Poder y Tensión

Bruno Delacroix

La mañana era fresca, con un viento ligero que soplaba desde el puerto y agitaba las hojas de los árboles que flanqueaban la entrada de mi mansión. Me detuve un momento en el pórtico, ajustando el reloj en mi muñeca. El diseño rústico y moderno de la propiedad, con paredes de piedra combinadas con vidrio y acero, era un recordatorio de lo que había construido: poder y control.

El rugido del motor de mi Aston Martin DB11 resonó en la entrada circular. Mis dos escoltas se mantenían discretos, como siempre, pero sabía que no estaban lejos. No necesitaba que estuvieran pegados a mí como perros falderos; su presencia silenciosa era suficiente para desalentar cualquier intento de estupidez.

El trayecto al puerto fue breve, pero mi mente estaba ocupada. Había recibido un mensaje temprano en la madrugada: un barril de mi mejor bourbon, valorado en 50 mil dólares, no estaba en el inventario. Un maldito barril desaparecido. En mi mundo, un detalle tan pequeño podía desatar el caos si no se manejaba con rapidez y firmeza.

No solo era el barril, que estaba lleno de botellas exclusivas, sino que en varios de esos barriles venía un cargamento de ametralladora Minigun M134. Usaba mi puerto para dejar cruzar algunas mercancías de Thor. Mi trato con el, y su entidad los Lobos de Hierro era firme y nos entendíamos y no iba a quedarle mal, por qué él nunca me quedaba mal.

Si hubiera sido uno de esos barriles el que hubiera desaparecido mucha sangre hubiera fluido. Yo me encargaría de eso, de que ningún idiota piense que puede jugar conmigo.

Cuando llegué al puerto, la escena era un reflejo de mi control. Los contenedores apilados formaban un laberinto metálico, y los trabajadores, vestidos con uniformes grises, se movían con precisión y rapidez.

No había margen para errores aquí. Mis distribuidores confiaban en que cada gota de licor llegaría intacta a los bares más exclusivos y, por supuesto, a mis trece casinos, donde la experiencia de lujo era el sello distintivo.

El sonido de mis zapatos al bajar del auto resonó en el asfalto, un eco que pareció detener por un instante a todos los que estaban cerca. Caminé hacia el supervisor del puerto, un hombre llamado Héctor.

Lo conocía desde hacía años; eficiente, pero no inmune al miedo. Cuando me vio, su rostro palideció. Sabía que mi presencia no era una visita de cortesía.

—Delacroix —dijo, inclinando ligeramente la cabeza, sus manos nerviosas jugaban con un bolígrafo.

—Héctor —respondí, mi tono cortante, directo. Mis ojos se clavaron en los suyos, obligándolo a sostener mi mirada—. ¿Qué carajo pasó con el barril de bourbon?

Héctor tragó saliva. Su voz tembló al responder:

—Se... se registró un problema en el último envío. Uno de los contenedores llegó con retraso, y cuando verificamos el inventario, el barril no estaba. Creemos que pudo haber un error en el embarque...

Di un paso hacia él, reduciendo la distancia entre nosotros. Podía sentir el sudor comenzando a formarse en su frente.

—¿Un error? —Repetí, mi voz más baja, pero cargada de una amenaza implícita—. En mi mundo, Héctor, los errores tienen consecuencias. Grandes consecuencias. Ese barril no es un simple barril. Es confianza, reputación, y si no aparece, alguien va a pagar por ello.

Él asintió frenéticamente, sus manos ahora moviéndose sin control.

—Ya estamos investigando, señor. He asignado a los mejores hombres para rastrear qué pasó. Puede que se haya retrasado en el puerto de origen o que...

—O que alguien lo haya tomado por su cuenta —lo interrumpí. Mis ojos recorrieron la zona, observando cada movimiento, cada trabajador que evitaba mi mirada. Era un espectáculo de sumisión, y yo disfrutaba del control absoluto—. Quiero respuestas. No suposiciones, Héctor. Y las quiero antes de que termine el día.

