Nocivas conexión

Bruno Delacroix

El murmullo constante de la sala VIP era apenas un zumbido lejano en mi cabeza mientras estudiaba las cartas en mis manos. El olor a tabaco caro y licor añejo se mezclaba en el aire denso del Casino Imperio, donde solo unos pocos podían permitirse sentarse a esta mesa conmigo. Era un lugar que rezumaba poder, arrogancia y falsas sonrisas. Yo los veía por lo que eran: hombres con más dinero que cerebro, y con demasiado ego como para retirarse cuando deberían.

Mis dedos repiqueteaban ligeramente contra la mesa de terciopelo, un gesto casual, aunque todo en mí era deliberado. El tipo a mi izquierda —un empresario perteneciente al partido político ANU y el cuál pretendía disimular su nerviosismo— tragaba saliva cada vez que yo levantaba la mirada. Sabía que su juego estaba perdido. Lo sabía desde que se sentó.

Pero entonces algo ocurrió. Un ruido pequeño, insignificante para cualquiera, pero no para mí.

El tintineo torpe de vasos vacíos.

Fruncí el ceño con un destello de molestia, desviando la mirada hacia la fuente del ruido. Y ahí estaba ella.

Primero vi su perfil, con ese gesto concentrado que ponía mientras intentaba recoger copas vacías demasiado rápido, como si quisiera pasar desapercibida. Fracasando rotundamente. Era un movimiento torpe, como si no terminara de encajar en el entorno, pero había algo en ella que me resultó llamativo. Algo que no cuadraba.

¿Quién diablos había dejado entrar aquí a una chiquilla como esa?

Todas las demás chicas tenían una expresión mas dura y madura, sabían lo que hacían y a donde y cuando deberían moverse, sin embargo ella, no.

Mi mirada se fijó en ella sin disimulo, deteniéndome en sus rasgos. A primera vista era sencilla, pero no. No era sencilla en absoluto. Su cabello caía de forma desordenada, como si no le importara demasiado, y ese detalle, esa indiferencia en un lugar donde todo era excesivamente calculado, la hacía destacar más de lo que debería. La piel tersa y clara contrastaba con el negro ajustado del uniforme; no había adornos ni ostentaciones en ella, solo un aire de naturalidad que resultaba… muy atractivo.

La estuve mirando más tiempo del que debería, hasta que un tipo de la mesa, un idiota con ínfulas de gracioso, decidió abrir la boca.

—¿Quién te contrató? —gruñó, con insolencia, arrancando algunas risas.

Me preparé para ver cómo ella bajaba la cabeza, como cualquier camarera nueva que entendiera en qué clase de lugar estaba trabajando. Pero en lugar de eso, la chiquilla se enderezó ligeramente y, sin levantar la vista de la mesa, dejó escapar una respuesta.

—Alguien con mejor gusto que el suyo.

Mi ceño fruncido se relajó. Interesante.

Las risas se incrementaron, esta vez contra el tipo que la había provocado. Él intentó replicar, pero no tuvo tiempo; ella ya seguía con lo suyo, recogiendo las copas con una determinación casi arrogante.

Dejé mis cartas sobre la mesa con un movimiento lento y calculado. Levanté la mirada con la clara intención de ponerla en su sitio. De recordar a todos quién era yo y que nadie tenía derecho a perturbar mi entorno sin consecuencias. Pero en cuanto mis ojos se toparon con los suyos…

Azul.

Un azul tan profundo y nítido que parecía imposible. No era un azul apacible, no; era un azul desafiante, casi salvaje. Parecía hielo puro y, al mismo tiempo, fuego contenido. Esa mirada me descolocó durante una fracción de segundo, algo que no me ocurría jamás. Nadie me miraba así. Nadie se atrevía.

Me había quedado envuelto en sus pupilas, como si una fuerza externa me obligara a mirarla sin poder apartar la vista.

Ella también se quedó quieta, como si notara el peso de mi vista sobre ella, pero no bajó los ojos. No se encogió. Y eso solo hizo que me interesara más. Valiente o descarada. Quizás un poco de las dos.

—¿Y tú quién eres? —pregunté, con voz grave, sin apartar los ojos de ella.

La vi tragar saliva, y su expresión se endureció ligeramente, como si intentara ocultar sus nervios. Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible antes de responder.

—Solo una camarera, señor. No tiene que preocuparse.

¿Preocuparme? Esa chiquilla tenía agallas. No sabía si eso me molestaba o me divertía. Arqueé una ceja, examinándola descaradamente de arriba a abajo, sin ninguna prisa.

