Vamos hablar

Víctor

El eco de mis pasos retumbaba en el pasillo angosto, flanqueado por paredes grises de concreto reforzado. Las luces fluorescentes parpadeaban de vez en cuando, proyectando sombras largas que parecían moverse con vida propia. No era un lugar diseñado para la comodidad. La base en la que nos encontrábamos era una de las más seguras de la FIAC, un búnker enterrado bajo tierra, donde el tiempo se medía por la intensidad de las interrogaciones y no por la luz del sol.

Cuando la trajimos aquí aún inconsciente por el dardo, no teníamos mucho, no teníamos nada, y por eso antes de que despertara le había mandado a sacar sangre, una muestra apenas para comparar ADN y ver si ella pertenecía a alguna familia poderosa que ya tuviéramos fichada. También exámenes simples para descartar. Algo de rutina que nos obligaba el código reglamentario de la FIAC en casos extremos y todos ya sabíamos los resultados.

Para nuestra mala suerte ella despertó en medio de la prueba de sangre.

Ahora. Tenía el expediente en la mano. Delgado. Demasiado para alguien que nos había llevado hasta aquí. Su nombre: Cindy. Sin apellido confirmado. Solo una foto borrosa de un festival junto a Bruno. Aquellas fotos nos las había dado la esposa de Calvin, quien sigue viva y había hablado de Bruno Delacroix. Un detalle mínimo, pero suficiente para despertar sospechas. Luego, la captura. Reconocida durante una prueba de manejo con uno de los hombres de Delacroix en medio de la campaña electoral. Ella intentó huir. Mala idea.

Abrí el expediente y lo hojeé por enésima vez mientras me dirigía a la sala de interrogatorios. No había casi nada sobre ella. Sin antecedentes, sin registros relevantes. Eso era un problema. La ausencia de información es, en muchos casos, más alarmante que su exceso. La gente común deja rastros; los que están bien protegidos, no.

No teníamos más. Aquella chica, Brenda, había sido un muro la última vez. Decía no recordar nada tras un supuesto golpe. ¿Amnesia? El informe médico decía que era posible, pero algo no encajaba. Olía a mentira. A protección. Cindy no iba a ser diferente.

Abrí la puerta. La sala estaba bañada en una luz blanca intensa que caía desde una única lámpara en el techo. Las paredes grises absorbían el sonido, haciéndolo todo más opresivo. Ella estaba allí, sentada en una silla de metal, las muñecas esposadas a la mesa. Su rostro mostraba algunos rastros de la persecución: un pequeño moretón en el pómulo. Y su costado enrojecido con un raspón. Pero sus ojos... sus ojos estaban intactos. Fijos. Desafiantes.

Me senté frente a ella sin decir una palabra. Solo la observé, dejando que el silencio hiciera su trabajo. A veces, el vacío dice más que cualquier pregunta.

—¿Sabes por qué estás aquí? —pregunté.

—Va a ponerme una multa de tránsito por exceso de velocidad —soltó suavemente.

Hmm… es buena. Quiere jugar.

—¿Sabes quién soy? —pregunté finalmente, mi voz resonando en la habitación vacía.

Ella mantuvo la mirada. Ni rastro de miedo. Interesante.

—No —respondió.

Directa. Ni un titubeo.

—Soy el hombre que decide si sales de aquí caminando o si pasas el resto de tu vida encerrada en una celda donde nadie recordará tu nombre.

Silencio. Ni un parpadeo.

Abrí el expediente y lo dejé sobre la mesa, girándolo para que ella pudiera verlo. La foto en el festival. Su rostro, capturado en un momento de descuido.

—No voy a mentirte —dije, apoyando los codos sobre la mesa—. No me importa quién eres. Me importa a quién conoces. Bruno Delacroix.

Un destello. Apenas perceptible. Un microgesto en la comisura de sus labios. Lo vi. Estaba entrenada o era más lista de lo que parecía.

—No sé de qué me hablas —contestó.

Apoyé el cuerpo hacia adelante, reduciendo la distancia entre nosotros.

—Sabes exactamente de qué te hablo. No estás aquí por casualidad. No te reconocieron en medio de una campaña electoral porque sí. ¿O me vas a decir que fue un malentendido?

Ella cruzó las piernas, una acción sutil que intentaba mostrar control. Otra táctica psicológica. Quiere sentirse en ventaja.

—¿De qué se me acusa? —preguntó con voz firme.

Sonreí, pero no fue una sonrisa amable.

—De ser un problema. Y eso es suficiente para mí.

Silencio de nuevo. La observé, analizando cada gesto, cada respiración. Sabía jugar este juego, pero yo lo había inventado.

Me incliné hacia atrás en la silla.

—Pide un abogado si quieres. Eso no cambia nada. Aquí no estás en una sala de juicios. Aquí estás en el único lugar donde tu silencio puede ser más peligroso que tus palabras.

Ella respiró hondo, un intento de mantener la calma.

—No tengo nada que decir.

Perfecto. Eso era lo que quería. Porque el verdadero interrogatorio empezaba cuando creían que ya habían dicho todo lo que podían.