Él asintió nuevamente, como si su vida dependiera de ello. Quizás lo hacía.

—Sí, señor. Hoy mismo. Haré las llamadas necesarias y supervisaré todo personalmente.

Me giré hacia uno de mis escoltas, un hombre corpulento llamado Marco, que se mantenía a unos pasos de distancia. Le hice un gesto, y él se acercó de inmediato.

—Marco, quédate aquí y asegúrate de que Héctor haga su trabajo. Si algo más desaparece o si no hay respuestas para el final del día, quiero saberlo de inmediato.

—Entendido, jefe —respondió Marco, su voz grave y firme.

Héctor parecía a punto de colapsar, pero eso no me preocupaba. Había aprendido que el miedo era una herramienta poderosa. Podía doblegar incluso al más confiado de los hombres.

Mientras regresaba al auto, me detuve un momento, observando el puerto. Era mi territorio, mi imperio. Cada botella de licor que pasaba por aquí era una pieza en el tablero de mi poder. Nadie se atrevía a desafiarme. Pero este incidente... esto era un recordatorio de que siempre había alguien dispuesto a probar suerte.

La pregunta era: ¿quién? Y cuando lo encontrara, se arrepentiría de haber jugado conmigo.

Me acomodé en el asiento trasero del Aston Martin, cruzando las piernas y encendiendo un cigarro mientras el puerto quedaba atrás. El humo formaba espirales en el aire cerrado del auto, y mis pensamientos se entrelazaban con el sabor amargo del tabaco. Héctor tenía hasta el final del día, pero yo no era un hombre que esperara sin hacer nada. Si alguien había tomado ese barril, quería que entendiera lo que significaba robarme.

—Miguel —dije en voz baja, dirigiéndome al conductor. Mi tono no daba espacio para preguntas—. Llévame al casino de la costa. Quiero hablar con Rodrigo.

Rodrigo era uno de mis hombres de confianza, un ex-militar que ahora manejaba la seguridad en los casinos más importantes. Si alguien sabía cómo empezar a rastrear este tipo de movimientos, era él.

El trayecto fue corto; mi casino más exclusivo no estaba lejos del puerto. Era un edificio imponente, con luces de neón que brillaban incluso a plena luz del día. Los autos de lujo llegaban y salían constantemente, y las puertas de cristal reflejaban el lujo que se respiraba dentro.

Al entrar, el ambiente cambió. La música suave se mezclaba con el sonido de las fichas y las risas discretas de los clientes. Políticos, empresarios, y hasta figuras del bajo mundo estaban ahí, disfrutando del lujo que yo les ofrecía. Pero mi mente estaba en otra parte.

Rodrigo me esperaba en su oficina, un espacio reducido pero funcional, con monitores que mostraban cada rincón del lugar. Cuando entré, se puso de pie de inmediato. Su presencia era sólida, y aunque su rostro no lo mostraba, sabía que me respetaba... o tal vez me temía.

—Rodrigo —dije mientras me sentaba en la silla frente a su escritorio. Apagué el cigarro en su cenicero y lo miré fijamente—. Hay un problema. Algo desapareció del puerto. Un barril de bourbon, y no cualquier bourbon. Quiero que averigües quién pudo moverlo sin que yo lo supiera.

Rodrigo asintió sin dudar, tomando su tableta y comenzando a anotar.

—¿Tienes alguna pista? —preguntó.

—Nada concreto aún. Héctor está trabajando en el puerto, pero quiero asegurarme de que no haya habido un movimiento interno. No confío en las coincidencias, y menos en los errores.

Rodrigo asintió nuevamente, su mirada fija en mí.

—Podría ser alguien del puerto, un contacto que conociera los horarios. También puede ser que alguien de los distribuidores pensó que podía salirse con la suya. Necesitaré acceso a los registros del embarque y el transporte.