Quería que sintiera lo mismo que yo: la incomodidad de estar bajo una mirada que parece robarte todo, que evalúa todo.

Era bonita. Más que eso, era atractiva de una forma inesperada, como si su simple presencia pudiera ser una distracción peligrosa. Sus mejillas se encendieron ligeramente bajo mi escrutinio, aunque se mantuvo firme. Sabía que la estaba analizando con descaro, sin embargo, pareció que lo manejaba todo.

—Estás distrayendo a mi mesa —le dije al final, con una voz baja pero lo suficientemente cortante como para que se largara.

—No se preocupe, sigan en lo suyo, como si yo no estuviera —respondió, y aunque el tono era neutral, había un matiz de descaro en su voz.

¿Acaso se estaba burlando de mí?

La observé alejarse con el montón de copas en las manos. Sus pasos seguían siendo algo torpes, pero había una actitud en su forma de moverse que me hizo mantener la vista en ella un segundo más. Una mezcla de nerviosismo y orgullo que la hacía tan diferente al resto.

Volví a las cartas, consciente de que los idiotas en mi mesa me observaban, esperando alguna reacción. Dejé escapar un resoplido casi imperceptible, como si nada hubiera pasado. Pero mientras los demás retomaban el juego, no pude evitar preguntarme por qué sus pupilas seguían vivas en mi cabeza.

Levanté la vista hacia donde se había ido. Quién era esa chiquilla de ojos imposibles y por qué se atrevía a meterse en la zona a la que ninguna de las chicas se atrevía a entrar.

Siempre recogían todo cuando nos retirábamos, nunca ninguna se acercaba a menos que se le llamara.

—Su turno, señor Delacroix —dijo el Crupier, intentando disimular su nerviosismo.

—Sí, claro —respondí, aunque mi mente había perdido una pizca de serenidad.

Jugué mi carta.

Inconscientemente mis ojos se alzaron en busca de algo que los había desestabilizado y fueron a parar a la barra donde estaba ella.

Valiente o estúpida.

Todavía no lo decidía. Pero fuera lo que fuera, mi interés por ella ya estaba sembrado.

La partida terminó como siempre: con mi victoria, rodeado de jugadores que preferirían arrancarse los ojos antes que admitir que era mejor no jugar conmigo porque, los superaba.

Dinero y poder, las dos cosas que siempre consigo sin esfuerzo. Pero, en ese momento, mientras el humo de los cigarrillos flotaba a mi alrededor y las apuestas seguían fluyendo, algo más me estaba absorbiendo.

Ya no estaba concentrado, no del todo y eso nunca me pasaba. Levanté la vista a mi izquierda e hice un recorrido lento buscando con cuidado a quien pretendía.

Luego la vi, estaba recogiendo unas copas de otra mesa.

Desde que la vi, me había dejado una marca que no podía borrar. Con su actitud desafiante y esa mirada que parecía tan directa, tan… provocadora. A pesar de ser solo una chiquilla, que no era mi tipo de mujer, para nada, me había cautivado de una forma que no creo que consiga alguien más en este maldito mundo.

Y eso era lo que no entendía. Ella no era nada fuera de lo común, al menos no en apariencia. Tenía un aire juvenil, quizás 19 o 20 años, yo no me fijaba en crías universitarias. Tenía algo en su porte, en cómo se movía.

Tal vez era la inocencia que desprendía, o la forma en que se reía con un toque de descaro mientras seguía con su trabajo.

Quizás era su mirada, ese azul profundo que parecía despojarme de todo control, sin quererlo. No estaba acostumbrado a sentir esa necesidad en la mirada de una mujer, y mucho menos hacia una que apenas era una niña.

—¿Nos vamos a retirar, señor Delacroix? —me preguntó uno de los hombres a la mesa, sin atrever a mirarme directamente a los ojos.

—Sí —respondí sin mirarlo, mi mente todavía desenfocada, volví a mirar al resto de los presentes.

Me levanté de la mesa con calma, como siempre lo hacía, pero en mi interior había una urgencia que no podía explicar.

Me senté en unos de los sillones de cuero rojo donde normalmente me sentaba para solo consumir alcohol.

Julián mi guardaespaldas, se sentó a mi lado y me pasó un vaso rápido.

—Marco está vigilando la zona —me informó, a lo que yo asentí sin interés.