Me levanté, rodeé la mesa y me detuve detrás de ella. Sentía su tensión, aunque intentara disimularla.

—¿Sabes qué es lo más curioso de todo esto? —murmuré, cerca de su oído—. No importa cuánto resistas. Al final, todos hablan.

Me alejé de nuevo y señalé a uno de los agentes que esperaba fuera. Entró con una pequeña caja de metal. Métodos más duros. No necesitaba tortura física. El desgaste psicológico era más efectivo.

—Vamos a empezar de nuevo.

El juego apenas comenzaba.

El sonido metálico de la caja al posarse sobre la mesa llenó la habitación con una resonancia hueca. No era grande, pero su presencia bastaba para tensar el aire. Cindy no desvió la mirada. Seguía firme, los ojos clavados en mí con una mezcla de desafío y una calma que, si era real, la hacía aún más peligrosa de lo que pensaba. Si era fingida, tarde o temprano se rompería.

—¿Sabes qué es esto? —pregunté, sin necesidad de que respondiera. Abrí la caja con un clic seco. Dentro, varios instrumentos. No armas ni nada tan burdo. Eso sería un error. No queríamos que hablara por dolor; queríamos que hablara porque pensaba que no tenía otra opción.

Saqué una jeringa pequeña, perfectamente sellada. Su contenido era inofensivo, pero no tenía por qué saberlo.

—Esto —dije, girando la jeringa entre mis dedos—, no es lo que crees. No va a matarte, ni a hacerte daño físico irreversible. Pero tiene un efecto muy interesante en la mente. Deshace recuerdos, confunde emociones. Las cosas importantes empiezan a parecer irrelevantes… y lo que intentas proteger se vuelve borroso.

No era cierto, claro. Pero no necesitaba que lo fuera. Solo necesitaba que lo creyera.

Cindy no reaccionó como esperaba. No hubo pánico, ni siquiera una pizca de miedo visible. Solo un destello fugaz en sus ojos, algo que no supe identificar de inmediato. Curiosidad, tal vez. O desprecio.

—¿Es esto lo que hacen aquí? —preguntó con voz baja, casi un susurro—. ¿Amenazar a personas que no tienen idea de qué están hablando?

Me incliné hacia ella, apoyando las manos en la mesa.

—No me interesa si sabes de qué estás hablando. Me interesa lo que sabes de Bruno Delacroix.

Ese nombre. Dije su nombre para ver si fallaba en su máscara. Un tic, un parpadeo acelerado, una respiración más profunda. Pero nada. Solo ese mismo rostro, inexpresivo y sereno.

—¿Por qué me haría eso alguien que supuestamente me protege? —respondió.

Esa respuesta me sorprendió. No porque fuera inteligente, sino por lo que implicaba: un intento de invertir la dinámica, de ponerme a la defensiva. No era una chica asustada. Era alguien que sabía exactamente lo que hacía.

Me senté de nuevo. El juego había cambiado.

—No estás aquí por lo que eres, sino por lo que representas. Eres un eslabón. Y los eslabones sueltos… se rompen.

Ella no respondió. Solo se quedó ahí, con esa expresión estoica que empezaba a irritarme. No porque me desafiara, sino porque sabía que detrás de esa fachada había algo. Nadie se mantiene tan tranquilo sin un motivo.

Saqué otro objeto de la caja: un simple metrónomo. Lo encendí y el tic-tac comenzó a llenar la habitación. Un ritmo constante. Predecible. Pero en un ambiente así, ese sonido repetitivo podía convertirse en un martillo psicológico, desgastando poco a poco la resistencia.

—¿Sabes cómo funciona esto? —pregunté, sin esperar respuesta—. Es solo un ritmo, constante, sin cambios. Pero después de un tiempo, tu mente empieza a obsesionarse con él. No puedes ignorarlo. Se mete en tu cabeza, desplaza tus pensamientos. Y cuando estás lo suficientemente agotada, es cuando empiezas a hablar.

Me recliné en la silla, cruzando los brazos, dejando que el metrónomo hiciera su trabajo. El silencio entre cada tic y tac se volvía más pesado, más incómodo. Pero ella seguía igual.

Después de unos minutos, rompí el silencio.

—Cuéntame de Bruno.

Nada.

Respiré hondo, evaluando mis opciones.

—No te estoy pidiendo que confieses un crimen. Solo quiero saber qué papel juegas en su vida. Ya haz visto… algo…

Ella giró la cabeza ligeramente, como si estuviera considerando la respuesta. Luego habló:

—¿Y si te dijera que no tengo un papel?

—No te creería.

Se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con una chispa de desafío.

—¿Eso importa? ¿Si te digo la verdad o miento? ¿O ya tienes tu historia escrita y solo necesitas que alguien la firme?

Eso me hizo sonreír, aunque no había humor en mi gesto.

—Lo único que me importa es lo que sabes. Y créeme, puedo estar aquí todo el tiempo que sea necesario.

Ella mantuvo el contacto visual, lo cual era inusual. La mayoría de las personas miraban hacia otro lado en algún momento, incapaces de sostener la presión. Cindy no. Era como si quisiera demostrarme que no iba a romperse.

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