—Lo tendrás —dije, levantándome. No me gustaba perder tiempo con formalidades—. Y Rodrigo... si encuentras algo, no actúes sin mi permiso. Quiero encargarme de esto personalmente.

Rodrigo asintió, y salí de su oficina sin decir más. De vuelta en el piso principal del casino, mi mirada recorrió a los clientes. Políticos apostando sumas indecentes, empresarios cerrando tratos disfrazados de casualidad, y mafiosos que sabían que no debían cruzar ciertas líneas. Todos ellos me conocían, y todos ellos sabían lo que significaba estar en mi contra.

Aún tenía tiempo antes de que Héctor me diera noticias, pero mi paciencia era limitada. En mi mundo, la lealtad y el miedo eran dos caras de la misma moneda. Y quien quiera que estuviera detrás de esto... pronto entendería por qué.

La luz tenue del casino apenas rozaba mi rostro mientras caminaba hacia la salida. Mis pasos resonaban sobre el mármol pulido, y las miradas me seguían, algunas con respeto, otras con miedo. Antes de alcanzar la puerta, mi otro guardaespaldas me habló:

—Señor Delacroix, ¿va a pasar esta noche por el casino Imperio? —preguntó con voz medida, casi reverente.

Me detuve por un instante, mirando por encima del hombro. El Imperio. Ese lugar tenía un peso particular para mí, más allá de las paredes cargadas de secretos y las fortunas que cambiaban de manos en sus mesas de juego. Fue mi primer paso hacia lo que soy ahora, la base de mi imperio.

—No esta noche —respondí, con un tono cortante pero sin hostilidad. Mi mirada volvió al frente mientras continuaba caminando hacia el auto—. Tengo algunos asuntos que resolver. Además, quiero pasar por otro de los locales. Es bueno que recuerden que todavía estoy atento, aunque tenga hombres encargados.

Julián se quedó atrás, asintiendo como si mis palabras fueran un mandato divino. Subí al auto, dejando que Miguel cerrara la puerta tras de mí. El vehículo arrancó con suavidad, alejándonos del bullicio y el lujo del casino.

—¿Directo al casino Central, señor? —preguntó Miguel desde el asiento del conductor.

—Sí, pero antes quiero que llames a Rodrigo —dije, encendiendo otro cigarro. Inhalé profundamente y continué—. Pregunta si ya tiene información sobre el edificio de la avenida principal. Quiero saber qué uso le están dando sin mi autorización.

Era un edificio discreto, a simple vista nada fuera de lo común. Pero en este negocio, nada es realmente común. Lo había comprado para ciertas reuniones privadas, asegurándome de que nadie más tuviera acceso. Sin embargo, últimamente, los reportes indicaban movimientos que no me gustaban.

Mientras el humo del cigarro llenaba el auto, mi mente divagó por un segundo, recordando algo que no esperaba. El Imperio. Más específicamente, alguien en el Imperio.

Ojos de un azul que quemaba, hielo puro en la mirada. Sin previo aviso, una sonrisa idiota cruzó mis labios, y apenas la sentí, ya la estaba borrando.

«¿Qué demonios estaba haciendo?».

Esa chiquilla, solo fue un punto de inflexión que no puedo volver a permitirme, ayer perdí el control y terminé como un púbero de quince años detrás de la mocosa que le gusta, mendigando información.

«No volverá a ocurrir» me digo, verla paseándose con esa mini falda era descarado, una provocación personal, mentalmente la follé sobre la mesa más de una vez, pero…, esa cría podría ser mi hija, tiene 19 y yo 35, «me digo» Necesito expulsarla de mi cabeza. No había tiempo para distracciones, y mucho menos para pensamientos fuera de lugar.

Volví mi atención al presente, observando por la ventana cómo las luces de la ciudad pasaban fugaces. Esta noche tenía que demostrar, una vez más, que yo era el dueño de todo lo que importaba en esta ciudad. Pero incluso mientras lo pensaba, la sombra de esos ojos seguía rondando en mi mente, como una deuda sin saldar.

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