La busqué con la vista nuevamente. Solo quería tomar un rato y luego largarme. Llevaba unos tres tragos cuando la vi buscando con la vista por el lugar. Finalmente sus ojos cayeron en mi mesa, justo en donde tenía los vasos vacíos, y se encaminó hacia nosotros, no levantó la mirada, ni siquiera sé si me vio, solo caminó como si su única misión fuera recoger los vasos y acercarlos a la barra.

Tenía rato observándola y era lo único que hacía.

Me recargué en el respaldo del sillón, con el vaso de whisky frío entre mis dedos.

Antes de llegar a nosotros, se detuvo. De repente me sorprendió lo que hizo: estaba haciendo algún tipo de bailecito aniñado moviendo las rodillas, mientras recogía unos billetes de propina en una mesa.

Mi vista se detuvo en cómo sus dedos delgados sujetaban los bordes de las copas con una delicadeza incongruente. Era todo lo contrario a lo que solía atraerme: desprovista de ostentación, sin buscar impresionar, sin la dureza que marcaba a las mujeres que servían este lugar. Y aun así… aquí estaba yo, observándola como un idiota, incapaz de apartar los ojos.

Cuando finalmente se acercó a mi mesa, sentí una curiosidad oscura mezclada con un leve desconcierto. Ella debía saber quién era yo. Todos lo sabían. Y nadie, absolutamente nadie, se acercaba a mí sin permiso.

Con la vista fija en las copas vacías, ignoró las miradas que se cernían sobre ella. Había un toque de determinación en su actitud que era, francamente, irritante. Y atrayente. Me incliné ligeramente hacia adelante, dejando que mi mirada la recorriera.

Ella debió sentirlo porque vaciló apenas un instante, pero siguió recogiendo las copas con calma. Mis ojos se detuvieron en la curva de su cuello, en la manera en que sus mechones de cabello caían desordenadamente sobre su uniforme negro. Podía sentir mi mandíbula tensarse, una señal de que algo en mí se estaba activando, algo que no ocurría con facilidad.

Cuando terminó de recoger los vasos, se giró ligeramente, dispuesta a retirarse. Fue entonces cuando dejé mi vaso sobre la mesa con un golpe seco, calculado.

—¿Acostumbras a acercarte tanto a alguien como yo sin pedir permiso? —mi voz sonó baja, firme, como una amenaza velada.

Ella se detuvo y levantó la vista. Trasparente. Ese azul profundo volvió a atraparme de lleno, como un golpe inesperado. No era una mirada común. Había algo en ella, una mezcla de nervios y descaro, que me obligaba a mantenerme en guardia.

—No sabía que tenía que pedir permiso, señor —contestó deteniéndose un momento.

La miré con lentitud a la cara buscando volver a apreciar la sutileza de sus rasgos.

—¿Es que no sabes quien soy? —cuestioné desafiante.

—Supongo que es alguien importante, señor —respondió dándome el gusto de mirarme a los ojos, su tono cargado de una ligera insolencia—. Todos aquí lo miran como si fuera a comérselos vivos.

Por un instante, el silencio entre nosotros se volvió denso, cargado de algo que no sabía nombrar. Arqueé una ceja, midiendo cada palabra que iba a decirle.

—¿Y tú? —pregunté, dejando que mi voz descendiera como un susurro grave—. ¿Tú no piensas lo mismo?

Vi cómo tragaba saliva, su postura rígida traicionando un atisbo de nerviosismo. Pero luego su boca se curvó en una media sonrisa que me resultó inesperada, incluso fascinante.

—Espero que no piense comerme, señor.

Su tono era ingenuo, casi como si no entendiera lo que acababa de decir. Pero esa misma mezcla de inocencia y atrevimiento, sin duda involuntaria, me golpeó como un puñetazo directo al ego. Nadie hablaba conmigo así. Nadie.

Mis labios se curvaron ligeramente, aunque no me molesté en sonreír del todo. No quería darle la ventaja de saber que me había provocado algo, cualquier cosa. Pero mientras ella giraba sobre sus talones para alejarse, mis ojos se quedaron clavados en ella. La manera en que su cuerpo se movía, aún torpe pero con un extraño magnetismo, me mantenía absorto de una forma que no debía permitirme.

La vi llegar a la barra, entregando las copas vacías, como si nada hubiera pasado. Pero algo sí había pasado. Y yo no era el tipo de hombre que dejaba preguntas sin respuesta.

De alguna manera, sabía que esto no se quedaría aquí. Esa chiquilla había cometido el error de llamar mi atención. Y ahora yo no iba a quitársela.

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