía por un momento.

Me quedé de pie, observando a Cindy. Su labio inferior sangraba ligeramente por la bofetada, pero su mirada seguía intacta, ese brillo frío que desafiaba todo intento de quebrarla. No era coraje juvenil. Era otra cosa. Algo que la mantenía erguida, incluso cuando la presión aumentaba.

Apreté los puños, respirando hondo. No podía permitir que Lucía interrogara. Su rabia nublaba el juicio. Pero yo… yo sabía cómo romper a alguien sin perder el control.

—¿Sabes qué es lo que más me molesta de todo esto? —dije, mi voz baja, casi un susurro mientras me acercaba a ella—. No es tu silencio. No es tu arrogancia. Es que crees que esto es un juego.

Ella mantuvo la mirada, de un azul tierno, pero sus pupilas se contrajeron ligeramente. Un detalle mínimo, pero suficiente. Sabía que el miedo estaba ahí, escondido bajo capas de orgullo.

—Bruno Delacroix no va a venir por ti. ¿Lo entiendes? No eres importante para él. Eres solo una pieza más en su tablero. Él te usa, como todo lo que está a su alrededor.

Nada. Solo ese maldito silencio.

Hice un gesto hacia el agente en la sala de observación. La puerta se abrió, y entraron dos operativos de la FIAC. Fríos. Eficientes. Sin necesidad de palabras.

—Sujetadla.

Cindy intentó resistirse, pero la fuerza bruta fue implacable. La inmovilizaron contra la silla, apretando sus muñecas y hombros hasta que sus dedos se pusieron blancos por la presión.

Me acerqué, muy despacio, inclinándome hasta que estuve a la altura de sus ojos.

—Te lo preguntaré una vez más. ¿Dónde está Bruno Delacroix?

Ella escupió al suelo, a pocos centímetros de mis botas. Su respiración se había acelerado, pero seguía sin ceder.

Asentí, sin perder la calma.

—Muy bien.

Uno de los agentes sacó un paño áspero y una botella de agua. Sabía lo que seguía. Sus ojos se abrieron un poco más, un destello de algo que finalmente se parecía al miedo. Pero aún así, no dijo nada.

El primer intento fue breve. Agua derramada sobre su rostro mientras el paño la asfixiaba lentamente, creando la sensación de ahogamiento. Un método cruel, pero efectivo. Cindy forcejeó, sus piernas temblando contra la silla, su cuerpo luchando por una bocanada de aire que no llegaba.

Cuando detuvimos el proceso, ella jadeó con fuerza, tosiendo violentamente. Su rostro estaba rojo.

—Solo tienes que decirlo —susurré.

Ella sacudió la cabeza, apenas un movimiento débil, pero suficiente para demostrar que seguía resistiendo.

Repetimos el proceso. Esta vez, más largo. Su cuerpo se estremecía, y finalmente, cuando la retiramos del paño, vomitó sobre el suelo de concreto, un líquido amarillento mezclado con bilis. Tosió hasta que su garganta quedó en carne viva, lágrimas involuntarias corriendo por sus mejillas.

Me quedé de pie, mirándola. No por placer. No era sadismo. Era la lógica implacable de un trabajo sucio, necesario.

Me agaché, acercándome a su oído.

—¿Vale la pena, Cindy? ¿Morir por alguien que no movería un dedo por ti?

Ella no respondió. Solo respiraba con dificultad, su cuerpo temblando por la falta de oxígeno y el agotamiento. Pero en sus ojos… todavía estaba ese maldito brillo.

Me levanté, sintiendo una mezcla de frustración y, en el fondo, una pizca de respeto. Esta chica no era una simple víctima de las circunstancias. Sabía lo que hacía. Sabía por qué callaba.

Me volví hacia los agentes.

—Limpien esto. Volveremos a intentarlo más tarde.

Mientras salía de la sala, me pregunté cuánto más podría resistir. Y cuánto más podría soportar yo sin obtener respuestas.

Dos horas de pausa.

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